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El joven miró hacia atrás, al cuadrado carromato blanco que marchaba al frente de la caravana de buhoneros; los vehículos avanzaban cual una serpiente a través del polvoriento y accidentado paisaje, escoltados hoy de nuevo por Doncellas Jindo. Isendre iba en el pescante, con Kadere y el carretero, sentada en el regazo del corpulento hombre; su mejilla descansaba sobre el hombro del buhonero, que sostenía una pequeña sombrilla de seda azul para que la sombra los resguardara a ambos del sol abrasador. Kadere, que lucía una chaqueta blanca, no dejaba de enjugarse el sudor de su piel con un gran pañuelo, al parecer más afectado por el calor que la joven, cuyo ajustado vestido hacía juego con la sombrilla; un chal vaporoso le cubría la cabeza y también parte del rostro. Rand no estaba lo bastante cerca para tener la certeza, pero le pareció que los oscuros ojos de la mujer estaban prendidos en él. Por lo general daba la impresión de estar observándolo de manera continua, pero a Kadere no parecía importarle.

—No creo que Isendre sea blanda —respondió en voz queda mientras se ajustaba el shoufa alrededor de la cabeza, ya que mantenía a raya al abrasador sol hasta cierto punto. Se había resistido a ponerse otras prendas Aiel aunque fueran mucho más adecuadas para este clima que su chaqueta de lana roja. A pesar de su ascendencia, a pesar de las marcas en los antebrazos, él no era Aiel y no fingiría serlo. Tuviera lo que tuviera que hacer, debía conservar esa mínima muestra de decoro—. No, yo no diría eso.

En el pescante del segundo carromato, la gruesa Keille y el juglar, Natael, estaban discutiendo otra vez. Natael llevaba las riendas, aunque no conducía tan bien como el carretero que solía hacer ese trabajo. De cuando en cuando también miraban a Rand; unas rápidas ojeadas antes de enzarzarse de nuevo en la discusión. Claro que, pensándolo bien, todos lo miraban: la larga columna de Jindo que avanzaba al lado opuesto de él; las Sabias que iban detrás, con Moraine, Egwene y Lan. Entre la columna más numerosa y distante de los Shaido, Rand creyó ver cabezas vueltas hacia él también. Ni lo sorprendía ahora ni lo había sorprendido antes. Era El que Viene con el Alba, y todo el mundo quería saber qué se proponía hacer. Muy pronto lo sabrían.

—Blanda —repitió Aviendha—. Elayne no lo es. Le perteneces, y no deberías intercambiar miradas acariciadoras con esa pelandusca de piel lechosa. —Sacudió la cabeza ferozmente, mascullando casi para sí misma—: Nuestras costumbres la conmocionan. No podría aceptarlas. ¿Y qué me importa a mí si puede o no? ¡No quiero tener nada que ver con esto! ¡No puede ser! ¡Si estuviera en mi mano, te tomaría como gai’shain y te entregaría a Elayne!

—¿Y por qué iba a tener Isendre que aceptar las costumbres Aiel?

La mirada que le echó, con los ojos muy abiertos, era tan estupefacta que casi lo hizo reír. De inmediato la joven frunció el ceño, como si hubiera dicho algo exasperante. Desde luego, era tan difícil entender a las mujeres Aiel como a todas las demás.

—Indiscutiblemente tú no eres blanda, Aviendha. —Debía tomarlo como un halago, ya que a veces era tan áspera como una piedra de amolar—. Explícame otra vez lo de señora del techo. Si Rhuarc es jefe del clan de los Taardad y jefe del dominio Peñas Frías, ¿cómo se entiende que el dominio pertenezca a su esposa y no a él?

La joven le asestó una mirada feroz a la par que movía los labios al rezongar algo entre dientes.

—Porque ella es la señora del techo, cabeza dura. ¡Un hombre no puede poseer un techo como tampoco una tierra! A veces, los hombres de las tierras húmedas parecéis bárbaros ignorantes.

—Pero si Lian es la señora del techo de Peñas Frías porque es la esposa de Rhuarc…

—¡Eso es distinto! ¿Es que nunca lo vas a entender? ¡Hasta un niño lo comprende! —Respiró hondo y se ajustó el chal alrededor del rostro. Era una mujer bonita, si se exceptuaba que casi siempre lo miraba como si hubiera cometido algún crimen contra ella, aunque Rand ignoraba qué podía ser. Bair, la Sabia de cabello blanco y tez tan curtida como un trozo de cuero, aunque mostrándose tan reacia como siempre a hablar de Rhuidean, finalmente le había contado a regañadientes que Aviendha no había entrado en las columnas de cristal; al parecer, no lo haría hasta que estuviera preparada para convertirse en una Sabia. Entonces ¿por qué lo odiaba de ese modo? Era un misterio que le habría gustado esclarecer.

»Lo enfocaré por otro lado —rezongó la Aiel—. Cuando una mujer va a casarse, si aún no posee un techo, su familia le construye uno. El día de su boda su nuevo esposo la aparta de su familia llevándola cargada sobre su hombro mientras sus hermanos sujetan a las hermanas de la desposada, pero al llegar al umbral la suelta en el suelo y le pide permiso para entrar. El techo es de ella. La novia puede…

Estas charlas instructivas habían sido los ratos más agradables que había disfrutado en los once días con sus noches transcurridos desde el ataque de los trollocs. Al principio, Aviendha no se había mostrado muy dispuesta a hablar, aparte de alguna que otra invectiva por el supuesto mal trato que Rand le estaba dando a Elayne, y a la que siempre seguía otra embarazosa perorata destinada a convencerlo de que Elayne era la mujer perfecta. Así había sido hasta que, al mencionar a Egwene de pasada, Aviendha se había encerrado en un hosco mutismo; su silencio no le resultó difícil de sobrellevar, pero deseó que al menos dejara de mirarlo fijamente. Antes de que transcurriera una hora, un gai’shain había venido a buscar a la joven Aiel.

Ignoraba qué le habían dicho las Sabias, pero regresó temblando de rabia y exigió —¡exigió!— que le dejara enseñarle las costumbres y modo de vida de los Aiel. Sin duda albergaban la esperanza de que revelara algo de sus planes por la clase de preguntas que hiciera. Después de las viperinas sutilezas de Tear, los ingenuos métodos de espionaje de las Sabias resultaban un cambio estimulante. Aun así, era indiscutible la conveniencia de aprender todo lo posible sobre los Aiel, y hablar con Aviendha resultaba agradable, sobre todo cuando la joven parecía olvidar que lo despreciaba por la razón que fuera. Naturalmente, cada vez que se daba cuenta de que estaban charlando como dos personas normales en lugar de dominador y sometida, tenía tendencia a reaccionar con uno de sus iracundos arrebatos, como si la hubiera engatusado haciéndola caer en una trampa.

Aun con estos inconvenientes, sus conversaciones eran agradables, en especial comparándolas con el resto del viaje. De hecho, empezaba a encontrar divertidas sus rabietas, aunque tuvo el sentido común de no exteriorizarlo. Al menos, con su idea fija de que era un hombre al que odiaba, no lo veía como El que Llega con el Alba o como el Dragón Renacido. Sólo como Rand al’Thor. En cualquier caso, ella tenía las ideas claras, sabía lo que pensaba de él. No como Elayne, que primero escribía una carta que lo ruborizaba hasta la raíz del pelo, y a continuación le mandaba otra, el mismo día, que le hacía preguntarse si le habrían crecido cuernos y colmillos como a un trolloc.

Min era la única mujer que conocía que no lo había aturullado con sus reacciones. Pero se encontraba en la Torre —al menos, estaba a salvo— y ése era un sitio que tenía intención de evitar a toda costa. A veces pensaba que la vida sería mucho más sencilla si pudiera olvidarse completamente de las mujeres. Para embrollar más las cosas, Aviendha había empezado a colarse en sus sueños, como si con Min y Elayne no tuviera bastante. Las mujeres le hacían un lío, perturbaban su estado emocional, y ahora necesitaba tener la mente despejada. Despejada y fría.

Advirtió que estaba mirando otra vez a Isendre. La mujer le hizo un saludo moviendo ligeramente los dedos por detrás de la oreja de Kadere; Rand estaba seguro de que sus carnosos labios sonreían bajo el fino chal. «Oh, sí. Es peligrosa. He de ser duro y frío como el acero. Y astuto».