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Once jornadas, camino de la duodécima, y no había habido ningún cambio. Días y noches del mismo paisaje de extrañas formaciones rocosas, agujas de piedra de cima truncada, cerros que se elevaban de una tierra abrasada y quebrada en la que se entrecruzaban montañas aparentemente dispuestas al azar. Días de un sol calcinante y de vientos ardientes; noches de frío gélido que se metía en los huesos. Todo lo que crecía allí parecía tener púas o espinas; o un tacto urticante que picaba a rabiar. Aviendha decía que algunas de esas plantas eran venenosas; la lista de éstas era mucho más larga que la de las comestibles. La única agua existente era la de manantiales o aljibes ocultos, si bien la joven señaló ciertas plantas de las que, practicándoles un profundo agujero, rezumaba lentamente una humedad que alcanzaba para mantener con vida a uno o dos hombres; y otras que podían masticarse para extraer un amargo líquido de la pulpa.

Una noche, los leones mataron a dos de los animales de carga de los Shaido; cuando los ahuyentaron, sus rugidos estuvieron resonando en la oscuridad hasta que desaparecieron en las hondonadas. Un carretero pisó a una pequeña serpiente de color marrón mientras montaban el campamento la cuarta noche. Más tarde, Aviendha le dijo que era una «dos pasos», y el ofidio hizo honor a su nombre, porque el pobre tipo gritó e intentó correr hacia los carromatos aunque vio que Moraine cabalgaba hacia él; cayó de bruces al segundo paso, muerto antes de que la Aes Sedai hubiera desmontado de su yegua blanca. Aviendha enumeró una larga lista de serpientes, arañas y lagartos venenosos. ¡Lagartos venenosos! Una vez encontró uno y se lo mostró: medía unos sesenta centímetros, era grueso y tenía unas franjas amarillas a todo lo largo de sus broncíneas escamas. Como si fuera lo más normal del mundo, la joven lo sujetó contra el suelo pisándolo con la suave bota, ensartó la ancha cabeza del animal con su cuchillo y después lo alzó para que Rand pudiera ver el espeso fluido que goteaba de los afilados colmillos. Un gara, le explicó, podía atravesar una bota de un mordisco; también podía matar a un toro. Pero había otros peores, por supuesto. El gara era lento y realmente no resultaba peligroso a menos que uno fuera lo bastante necio para pisarlo. Cuando la joven desprendió al lagarto de su cuchillo con una sacudida, los colores amarillo y broncíneo del animal casi se mimetizaron con la parda tierra agrietada. Oh, sí. Uno tenía que ser necio para no pisar algo tan evidente.

Moraine repartía su tiempo entre las Sabias y Rand, generalmente intentando, al estilo de las Aes Sedai, intimidarlo para que revelara sus planes. «La Rueda gira según sus designios» —le había dicho aquella misma mañana con un tono fríamente tranquilo y el intemporal semblante sereno, pero sus oscuros ojos clavaron en él una mirada abrasadora por encima de la cabeza de Aviendha—, pero un necio puede estrangularse a sí mismo con los hilos del Entramado. «Ten cuidado y no tejas un lazo corredizo para tu cuello». Había adquirido una capa de color muy claro, casi como las blancas ropas de los gai’shain, que refulgía con el sol, y debajo del amplio embozo llevaba un níveo pañolón, doblado y mojado, ceñido sobre la frente.

—No tejo nudos corredizos para mi cuello. —Se echó a reír, y ella hizo volver grupas a Aldieb tan bruscamente que la yegua casi derribó a Aviendha, y regresó a galope junto al grupo de las Sabias, con la capa ondeando tras de sí.

—Es una estupidez irritar a una Aes Sedai —rezongó la joven Aiel mientras se frotaba el hombro dolorido—. No te consideraba un hombre necio.

—Bien, pues, habrá que ver si lo soy o no —respondió, perdidas las ganas de reír. ¿Un hombre necio? Había ciertos riesgos que uno tenía que correr—. Habrá que verlo.

Egwene rara vez se apartaba de las Sabias y pasaba casi tanto tiempo caminando junto a ellas como a lomos de Niebla; de vez en cuando montaba a una de ellas detrás, en la grupa de la yegua gris, durante un rato. Finalmente Rand había deducido que de nuevo se estaba haciendo pasar por Aes Sedai. Amys y Bair, Seana y Melaine parecían haberlo aceptado como cierto, igual que los tearianos, aunque ni mucho menos del mismo modo que ellos. A veces, una u otra discutía con ella en voz tan alta que casi entendía sus palabras desde más de cien pasos de distancia. El trato con Aviendha era muy semejante, aunque con esta última parecía más una intimidación que una discusión; claro que, en ocasiones, también sostenían con Moraine lo que daban la impresión de ser acaloradas disputas. Sobre todo la rubia Melaine.

Por fin la décima mañana Egwene dejó de llevar las dos coletas, aunque fue el colofón de un raro acontecimiento. Las Sabias estuvieron hablando con ella durante mucho más tiempo que nunca, apartadas de los demás, mientras los gai’shain recogían las tiendas y Rand ensillaba a Jeade’en. Si no hubiera conocido tan bien a la joven, habría pensado que la postura de Egwene, con la cabeza inclinada, era una actitud de mansedumbre, pero semejante término sólo podría aplicársele si se la comparaba con Nynaeve. Y tal vez con Moraine. De repente, Egwene batió palmas, se echó a reír y fue abrazando a una Sabia tras otra para de inmediato destrenzarse el cabello.

Cuando le preguntó a Aviendha qué estaba pasando —la encontró, como siempre, sentada fuera de su tienda, esperándolo—, la joven Aiel se limitó a mascullar agriamente:

—Han decidido que ya es mayor y… —Enmudeció bruscamente, le asestó una mirada severa, se cruzó de brazos y prosiguió en tono frío—: Es asunto de las Sabias, Rand al’Thor. Pregúntaselo a ellas si quieres, pero prepárate para oír que no te incumbe.

¿Que Egwene ya era mayor para qué? ¿Para soltarse el cabello? No tenía sentido. Aviendha se negó en rotundo a añadir nada más acerca de ese tema; en cambio, desprendió un trocito de liquen grisáceo de una roca y empezó a describir cómo utilizarlo de emplasto sobre una herida. Estaba aprendiendo a usar las mañas de las Sabias muy deprisa; demasiado para su gusto. Aparentemente, las mismas Sabias apenas le prestaban atención; claro que no tenían necesidad de hacerlo. Para eso estaba Aviendha colgada a su cuello el día entero, por decirlo de algún modo.

El resto de los Aiel, por lo menos los Jindo, fueron mostrándose un poco menos distantes cada día, quizá sintiéndose algo menos incómodos con lo que significaba para ellos El que Viene con el Alba; pero Aviendha era la única que hablaba realmente con él. Lan acudía cada mañana para hacer las prácticas con la espada, y Rhuarc para enseñarle el manejo de las lanzas y la extraña lucha cuerpo a cuerpo de los Aiel, utilizando las manos y los pies. El Guardián sabía algo de esta disciplina, de modo que se apuntaba a las prácticas. En el grupo de la caravana, casi todos evitaban a Rand, especialmente los carreteros, que se habían enterado de que era el Dragón Renacido y, por ende, un hombre que encauzaba. En una ocasión sorprendió a uno de esos hombres observándolo de hito en hito; habríase dicho que estaba mirando al mismísimo Oscuro. Pero no ocurría lo mismo con Kadere ni con el juglar.

Casi todas las mañanas, cuando se ponían en marcha, el buhonero se acercaba montado en una de las mulas que habían tirado de las carretas incendiadas por los trollocs, con un pañuelo grande y blanco atado a la cabeza de modo que le caía sobre la nuca y que hacía resaltar más su broncínea tez. Trataba a Rand con toda deferencia, pero con aquellos ojos, tan fríos e impasibles, su ganchuda nariz más semejaba un pico de águila.

—Mi señor Dragón —empezó a decir la mañana siguiente al ataque, y a continuación se enjugó el sudor de la cara con el sempiterno pañuelo y rebulló en la ajada silla que había encontrado en alguna parte para la mula—. Si puedo llamaros así.

Los restos carbonizados de las tres carretas empezaban a perderse en la distancia, al sur, y con ellos las tumbas de dos de los hombres de Kadere y de muchos Aiel. Los cadáveres de los trollocs habían sido sacados a rastras de los campamentos y se dejaron a merced de los carroñeros, unos animales de grandes orejas que emitían un chillido corto, penetrante y repetitivo —Rand no estaba seguro de si eran unos zorros muy grandes o unos perros pequeños; tenían rasgos de unos y otros— y buitres con las puntas de las alas rojas, algunos de los cuales todavía sobrevolaban en círculo la zona como si les diera miedo aterrizar en medio de la trifulca organizada por sus congéneres.