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Aviendha pasaba las noches con las Sabias y en ocasiones caminaba con ellas durante el día una o dos horas, rodeada por las mujeres, incluso Moraine y Egwene. Al principio, Rand pensó que le estarían aconsejando cómo manejarlo, cómo sacarle lo que querían saber. Entonces, un día, cuando el aplastante sol estaba en su cenit, una bola de fuego, tan grande como un caballo, surgió repentinamente delante del grupo de las Sabias y se alejó rodando y saltando, dejando un surco calcinado a través de la yerma tierra hasta que, finalmente, perdió intensidad, parpadeó y desapareció.

Algunos de los carreteros tiraron con mano firme de las riendas de los asustados tiros, los pararon y se pusieron de pie en los pescantes para observar, intercambiando exclamaciones atemorizadas e imprecaciones malsonantes. Los murmullos cundieron entre los Jindo, que observaron fijamente, igual que los Shaido, pero las dos columnas de Aiel continuaron avanzando sin apenas hacer una pausa. Donde hubo una evidente excitación fue en el grupo de Sabias. Las cuatro rodearon a Aviendha, hablando todas al mismo tiempo y agitando mucho los brazos. Moraine y Egwene, que llevaban sus monturas por las riendas, intentaron meter baza; sin escuchar realmente las palabras, Rand supo lo que les dijo Amys sin andarse con rodeos y sacudiendo furiosamente el dedo: que no se metieran donde no las llamaban.

Rand volvió a sentarse en la silla y contempló el rastro ennegrecido que se extendía, recto como una flecha, a lo largo de casi un kilómetro. Enseñar a encauzar a Aviendha. Por supuesto. Eso era lo que estaban haciendo. Se limpió el sudor de la frente con el revés de la mano; el sol no era el causante de la transpiración. Cuando la bola de fuego cobró vida, él había intentado entrar en contacto con la Fuente Verdadera; fue como tratar de sacar agua con un colador torcido. Todos sus esfuerzos por llegar al saidin fueron en vano. Lo mismo podía ocurrirle un día que necesitara el Poder desesperadamente. Tenía que aprender y no tenía un maestro que le enseñara. Debía aprender no sólo porque el Poder pudiera matarlo antes de tener que preocuparse de que lo volviera loco si no sabía cómo manejarlo; debía aprender porque tenía que utilizarlo. Aprender a utilizarlo; utilizarlo para aprender. Empezó a reírse tan fuerte que algunos Jindo lo miraron con inquietud.

Habría disfrutado con la compañía de Mat en cualquier momento de aquellos once días y noches, pero Mat nunca estaba cerca de él más que un par de minutos, siempre con la amplia ala de su sombrero bien calada para resguardarse los ojos, la lanza de mango negro cruzada sobre la perilla de la silla de Puntos, con sus extrañas marcas de cuervos y su punta forjada por el Poder, como una cuchilla corta y curvada.

—Si el sol te tuesta más el rostro te convertirás realmente en un Aiel —le habría dicho, riéndose, o—: ¿Tienes intención de pasarte el resto de la vida aquí? Al otro lado de la Pared del Dragón hay todo un mundo. Vino, mujeres… ¿Recuerdas que existen esas cosas?

Pero Mat evidenciaba claramente una gran inquietud y se mostraba aun más reacio que la Sabias a hablar de Rhuidean y de lo que les había ocurrido allí. Su mano se crispaba sobre el negro astil ante la sola mención de la ciudad envuelta en niebla, y aseguraba no recordar nada de su periplo a través del ter’angreal, si bien se contradecía a continuación al añadir:

—No te acerques a esa cosa, Rand. No tiene nada que ver con el que hay en la Ciudadela. Te engañan. ¡Maldita sea, ojalá no lo hubiera visto nunca!

La única vez que Rand mencionó la Antigua Lengua, espetó:

—¡Así te ciegue la Luz, no sé nada sobre la jodida Antigua Lengua!

Y regresó a galope a la caravana de los buhoneros. Allí era donde Mat pasaba la mayor parte del tiempo, jugando a los dados con los carreteros —hasta que éstos se dieron cuenta de que ganaba muchísimas más veces de las que perdía, usaran los dados de quien fuera—, entablando largas conversaciones con Kadere o Natael a la primera oportunidad y persiguiendo a Isendre. Era obvio lo que pretendía desde la primera vez que le sonrió mientras se tocaba el ala del sombrero, la mañana siguiente al ataque de los trollocs. Hablaba con ella casi todas las noches todo el tiempo que podía, y se hirió las manos de tal modo cuando cogió unas flores blancas de un arbusto espinoso que casi no pudo sujetar las riendas durante dos días, aunque rehusó que Moraine lo Curara. No es que Isendre lo animara, pero tampoco podía decirse que su lenta y sensual sonrisa estuviera calculada para ahuyentarlo. Kadere lo advirtió y no dijo nada, pero a veces sus ojos seguían a Mat como los de un buitre. Otros hacían comentarios.

Una tarde, a última hora, mientras se quitaban los arreos a las mulas, las tiendas empezaban a montarse y Rand estaba desensillando a Jeade’en, Mat e Isendre se quedaron de pie en la exigua sombra de una de las carretas con techo de lona. Estaban muy juntos. Rand sacudió la cabeza y los observó mientras almohazaba al caballo. El sol brillaba bajo en el horizonte, y las altas agujas de piedra proyectaban largas sombras sobre el campamento.

Isendre toqueteó el diáfano chal como si estuviera pensando quitárselo, sonriente, los llenos labios un poco fruncidos, como ofreciéndose al beso. Alentado, Mat sonrió con seguridad y se acercó aun más. La mujer dejó caer la mano y sacudió lentamente la cabeza, pero sin borrar aquella invitadora sonrisa. Ninguno de los dos oyó acercarse a Keille, cuyos pies apenas hacían ruido a pesar de su corpulencia.

—¿Es eso lo que deseáis, caballero? ¿A ella? —La pareja se apartó dando un brinco al escuchar su voz meliflua, y ella soltó la risa cantarina, tan chocante en su rostro—. Os ofrezco un trato, Matrim Cauthon. Un marco de Tar Valon, y es vuestra. Una moza así no puede valer más de dos, así que es un buen trato.

Mat torció el gesto; era evidente que habría querido estar en cualquier parte menos allí.

Isendre, empero, se giró lentamente hacia Keille; recordaba un jaguar enfrentándose a un oso.

—Has ido demasiado lejos, vieja —musitó; por encima del velo, sus ojos tenían una expresión dura—. No aguantaré otra inconveniencia. Ten cuidado. A menos que te guste la idea de quedarte aquí, en el Yermo.

Keille sonrió ampliamente, si bien la expresión de regocijo no llegó a sus negros ojos, que relucían como trozos de obsidiana tras sus rollizas mejillas.

—¿Lo harías?

Isendre asintió, tajante.

—Un marco de Tar Valon —masculló con un timbre duro como el hierro—. Me encargaré de que tengas un marco de Tar Valon cuando te abandonemos a tu suerte. Ojalá pudiera verte intentando bebértelo. —Le dio la espalda y se encaminó hacia el primer carromato, sin contonearse como solía hacer, y desapareció en el interior.

Keille la siguió con la mirada, la expresión del redondo rostro inescrutable, hasta que la blanca puerta se cerró tras ella. Luego, repentinamente, se volvió hacia Mat, que estaba a punto de escabullirse.

—Pocos hombres han rehusado una oferta hecha por mí, y, mucho menos, dos veces. Deberíais tener cuidado, no vaya a ser que se me meta en la cabeza hacer algo al respecto. —Riendo de buena gana, alzó la mano y le pellizcó la mejilla con sus gruesos dedos lo bastante fuerte para que el joven hiciera un gesto de dolor. Después se volvió hacia donde estaba Rand—. Decídselo vos, mi señor Dragón. Tengo la impresión de que sabéis algo del peligro que hay en menospreciar a una mujer. Esa chica Aiel que os sigue a todas partes y os mira ferozmente. He oído que pertenecéis a otra. A lo mejor es que se siente menospreciada.