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—Lo dudo, señora —replicó, cortante—. Aviendha me hincaría un cuchillo en las costillas si creyera que he pensado en ella de ese modo.

La rolliza mujer estalló en carcajadas. Mat se encogió al ver que alzaba la mano hacia su cara otra vez, pero Keille se limitó a darle un suave cachete en el mismo carrillo que le había pellizcado antes.

—¿Lo veis, caballero? Despreciad la oferta de una mujer y puede que ella no lo tome a mal, pero… —Hizo un gesto pasándose el dedo por el cuello—. El cuchillo. Ésa es una lección que todos los hombres pueden aprender. ¿No es así, mi señor Dragón?

Ahogándose de la risa, se alejó presurosa para comprobar el trabajo de los hombres que se ocupaban de las mulas.

—Están todos locos —rezongó Mat mientras se frotaba la mejilla y se marchaba también.

Pero no renunció a perseguir a Isendre.

Así habían transcurrido los once días, camino del duodécimo, a través de esta tierra yerma y abrasada por el sol. En dos ocasiones vieron otras estancias, pequeñas y burdas construcciones de piedra muy semejantes a Estancia Imre, levantadas para una fácil defensa contra la pared perpendicular de una aguja o un cerro. En una de ellas había trescientas ovejas o más, y hombres a los que sobresaltó tanto conocer la noticia sobre Rand como la de que los trollocs estaban en la Tierra de los Tres Pliegues. La otra se encontraba vacía; no asaltada y saqueada, sólo sin utilizar. En varias ocasiones Rand divisó a lo lejos cabras u ovejas o ganado de color pálido y largos cuernos. Aviendha le dijo que los rebaños pertenecían a los dominios del septiar cercano, pero el joven no atisbó gente y, por supuesto, ninguna estructura que mereciera el nombre de dominio.

Y así había llegado el duodécimo día, otro más, con las anchas columnas de Jindo y Shaido flanqueando el grupo de las Sabias, y la caravana de los buhoneros avanzando en medio de bamboleos, con Keille y Natael discutiendo e Isendre, sentada en el regazo de Kadere, mirando a Rand.

—… y así es —dijo Aviendha a la par que asentía con la cabeza—. Por fuerza tienes que entender ya lo de señora del techo.

—Realmente, no —admitió el joven. Se dio de cuenta de que llevaba un rato escuchando el sonido de su voz, no lo que decía—. Sin embargo, estoy seguro de que funciona bien.

Ella lo miró irritada.

—Cuando te cases —dijo, con voz tensa—, con esos dragones en tus brazos que demuestran tu ascendencia, ¿seguirás las costumbres de tu sangre o exigirás poseer todo salvo el vestido que lleve puesto tu esposa, como cualquier salvaje de las tierras húmedas?

—Eso no es así ni mucho menos —protestó—, y cualquier mujer de donde yo vengo le abriría la cabeza al hombre que pensara de ese modo. En cualquier caso, ¿no crees que eso es algo que habremos de decidir entre la mujer con quien decida casarme y yo?

Si tal cosa era posible, el gesto hosco de la joven Aiel se hizo más intenso. Para gran alivio de Rand, Rhuarc se acercó trotando desde la cabeza de la columna Jindo.

—Ya hemos llegado —anunció el Aiel, sonriendo—. El dominio Peñas Frías.

49

El dominio Peñas Frías

Fruncido el entrecejo, Rand miró en derredor. Unos dos kilómetros al frente se levantaba un apiñado grupo de riscos altos y escarpados, o tal vez era un único peñón desgajado por las fisuras. A la izquierda, el paisaje se extendía en parches de hierba dura y plantas con púas y sin hojas, arbustos espinosos y árboles bajos dispersos, a través de áridas colinas y hondonadas quebradas, pasando inmensas columnas pétreas hacia las dentadas montañas en lontananza. A la derecha, el panorama era igual, salvo por que el suelo arcilloso, amarillento y agrietado, era más llano y las montañas se encontraban más próximas. Habría podido pasar por cualquier otra zona del Yermo que Rand había visto desde que dejaron atrás Chaendaer.

—¿Dónde? —preguntó.

Rhuarc miró a Aviendha, que contemplaba a Rand como si hubiera perdido el juicio.

—Ven. Dejemos que sean tus propios ojos los que te descubran Peñas Frías. —Bajándose el shoufa sobre los hombros, el jefe de clan se dio media vuelta y se encaminó a largos pasos, con la cabeza descubierta, hacia el desgarrado muro rocoso que había al frente.

Los Shaido se habían detenido ya y se movían de aquí para allí empezando a instalar las tiendas. Heirn y los Jindo fueron en pos de Rhuarc al trote, con sus mulas de carga, descubriéndose las cabezas y lanzando gritos ininteligibles, en tanto que las Doncellas que escoltaban la caravana de buhoneros apremiaban a voces a los carreteros para que avanzaran más deprisa y siguieran a los Jindo. Una de las Sabias se remangó la falda hasta las rodillas y corrió para reunirse con Rhuarc —a Rand le pareció que era Amys, por el blanco cabello; Bair no habría podido moverse con tanta agilidad—, pero el resto del grupo de Sabias mantuvo el mismo paso. Durante un breve instante dio la impresión de que Moraine iba a adelantarse también, hacia Rand; después vaciló mientras discutía con otra de las Sabias. Finalmente, la Aes Sedai, que todavía llevaba la cabeza cubierta con el chal, tiró de las riendas de su yegua y la hizo retroceder hasta ponerla a la misma altura que la montura gris de Egwene y el negro semental de Lan, delante de los gai’shain, que tiraban de las bestias de carga. Sin embargo, el grupo se encaminaba hacia la misma dirección que Rhuarc y los otros.

Rand se inclinó para tender la mano a Aviendha y subirla al caballo. Cuando la joven Aiel negó con la cabeza, arguyó:

—Si van a seguir haciendo tanto ruido, no podré oírte estando ahí abajo. ¿Y si cometo un estúpido error propio de un cabeza hueca en caso de que no escuche tus consejos?

Mascullando entre dientes, Aviendha lanzó una rápida ojeada a las Doncellas que flanqueaban la caravana de buhoneros; después suspiró y agarró la mano de Rand. El joven la alzó en vilo, haciendo caso omiso de su indignado chillido, y la subió a la grupa de Jeade’en, detrás de la silla. Cada vez que había intentado montar por sí misma, Aviendha había estado a punto de derribarlo. Le dio unos segundos para que se acomodara las pesadas faldas, aunque el borde le quedaba por encima de las suaves botas, altas hasta las rodillas, y después taconeó al rodado para ponerlo a medio galope. Era la primera vez que Aviendha cabalgaba a más velocidad que al paso, y le ciñó los brazos a la cintura para agarrarse.

—Si me haces quedar como una necia delante de mis hermanas, hombre de las tierras húmedas… —gruñó, amenazadora, contra su espalda.

—¿Por qué van a pensar que eres necia? He visto a Bair, Amys y las otras montar a veces detrás de Moraine o de Egwene para hablar.

—Tú aceptas los cambios más fácilmente que yo, Rand al’Thor —adujo al cabo de un momento, y el joven no supo qué conclusión sacar de su comentario.

Cuando tuvo a Jeade’en a la altura de Rhuarc, Heirn y Amys, un poco más adelante que los aulladores Jindo, lo sorprendió ver a Couladin corriendo junto a ellos, también con el rojo cabello descubierto. Aviendha tiró del shoufa de Rand para bajárselo sobre los hombros.

—Tienes que entrar a un dominio con la cara descubierta, a la vista. Ya te lo dije. Y hacer ruido. Nos han divisado hace mucho rato y sabrán quiénes somos, pero es la costumbre, el modo de demostrar que uno no intenta apoderarse del dominio por sorpresa.

Él asintió, pero guardó silencio. Ni Rhuarc ni ninguno de los tres que iban con él gritaban, y tampoco Aviendha. Además, los Jindo hacían ruido de sobra para que se escuchara en kilómetros a la redonda.

La cabeza de Couladin se giró hacia él. El desprecio asomó fugaz a su atezado rostro. Y algo más. Rand podía esperar odio y desdén, pero ¿regocijo? ¿Qué era lo que le resultaba divertido?