Выбрать главу

—Estúpido Shaido —rezongó Aviendha a su espalda. Quizá tenía razón; a lo mejor el regodeo era por verla montada a caballo. Pero Rand no creía que fuera ése el motivo.

Mat se acercó galopando, dejando tras de sí una nube de polvo amarillo, con el sombrero bien calado y la pica derecha, apoyada sobre el estribo como una lanza.

—¿Qué lugar es éste, Rand? —preguntó en voz alta para hacerse oír sobre los gritos—. Lo único que dijeron esas mujeres fue que nos moviéramos más deprisa. —Rand le respondió, y el joven frunció el entrecejo mientras miraba la rocosa cara del peñón—. Teniendo víveres se podría defender este dominio durante años, supongo, pero no tiene punto de comparación con la Ciudadela o Tora Harad.

—¿Tora qué? —preguntó Rand.

Mat subió y bajó los hombros antes de responder:

—Nada, sólo es algo que oí una vez. —Se puso de pie sobre los estribos para mirar hacia atrás, por encima de las cabezas de los Jindo, a la caravana de buhoneros—. Al menos siguen con nosotros. Me preguntó cuánto tiempo se quedarán para comerciar y cuándo partirán.

—No antes de Alcair Dal. Rhuarc dice que es una especie de feria en la que se reúnen los jefes de clan, aunque sólo sean dos o tres. Viniendo los doce, no creo que Kadere y Keille quieran perdérselo.

A Mat no pareció gustarle la noticia.

Rhuarc dirigía la marcha encaminándose directamente hacia la fisura más ancha de la escarpada pared de piedra, unos diez o doce pasos de abertura en la parte más ancha; era un angosto paso, sombrío a causa de la gran altura de los verticales murallones laterales, que se internaba más y más, oscuro e incluso fresco, serpenteando bajo la estrecha franja de cielo. Resultaba extraño encontrarse en un espacio con tanta sombra. Los gritos de los Aiel sonaron con mayor intensidad al amplificarse con la reverberación en los murallones pardos; cuando de repente cesaron, el silencio, roto sólo por el trapaleo de los cascos de las mulas y los chirridos de las ruedas de los carromatos, resultó ensordecedor.

Rodearon otro recodo, y la fisura se abrió bruscamente a un ancho cañón, largo y casi recto. Por doquier se alzó el clamor de agudos ululatos emitidos por cientos de mujeres. Una gran muchedumbre se alineaba en el camino, mujeres con amplias faldas y chales envueltos a la cabeza, y hombres con chaquetas y calzones pardos, el cadin’sor, y también Doncellas Lanceras agitando los brazos a modo de bienvenida, golpeando ollas o cualquier cosa que hiciera ruido.

Rand estaba boquiabierto y no sólo por el pandemónium. Las paredes del cañón eran verdes, en estrechas terrazas que trepaban hasta casi la mitad de los murallones. Luego se dio cuenta de que no todas eran terrazas realmente. Casas pequeñas, de techos planos, hechas con piedra o con arcilla amarilla, parecían amontonarse prácticamente unas sobre otras en apretados agrupamientos entre los que serpenteaban veredas, y cada techo era un vergel de judías, calabazas, pimientos, melones y otras plantas que le eran desconocidas. Por todos lados corrían gallinas de plumaje más rojo que las que el joven conocía, así como una rara especie de ave de corral, con las plumas salpicadas de puntos grises. Los niños, en su mayoría vestidos como los adultos, y los gai’shain con sus ropajes blancos se movían entre las hileras de plantas acarreando grandes cántaros de barro con los que regaban algunos planteles. Siempre le habían dicho que los Aiel no tenían ciudades, pero sin duda esto podía considerarse al menos una villa de gran tamaño, aunque era la más chocante que había visto en su vida. El estrépito era tal que renunció a hacer las muchas preguntas que se le venían a la cabeza, como por ejemplo qué eran aquellas frutas redondas, demasiado rojas y brillantes para confundirlas con manzanas, que crecían en unas matas bajas de hojas verde pálido; o aquellos rectos tallos de hojas anchas y jalonados por largos y gruesos brotes rematados con penachos amarillos. Había sido granjero muchos años para que no le llamaran la atención estas cosas.

Rhuarc y Heirn aminoraron la marcha, al igual que Couladin, aunque sólo a un paso vivo y metieron las lanzas en el correaje que sujetaba el estuche del arco a la espalda. Amys se adelantó corriendo, riendo como una chiquilla, mientras los hombres continuaban a una marcha regular a través del cañón y entre la multitud apiñada a ambos lados, acompañados por los agudos gritos de las mujeres del dominio que vibraban en el aire y que casi apagaban el estrépito de las ollas golpeando entre sí. Rand los siguió, como Aviendha le había dicho que hiciera. Mat parecía a punto de darse media vuelta y salir de allí a galope.

Al otro extremo del cañón, la pared se inclinaba hacia adentro, creando una profunda y oscura depresión. Según Aviendha, el sol nunca llegaba a la parte trasera, y las rocas de esa zona, siempre frescas, le daban nombre al dominio. Delante de las sombras, Amys estaba con otra mujer en lo alto de un ancho peñasco gris cuya parte superior alisada servía como plataforma.

La otra mujer era esbelta a pesar de las amplias faldas y llevaba sujeto con un pañuelo el cabello rubio, con algunas hebras blancas en las sienes, que le caía en ondas hasta más abajo de la cintura. Parecía mayor que Amys, aunque sin duda era mucho más hermosa; unas cuantas arrugas finas se marcaban en las comisuras de sus grises ojos. Iba vestida igual que Amys, con un sencillo chal marrón sobre los hombros, y sus collares y brazaletes de oro y marfil tallado no eran más valiosos ni mejores, pero se trataba de Lian, la señora del techo del dominio Peñas Frías.

Los agudos ululatos se fueron apagando hasta cesar por completo cuando Rhuarc se detuvo delante del peñasco, un paso más adelante que Heirn y que Couladin.

—Pido permiso para entrar en tu dominio, señora del techo —anunció en un tono alto y audible a todos.

—Lo tienes, jefe de clan —respondió ceremoniosamente la mujer rubia en un tono igualmente alto. Sonriendo, añadió con una voz mucho más cálida—: Siempre lo tienes, sombra de mi corazón.

—Te doy las gracias, señora del techo de mi corazón. —Tampoco aquello sonaba muy ceremonioso.

—Señora —dijo Heirn mientras se adelantaba—, te pido permiso para alojarme bajo tu techo.

—Lo tienes, Heirn —respondió Lian al fornido hombre—. Bajo mi techo hay agua y sombra para ti. El septiar Jindo siempre es bienvenido aquí.

—Te doy las gracias, señora del techo. —Heirn palmeó a Rhuarc en el hombro y se marchó para reunirse con los suyos. Al parecer, el ceremonial Aiel era breve y directo al grano.

Pavoneándose, Couladin se adelantó.

—Pido permiso para entrar en tu dominio, señora del techo.

Lian parpadeó y lo miró ceñuda. Un murmullo se alzó detrás de Rand, un runrún atónito que salió de centenares de gargantas. El aire se cargó repentinamente de peligro. Mat lo percibió, indudablemente, ya que toqueteó su lanza y se giró ligeramente para ver qué hacia la masa de Aiel.

—¿Qué ocurre? —inquirió Rand en voz baja, por encima del hombro—. ¿Por qué no responde nada la mujer?

—Couladin ha hecho la petición como si fuera un jefe de clan —cuchicheó Aviendha con incredulidad—. Ese hombre es un necio. ¡Debe de estar loco! Si ella lo rechaza, habrá problemas con los Shaido, y tal vez lo haga, por su actitud insultante. No será un conflicto de sangre, ya que no es su jefe de clan por muchos aires que se dé, pero sí habrá problemas. —Entonces, de repente, el tono de su voz se endureció—. No has escuchado nada de lo que te he explicado, ¿verdad? ¡No has prestado atención! Ella podría haber negado el permiso incluso a Rhuarc, y él tendría que haberse marchado. Ello habría significado la ruptura del clan, pero está en su derecho de hacerlo. Hasta puede negárselo a El que Viene con el Alba, Rand al’Thor. ¡Entre nuestro pueblo, las mujeres tienen poder, no como vuestras mujeres de las tierras húmedas, que han de ser reinas o nobles o bailar para un hombre si quieren comer!