Выбрать главу

Rand sacudió levemente la cabeza. Cada vez que estaba a punto de reprocharse lo poco que había aprendido sobre las costumbres Aiel, Aviendha decía algo que evidenciaba cuán poco sabía ella sobre cualquier otro pueblo que no fuera el suyo.

—Me gustaría presentarte algún día al Círculo de Mujeres de Campo de Emond. Será… interesante oírte explicarles lo poco poderosas que son. —La sintió rebullir contra su espalda para ver su rostro, de modo que puso gran cuidado en mantener una expresión apacible—. Tal vez también te expliquen ellas unas cuantas cosas.

—Tienes mi permiso —empezó Lian, y Couladin se hinchó como un pavo real— para alojarte bajo mi techo. Se te buscará un lugar con sombra y agua.

Cientos de bocas soltaron exclamaciones ahogadas que, en conjunto, levantaron un sonoro respingo generalizado. El hombre de cabello rojo se estremeció como si lo hubiera golpeado, con el rostro congestionado por la rabia. Pareció no saber cómo reaccionar. Adelantó un paso, desafiante, con los ojos prendidos en Lian y en Amys y los brazos cruzados, como para mantener las manos lejos de las lanzas. Después giró sobre sus talones y se encaminó a grandes zancadas hacia la multitud, lanzando miradas furibundas a uno y otro lado, como retando a que alguien pronunciara una palabra. Finalmente se detuvo casi en el mismo punto de donde había salido y observó de hito en hito a Rand. Sus azules ojos semejaban brasas ardientes.

—Como si fuera alguien sin familia ni amigos —susurró Aviendha—. Lo ha acogido como a un mendigo. El peor insulto que podía hacerle, pero personal, sin agraviar en lo más mínimo a los Shaido. —De pronto, inopinadamente, le asestó un puñetazo tan fuerte en las costillas que Rand soltó un gruñido—. Muévete, hombre de las tierras húmedas. ¡Haz honor a los conocimientos que he puesto en tus manos y actúa en consecuencia, porque todos saben que he sido yo quien te ha estado instruyendo! ¡Muévete!

Pasando una pierna por encima del cuello de Jeade’en, Rand desmontó y se dirigió hacia donde estaba Rhuarc. «No soy Aiel. Y no los entiendo ni puedo permitirme el lujo de tomarles aprecio. No puedo».

Ninguno de los hombres lo había hecho, pero él se inclinó ante Lian porque así era como lo habían educado.

—Señora del techo, te pido permiso para alojarme bajo tu techo.

Oyó que Aviendha daba un respingo. Se suponía que tendría que haber dicho la otra frase, el mismo formulismo utilizado por Rhuarc. El jefe de clan estrechó los ojos, preocupado, sin apartar la vista de su esposa. Por su parte, Couladin esbozó una mueca despectiva. Los suaves murmullos de la multitud sonaban desconcertados.

La señora del techo contempló fijamente a Rand, con más intensidad incluso que anteriormente a Couladin, recorriendo con la mirada su figura, desde el cabello hasta las botas y a la inversa, deteniéndose en el shoufa echado sobre los hombros de una roja chaqueta que jamás habría llevado puesta un Aiel. Lanzó una mirada interrogante a Amys, que asintió.

—Semejante modestia es meritoria en un hombre —dijo lentamente Lian—. Los varones rara vez poseen esa virtud. —Extendiendo la amplia y oscura falda, hizo una torpe reverencia, ya que no era costumbre entre las mujeres Aiel, pero reverencia al fin y al cabo, en respuesta a la de él—. El Car’a’carn tiene permiso para entrar en mi dominio. Para el jefe de jefes siempre hay agua y sombra en Peñas Frías.

Se alzó de nuevo el clamor de los ululatos lanzados por las mujeres reunidas entre la multitud, pero Rand ignoraba si era por él o por la ceremonia. Couladin le asestó una larga e intensa mirada de implacable odio antes de darse media vuelta y echar a andar hacia la multitud, empujando rudamente a Aviendha al pasar junto a la joven cuando ésta desmontaba torpemente del semental rodado; enseguida se perdió entre el gentío, que empezaba a dispersarse.

Mat se detuvo a mitad de bajar de su caballo para seguir al hombre con la mirada.

—No le des la espalda a ese tipo, Rand —advirtió quedamente—. Lo digo en serio.

—Todo el mundo me aconseja lo mismo —repuso Rand. Los buhoneros ya se preparaban para iniciar los tratos en el centro del cañón y a la entrada. Moraine y el resto de las Sabias se aproximaban recibidas por unos cuantos ululatos y el golpeteo de ollas, pero la acogida distaba mucho de igualar a la ofrecida a Rhuarc—. No es él por quien debo preocuparme. —Los peligros que lo acechaban no venían de los Aiel. «Moraine a un lado y Lanfear al otro. ¿Qué peligro mayor puede haber para mí?» Era tan absurdo que casi le daba risa.

Amys y Lian habían bajado del peñasco y, para sorpresa de Rand, Rhuarc rodeó con uno y otro brazo los talles de las dos mujeres. Ambas eran altas, como parecían ser casi todas las Aiel, pero ninguna de ellas sobrepasaba el hombro del jefe de clan.

—Ya conoces a mi esposa Amys —le dijo a Rand—. Ahora te presento a mi esposa Lian.

Rand se dio cuenta de que se había quedado boquiabierto y cerró rápidamente la boca. Después de que Aviendha le dijera que la señora del techo de Peñas Frías era la esposa de Rhuarc y que se llamaba Lian, el joven llegó a la conclusión de que había interpretado mal todo aquel «sombra de mi corazón» y demás lindezas intercambiadas entre el Aiel y Amys. Además, en aquel momento tenía otras cosas en la cabeza. Pero esto…

—¿Las dos? —balbució Mat—. ¡Luz! ¡Dos, nada menos! ¡Que me aspen! ¡O es el tipo más afortunado del mundo o el mayor necio desde su creación!

—Tenía entendido —empezó Rhuarc arrugando la frente— que Aviendha te estaba enseñando nuestras costumbres. Por lo visto se ha dejado fuera unas cuantas cosas.

Inclinándose para mirarla por detrás de su esposo —y el de Amys— Lian enarcó una ceja en un gesto interrogante a la otra mujer.

—Nos pareció la solución ideal que fuera ella la que le informara de cuanto necesitaba saber —adujo la Sabia secamente—. Así él aprendía y al mismo tiempo evitábamos que la muchacha intentara volver con las Doncellas cada vez que le dábamos la espalda. Ahora parece que habré de sostener una charla con ella en un sitio tranquilo. Sin duda le ha estado enseñando el lenguaje de señas de las Doncellas o cómo ordeñar a un gara.

Aviendha se ruborizó violentamente y sacudió la cabeza con irritación; su cabello, rojizo oscuro, le había crecido hasta las orejas, lo suficiente para mecerse como unos flecos por debajo del pañuelo ceñido a la frente.

—Había temas de los que hablar más importantes que de matrimonios. De todas formas, no presta atención.

—Ha sido una buena maestra —se apresuró a intervenir Rand—. He aprendido mucho sobre vuestras costumbres y de la Tierra de los Tres Pliegues gracias a ella. —¿Lenguaje de señas?—. Cualquier error que cometa es culpa mía, no suya. —¿Cómo se ordeña a un lagarto venenoso de más de medio metro de largo?—. Ha sido una buena maestra, repito, y me gustaría que siguiera siéndolo, si no hay inconveniente ni va contra ninguna norma. —«¡En nombre de la Luz! ¿Por qué he dicho eso?» La joven era bastante agradable a veces, cuando se olvidaba de sí misma, pero el resto del tiempo era como tener un abrojo debajo de la camisa. Sin embargo, al menos así sabría a quién habían puesto las Sabias para tenerlo vigilado mientras permaneciera aquí.

Amys lo observó fijamente con aquellos ojos azul claro tan penetrantes como los de una Aes Sedai. Claro que ella podía encauzar; su rostro parecía simplemente más joven de lo que correspondería a su edad, no intemporal, pero por lo demás podía ser tan Aes Sedai como cualquier mujer de la Torre Blanca.

—A mí me parece un buen arreglo —dijo.

Aviendha abrió la boca, encrespada de rabia, pero la volvió a cerrar, hoscamente, cuando la Sabia volvió hacia ella aquella mirada impasible. Seguramente habría pensado que lo de pasar todo el día con él terminaría al llegar a Peñas Frías.

—Debes de estar cansado después del viaje —le dijo Lian a Rand con una expresión maternal en sus grises ojos—. Y también hambriento. Ven. —Su cálida sonrisa incluyó a Mat, que seguía retirado y empezaba a echar ojeadas a los carromatos de los buhoneros—. Venid bajo mi techo.