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Un mes. Rand se frotó la mejilla. Demasiado tiempo. Demasiado, y no había otra opción. En los relatos, las cosas pasaban siempre como las planeaba el héroe y cuando quería que ocurrieran. En la vida real rara vez sucedía así, ni siquiera para un ta’veren con profecías trabajando a su favor. En la vida real era el logro casual y la esperanza, y suerte si al rebuscar se encontraba un trozo de pan cuando lo que se necesitaba era una hogaza entera. Empero, parte de su plan seguía el rumbo que él esperaba. La parte más peligrosa.

Moraine, tendida entre Lan y Amys, tomaba sorbos de vino lentamente, con los párpados cerrados como si durmiera. Rand no creía que fuera así. Ella lo veía todo, lo oía todo. Pero ahora no había nada que tuviera que decir que ella no debería escuchar.

—¿Cuántos se resistirán, Rhuarc? ¿Cuántos se opondrán a mí? Hasta ahora sólo has apuntado la posibilidad, pero no has dicho nada definitivo.

—Es que no lo sé con certeza —respondió el jefe de clan sin soltar la boquilla de la pipa que sujetaba con los dientes—. Cuando les muestres los dragones, te reconocerán. No hay modo de imitar los dragones de Rhuidean. —¿Se habían movido levemente los ojos de Moraine?—. Eres el anunciado por la profecía. Yo te apoyaré, y también Bruan, y Dhearic, de los Reyn Aiel. ¿Los demás…? Sevanna, la esposa de Suladric, traerá a los Shaido puesto que el clan está sin jefe. Es joven, a pesar de su condición de señora del techo de un dominio, y sin duda no le complacerá mucho tener que conformarse con ser dueña sólo de un techo y no de todo un dominio cuando se escoja a alguien para reemplazar a Suladric. Además, Sevanna es tan taimada y tan poco fiable como cualquier Shaido. Pero, aun en el caso de que no ocasione problemas, ya sabes que Couladin sí lo hará; actúa como si fuera un jefe de clan y algunos Shaido podrían seguirlo a pesar de que no haya entrado en Rhuidean. Los Shaido son lo bastante necios para hacer algo así. Han, de los Tomanelle, puede decidir en cualquiera de los dos sentidos. Es un hombre enojadizo, difícil de conocer y aun más difícil de tratar, y… —Se interrumpió cuando Lian musitó en voz queda:

—¿Pero es que los hay de otra clase?

Rand dudaba mucho que Rhuarc supuestamente tuviera que haber escuchado el comentario. Amys se tapó la boca para ocultar una sonrisa mientras que su hermana conyugal se llevaba la copa de vino a los labios con cara inocente, como si no hubiera abierto la boca.

—Como decía —continuó Rhuarc mientras miraba resignadamente a sus dos esposas—, no es algo de lo que pueda estar seguro. La mayoría te seguirá. Quizá todos, incluso los Shaido. Hemos esperado tres mil años al hombre que lleva dos dragones. Cuando muestres tus brazos, nadie dudará que eres el enviado para unirnos. —Y para destruirlos; pero eso no lo dijo—. La cuestión es cómo decidirán reaccionar. —Se golpeó suavemente los dientes con la boquilla de la pipa—. ¿No cambiarás de opinión respecto a ponerte el cadin’sor?

—¿Y mostrarles qué, Rhuarc? ¿Un fingido Aiel? Ya puestos, disfrazamos también a Mat. —El aludido casi se atragantó con la pipa—. No pienso disimular. Soy lo que soy, y tendrán que aceptarme así. —Rand levantó los brazos lo justo para que al deslizarse hacia atrás las mangas de la chaqueta quedaran a la vista las cabezas leonadas de los dragones en el envés de sus muñecas—. Éstos demostrarán quién soy. Si no es suficiente prueba, nada lo es.

—¿Cuándo piensas «dirigir las lanzas de nuevo a la guerra»? —preguntó inesperadamente Moraine, y Mat se atragantó otra vez, se quitó la pipa de la boca bruscamente y la miró de hito en hito. Los oscuros ojos de la Aes Sedai ya no estaban velados por los párpados.

Los puños de Rand se crisparon con una sacudida hasta que los nudillos crujieron. Intentar ser astuto con ella resultaba peligroso; debería saberlo desde hacía mucho tiempo. La mujer recordaba hasta la última palabra que oía, la clasificaba, la analizaba y la desmenuzaba hasta que sabía exactamente su significado.

Se puso de pie lentamente. Todas las miradas convergían en él. Egwene frunció la frente en un gesto aun más preocupado que el de Mat, pero los Aiel se limitaron a observar. Hablar de guerra no los preocupaba. Rhuarc parecía… preparado. Y el semblante de Moraine era la viva imagen de una fría calma.

—Si me disculpáis —dijo—, voy a caminar un rato.

Aviendha se incorporó sobre las rodillas, y Egwene se puso de pie, pero ninguna de las dos lo siguió.

50

Trampas

Fuera, en el camino pavimentado con piedras que separaba la casa de adobes amarillos del huerto de la terraza, Rand se quedó contemplando el cañón que se extendía allá abajo, viendo poco más que las sombras de la tarde alargándose por el fondo. Ojalá hubiera podido confiar en que Moraine no iba a ponerlo en manos de la Torre atado con una correa; pero no albergaba duda alguna de que lo haría, sin usar el Poder una sola vez, si le daba la menor ocasión. Esa mujer era capaz de meter a un toro por el agujero de un ratón sin que se diera cuenta. Podía utilizarla. «Luz, somos tal para cual. Usar a los Aiel. Usar a Moraine. Si pudiera confiar en ella…»

Se encaminó hacia la entrada del cañón, descendiendo cada vez que encontraba una vereda que bajaba hacia allí. Todas eran estrechas, pavimentadas con pequeñas piedras, y en escalones algunas de las más empinadas. Resonaba el débil eco del martilleo en varias forjas. No todos los edificios eran casas. A través de una puerta abierta vio a varias mujeres trabajando en telares; en otra, a una platera manejando sus pequeños martillos y escoplos; en una tercera, un hombre sentado en el torno de alfarero, modelando la arcilla, y los hornos encendidos tras él. Todos los hombres y los muchachos, salvo los más pequeños, vestían el cadin’sor, la chaqueta y los calzones de tonos pardos, pero se apreciaban ciertas diferencias sutiles en el atuendo de guerreros y artesanos: el cinturón del cuchillo más pequeño o a veces ninguno; un shoufa sin el complemento del negro velo. Empero, observando el modo en que el herrero sostenía la lanza a la que acababa de poner una punta de más de un palmo de largo, Rand no dudó ni por un momento que el hombre sabría usar el arma con la misma destreza con que la había forjado.

Los caminos no estaban muy transitados, pero sí que había bastante gente fuera. Los niños reían, corrían y jugaban; advirtió que las crías más pequeñas llevaban palos a guisa de lanzas tan frecuentemente como muñecas. Los gai’shain acarreaban cántaros de barro con agua sobre la cabeza o limpiaban de malas hierbas los huertos, a menudo bajo la dirección de un muchachito de diez o doce años. Hombres y mujeres se ocupaban de sus tareas cotidianas; en realidad, no había gran diferencia con lo que habrían hecho si hubieran estado en Campo de Emond, ya fuera barrer a la puerta de una casa o reparar una pared. Los niños apenas le dedicaban una ojeada a pesar de la chaqueta roja y las botas de gruesas suelas; en cuanto a los gai’shain, con su actitud de humildad autoimpuesta y su empeño por permanecer en un segundo plano, no había modo de saber si reparaban o no en él. Pero los adultos, artesanos o guerreros, hombres o mujeres, lo miraban con un aire especulativo, un asomo de expectante incertidumbre.

Los niños pequeños iban descalzos y con ropas muy semejantes a las de los gai’shain, pero de colores pardos como los del cadin’sor, no blancas. Las niñas también iban descalzas y con vestidos cortos que a veces no les tapaban las rodillas. Hubo algo que le llamó la atención en las niñas: de todas las edades hasta, más o menos, los doce años, llevaban el cabello peinado en dos coletas, sobre las orejas, y trenzado con cintas de brillantes colores. Exactamente igual que las que Egwene había llevado hasta hacía poco. Tenía que ser una coincidencia. Seguramente había dejado de peinarse así porque las Sabias debieron de explicarle que era como llevaban el pelo las niñas Aiel. En cualquier caso, era absurdo que estuviera pensando en un tema tal pueril. En este momento era el trato con otra mujer de lo que tenía que ocuparse: Aviendha.