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En el suelo del cañón, los buhoneros comerciaban con los Aiel que se apiñaban alrededor de las carretas de techo de lona. Al menos, lo hacían los conductores; y también Keille, que hoy lucía un chal de encaje azul sujeto con los peinecillos, y llevaba a cabo tratos en voz alta. Kadere, con una chaqueta de color crema, estaba sentado en un barril a la sombra de su carromato blanco y se enjugaba el sudor de la cara, sin hacer el menor esfuerzo por vender nada. Divisó a Rand e hizo intención de incorporarse, pero contuvo el impulso rápidamente. A Isendre no se la veía por ninguna parte, pero, para sorpresa de Rand, sí que estaba Natael, cuya capa de parches multicolores había atraído a un numeroso grupo de chiquillos entre los que había varios adultos. Por lo visto, el acicate de contar con un auditorio más numeroso lo había inducido a abandonar a los Shaido. O tal vez Keille no quería que estuviera donde no podía ver lo que hacía. A pesar de lo absorta que estaba en su trabajo, encontraba tiempo para lanzar una mirada ceñuda al juglar cada dos por tres.

Rand evitó las carretas. Por las preguntas hechas a los Aiel, descubrió dónde se habían ido los Jindo: cada cual, hombre o mujer, al techo de su respectiva sociedad, aquí, en Peñas Frías. El Techo de las Doncellas se encontraba a mitad de camino de la pared este del cañón, todavía iluminada por el sol, y era un rectángulo de piedra grisácea y con huerto en el techo que sin duda era el doble de grande de lo que parecía desde fuera. Y no es que tuviera oportunidad de mirar dentro. Un par de Doncellas, apostadas en cuclillas a la puerta y empuñando lanzas y adargas, le cerraron el paso entre divertidas y escandalizadas de que un hombre quisiera entrar, si bien una de ellas accedió a transmitir su mensaje.

Al cabo de pocos minutos, las Doncellas Jindo y Nueve Valles que habían estado en la Ciudadela salieron. Y también todas las demás Doncellas del septiar Nueve Valles que se encontraban en Peñas Frías, las cuales se amontonaron a ambos lados del camino y se encaramaron al techo, entre las hileras de vegetales, para observar sonrientes, como si esperaran ver un espectáculo divertido. Detrás vinieron hombres y mujeres gai’shain para servirles un té oscuro y fuerte en pequeñas tazas; fuera cual fuera la regla que impedía el paso de hombres al Techo de las Doncellas por lo visto no contaba para los gai’shain varones.

Después de que Rand hubo examinado varias ofertas, Adelin, la Jindo de cabello rubio con la fina cicatriz en la mejilla, sacó un ancho brazalete de marfil con un minucioso trabajo de rosas talladas. Le pareció que le iría bien a Aviendha; quienquiera que hubiera sido el artífice de la talla, había resaltado cuidadosamente las espinas entre los capullos.

Adelin era alta incluso para la media Aiel, de modo que Rand sólo le sacaba un palmo. Cuando se enteró de para qué lo quería —o casi, ya que el joven se limitó a decir que era un regalo para agradecer a Aviendha sus enseñanzas, no un soborno para suavizar el mal genio de la mujer a fin de que se le hiciera más soportable tenerla cerca—, Adelin miró en derredor a las otras Doncellas. Todas habían dejado de sonreír y sus rostros se habían tornado inexpresivos.

—No te pondré ningún precio por esto, Rand al’Thor —dijo al tiempo que soltaba el brazalete en la mano del joven.

—¿Está mal? —preguntó. ¿Cómo se lo tomaría la Aiel?—. No quiero agraviar a Aviendha en ningún aspecto.

—No será un agravio para ella. —Llamó a una gai’shain que llevaba tazas de loza y una jarra sobre una bandeja de plata. Sirvió té en dos tazas y le tendió una—. Recuerda el honor —dijo, antes de beber en su taza.

Aviendha nunca le había mencionado nada parecido. Inseguro, tomó un sorbo de amargo té y repitió:

—Recuerda el honor. —Parecía que era lo más seguro decir para evitar un desliz. Para su sorpresa, la Doncella lo besó ligeramente en ambas mejillas.

Otra Doncella mayor, con el cabello gris pero todavía de fiera apariencia, se plantó delante de él.

—Recuerda el honor —dijo, y bebió.

Rand tuvo que repetir el ritual con cada una de las Doncellas presentes, aunque llegó un momento en que sólo se llevó la taza a los labios para rozar los labios con el té, sin beber. Las ceremonias Aiel eran breves y directas al grano, pero cuando había que repetir la misma hasta la saciedad con unas setenta mujeres, incluso tomar el más pequeño sorbo podía acabar llenándolo a uno hasta las orejas. Para cuando pudo escapar, las sombras trepaban hacia la parte alta del cañón.

Encontró a Aviendha cerca de la casa de Lian, sacudiendo enérgicamente una alfombra de rayas azules que había colgado en una cuerda; había más apiladas cerca, formando un montón colorido. Apartándose los mechones húmedos de sudor que le caían sobre la frente, la Aiel lo contempló con aire inexpresivo cuando le tendió el brazalete y le dijo que era un regalo a cambio de sus enseñanzas.

—He dado brazaletes y collares a amigas que no llevaban la lanza, Rand al’Thor, pero yo jamás he llevado uno. —Su voz no tenía la menor inflexión—. Esas cosas tintinean y hacen ruidos que te delatan cuando hay que ser silenciosa. Se te enganchan cuando has de moverte rápido.

—Pero ahora puedes llevarlo puesto que vas a ser una Sabia.

—Sí. —Giró el brazalete de marfil entre los dedos como si no supiera qué hacer con él y luego, bruscamente, metió la mano por él y levantó la muñeca para mirarlo. Habríase dicho que estaba contemplando un grillete.

—Si no te gusta, Aviendha… Adelin dijo que no ofendería tu honor. Incluso pareció aprobarlo. —Refirió el ceremonial del té y la joven apretó los ojos con fuerza y se estremeció—. ¿Qué ocurre?

—Creen que intentas despertar mi interés. —Rand jamás habría imaginado que la voz de Aviendha pudiera sonar tan impávida. Sus ojos estaban vacíos de toda emoción—. Te han dado su aprobación, como si yo empuñara la lanza todavía.

—¡Luz! Es fácil sacarlas de su error. Iré y… —Se interrumpió al advertir el abrasador destello de sus ojos.

—¡No! Aceptaste su aprobación ¿y ahora la rechazarías? ¡Eso sí que dañaría mi honor! ¿Acaso crees que eres el primer hombre que intenta despertar mi interés? Ahora hay que dejar que crean lo que quieran creer. No tiene importancia. —Hizo una mueca y cogió el sacudidor con las dos manos—. Vete. —Echó una ojeada al brazalete y añadió—: Realmente no sabes nada, ¿verdad? No sabes nada. No es culpa tuya. —Era como si estuviera repitiendo algo que le hubieran dicho o como si intentara convencerse a sí misma—. Lamento haberte estropeado la comida, Rand al’Thor. Por favor, vete. Amys me ha ordenado que limpie todas estas alfombras y esteras, tarde lo que tarde. Si sigues ahí plantado, hablando, me llevará toda la noche.

Le dio la espalda y descargó violentamente el sacudidor en la alfombra de rayas, de modo que el brazalete brincó en su muñeca.

Rand ignoraba si la disculpa de la Aiel se debía al regalo o a una orden de Amys —aunque sospechaba que era esto último—, pero lo sorprendente es que parecía sentirlo de verdad cuando lo dijo. No estaba contenta, eso desde luego, si se juzgaba por el seco gruñido que acompañaba cada palo que daba a la alfombra pero no había expresado odio ni una sola vez. Turbación, espanto, incluso furor, pero no odio. Eso era mejor que nada. A lo mejor acababa comportándose de un modo civilizado.

Al entrar en la estancia de baldosas marrones de la casa de Lian, las Sabias, que estaban hablando, enmudecieron al verlo.

—Te mostraré tu habitación —dijo Amys—. Los demás ya están en las suyas.

—Gracias. —Echó una ojeada hacia atrás, a la puerta, frunciendo ligeramente el entrecejo—. Amys, ¿le habéis dicho a Aviendha que se disculpe conmigo por lo de la comida?