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—Ponte detrás de mí. —Percibió sólo por encima que la joven desenvainaba el cuchillo mientras él salía del cuarto descalzo, sin hacer ruido gracias a las alfombras. Curiosamente, la temperatura no era más fría que cuando se había acostado. Quizá las paredes de piedra conservaban el calor, ya que cuanto más avanzaba más aumentaba el frío.

A esta hora, hasta los gai’shain debían de haberse acostado. Los pasillos y las habitaciones estaban vacíos y silenciosos, la mayoría escasamente iluminados por las espaciadas lámparas que todavía ardían. Aquí, donde unas lámparas apagadas significaba una total oscuridad en pleno día, siempre se dejaban algunas encendidas. La sensación seguía siendo vaga, pero no desaparecía. Maldad.

Se paró en seco, bajo el amplio vano del arco que daba a la estancia de baldosas marrones de la entrada. Una lámpara de plata prendida en cada extremo de la habitación proporcionaban una tenue luz. En medio del cuarto había un hombre alto de pie, con la cabeza inclinada sobre la mujer que abrazaba, y a la que había envuelto en su negra capa; la cabeza de ella se echó hacia atrás, y la blanca capucha cayó mientras él hundía el rostro en su cuello. Chion tenía los ojos casi cerrados y en su boca había una sonrisa extasiada. Una sensación de embarazo se deslizó a través de la superficie del vacío. Entonces el hombre levantó la cabeza.

Unos ojos negros se clavaron en Rand, excesivamente grandes en aquel rostro lívido, consumido; la boca fruncida, de labios enrojecidos, se abrió en una parodia de sonrisa que dejó a la vista unos dientes afilados. Chion se desplomó en el suelo cuando la negra capa se abrió y se extendió en unas anchas alas semejantes a las de un murciélago. El Draghkar pasó sobre la mujer tendiendo las manos horrendamente lívidas hacia Rand; los largos y delgados dedos estaban rematados con garras. Empero, el peligro no estaba en las garras ni en los dientes. Era el beso del Draghkar lo que mataba y algo peor.

Su canto hipnótico y arrullador se aferró estrechamente en torno al vacío. Aquellas alas, oscuras y correosas, se movieron para envolverlo mientras el monstruo se le acercaba. Un fugaz destello de estupefacción asomó a los enormes ojos del Draghkar antes de que la espada forjada con el Poder hendiera su cráneo hasta el puente de la nariz.

Una hoja de acero se habría atascado, pero la cuchilla de fuego salió fácilmente mientras el monstruo caía. Rand contempló a la criatura tendida a sus pies desde el corazón del vacío. Aquella canción. De no haber estado aislado de emociones, manteniéndose distante y desapasionado, esa canción lo habría engatusado, apoderándose de su mente. Indudablemente, el Draghkar creía que lo había hecho cuando él se aproximó tan de buena gana.

Aviendha pasó a su lado corriendo y puso una rodilla en el suelo junto a Chion; buscó el pulso de la gai’shain en el cuello.

—Está muerta —dijo mientras acababa de cerrar los párpados entreabiertos de la mujer—. Tal vez sea lo mejor. Los Draghkar absorben el espíritu antes de consumir la vida. ¡Un Draghkar! ¡Aquí! —Todavía agachada, le asestó una mirada feroz—. Trollocs en Estancia Imre y ahora un Draghkar aquí. Has traído malos tiempos a la Tierra de los Tres… —Soltó un grito y se arrojó de bruces sobre Chion al verlo enarbolar la espada.

Una barra de fuego sólido que salió de la cuchilla pasó silbando por encima de la Aiel y ensartó el pecho del Draghkar que acababa de aparecer en el umbral de la puerta principal. Estallando en llamas, el Engendro de la Sombra reculó trastabillando y lanzando aullidos; llegó hasta el camino dando traspiés a la par que batía las alas prendidas.

—Despierta a todo el mundo —ordenó sosegadamente Rand. ¿Habría presentado resistencia Chion? ¿Cuánto tiempo la habría sostenido su honor? Daba igual. Los Draghkar morían con más facilidad que los Myrddraal, pero, a su modo, eran más peligrosos—. Si sabes cómo hacerlo, da la alarma.

—El gong que hay junto a la puerta…

—Yo me encargaré. Despiértalos. Puede que haya más que esos dos.

Aviendha asintió y regresó corriendo hacia el interior de la casa al tiempo que gritaba:

—¡A las lanzas! ¡Despertad y a las lanzas!

Rand salió al exterior cautelosamente, presta la espada, el Poder hinchiéndolo, enardeciéndolo. Asqueándolo. Quería reír, vomitar. La noche era gélida, pero apenas era consciente del frío.

El Draghkar prendido fuego yacía despatarrado en el huerto de la terraza, apestando a carne quemada, sumando la luz de las bajas llamas al resplandor de la luna. En el camino, un poco más abajo, estaba tirada Seana, con el largo cabello gris extendido como un abanico, mirando sin ver el cielo con los ojos fijos, muy abiertos. El cuchillo del cinturón yacía a su lado, pero no había tenido ninguna posibilidad de defensa contra un Draghkar.

En el momento en que Rand cogía el mazo forrado de cuero que estaba colgado junto al gong, estalló un pandemónium en la boca del cañón de gritos humanos y aullidos trollocs, del estruendo metálico de armas chocando entre sí, de chillidos. Golpeó con fuerza el gong y el profundo toque levantó ecos en las paredes de la garganta; casi de inmediato sonó otro gong, y a continuación se sumaron más y el clamor de docenas de gargantas gritando:

—¡A las lanzas!

En el fondo del cañón resonaron gritos confusos en torno a la caravana de los buhoneros. Aparecieron rectángulos de luz al abrirse puertas en los carromatos cuadrados que destacaban blancos a la luz de la luna. Alguien, una mujer, chillaba enfurecida allá abajo, pero Rand no distinguió quién era.

Sobre su cabeza sonó el batir de alas y Rand, gruñendo ferozmente, levantó la incandescente espada; el Poder Único ardía dentro de él y en la hoja del arma crepitó el fuego. El Draghkar cernido explotó en pedazos candentes que se precipitaron al oscuro fondo del cañón.

—Toma —dijo Rhuarc. Los ojos del jefe de clan brillaban duramente por encima del negro velo; estaba completamente vestido y empuñaba lanzas y adarga. Detrás de él venía Mat, sin chaqueta y con la cabeza descubierta, la camisa metida a medias en los calzones, parpadeando por el desconcierto y sosteniendo el negro astil de la pica con las dos manos.

Rand cogió el shoufa que le tendía Rhuarc, pero lo dejó caer. Una figura con alas de murciélago cruzó volando bajo la luna y a continuación se zambulló en picado en el extremo opuesto del cañón, para desaparecer en las sombras.

—Vienen a por mí, así que dejemos que me vean la cara —dijo. El Poder lo hinchió; la espada que sostenía en las manos irradió con tal intensidad que semejó un sol en miniatura, iluminándolo—. No darán conmigo si no saben dónde estoy. —Riendo porque no podían entender la chanza, echó a correr hacia el estruendo de la batalla.

Mat sacó de un tirón la lanza hincada en el hocico jetudo de un trolloc y se agazapó al tiempo que escudriñaba la oscuridad de la boca del cañón apenas iluminada por la luna, buscando otro. «¡Así te consuma la Luz, Rand! —Ninguna de las figuras que se movían era lo bastante grande para ser un trolloc—. ¡Siempre me estás metiendo en estos jodidos líos!» Los heridos exhalaban quedos gemidos. Una figura oscura que le pareció Moraine se arrodilló junto a un Aiel caído. Las bolas ígneas que arrojaba la Aes Sedai eran impresionantes, casi tanto como esa espada de Rand que escupía barras de fuego. El arma seguía brillando, de modo que su amigo estaba rodeado por un círculo de luz. «Lo que tendría que haber hecho era quedarme entre las mantas. Hace un frío de mil demonios y nada de esto me incumbe». Se acercaron más mujeres Aiel, vestidas con faldas, para prestar ayuda a los heridos. Algunas de ellas llevaban lanzas; seguramente no combatían de manera habitual, pero puesto que la batalla había estallado en el dominio no estaban dispuestas a quedarse cruzadas de brazos.