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Aun así, Elayne habría querido que sus visitas no fueran tan frecuentes. O, más bien, que Nynaeve y ella no estuvieran tanto tiempo en El Patio de los Tres Ciruelos para que Egeanin las encontrara allí. Los disturbios casi continuos habidos desde la investidura de Amathera hacían de todo punto imposible andar por la ciudad a pesar de la escolta de aguerridos marineros que Domon les había proporcionado. Hasta Nynaeve había admitido que no era seguro salir a la calle después de huir de una lluvia de piedras grandes como puños. Thom mantenía su promesa de buscarles un carruaje y un tiro, pero Elayne ignoraba hasta qué punto se estaba esforzando el juglar para conseguirlos. Juilin y él mostraban una satisfacción irritante porque Nynaeve y ella se vieran recluidas en la posada. «Ellos regresan con contusiones y sangrando y sin embargo no quieren que nosotras nos hagamos daño en un dedo del pie si tropezamos», pensó, molesta. ¿Por qué los hombres tenían que velar por la seguridad de las mujeres más que por la suya propia? ¿Por qué pensaban que las heridas que sufrían ellos importaban menos que las de una mujer?

Por el sabor de la carne, Elayne sospechó que Thom debería buscar en las cocinas si quería encontrar caballos. La noción de estar comiendo carne de caballo le revolvió el estómago, y eligió el contenido de un cuenco en el que sólo había verdura: trocitos de unas setas oscuras, pimientos rojos y una especie de brotes plumosos aderezados con una salsa picante.

—¿De qué hablaremos hoy? —preguntó Nynaeve a Egeanin—. Nos habéis hecho casi todas las preguntas que se me ocurren. —Al menos, casi todas las que sabía cómo responder—. Si queréis saber más sobre las Aes Sedai, tendréis que ir a la Torre como novicia.

Egeanin dio un respingo involuntariamente, como hacía con cada palabra que relacionaba el Poder con ella. Removió el contenido de uno de los cuencos, mirándolo absorta.

—No habéis puesto un especial empeño en ocultarme que estáis buscando a alguien —dijo lentamente—. Unas mujeres. Si ello no implica inmiscuirme en vuestros secretos, me ofrecería…

Se interrumpió al sonar una llamada en la puerta y, sin aguardar respuesta, Bayle Domon entró en la habitación; en su rostro redondo pugnaban la satisfacción y la inquietud.

—Las he encontrado —empezó, y entonces sufrió un sobresalto al ver a Egeanin—. ¡Vos!

Inopinadamente, Egeanin derribó la silla al incorporarse con brusquedad y lanzó un puñetazo al estómago de Domon con tal rapidez que apenas se vio el movimiento. De algún modo, el capitán consiguió agarrarle la muñeca con su manaza, giró —hubo un momento relampagueante en el que ambos parecieron querer zancadillear al otro, además del intento de Egeanin de golpear al hombre en la garganta— y, de repente, la tuvo tendida en el suelo boca abajo, con el pie plantado en su hombro y sujetando el brazo de la mujer hacia atrás, contra su rodilla. A pesar de ello, Egeanin se las había compuesto para desenvainar su cuchillo.

Elayne tejió flujos de Aire alrededor de la pareja antes de que fuera consciente de haber abrazado el saidar, y los dejó inmovilizados.

—¿Qué significa esto? —demandó con un timbre gélido.

—¿Cómo osáis, maese Domon? —La voz de Nynaeve sonaba igualmente fría—. ¡Soltadla! —Con un timbre más afectuoso y preocupado añadió—: Egeanin, ¿por qué intentasteis golpearlo? ¡Os he dicho que la soltéis, Domon!

—No puede, Nynaeve. —Elayne habría deseado que su compañera fuera capaz al menos de ver los flujos sin tener que estar furiosa. Además, Egeanin era quien había actuado con violencia en primer lugar—. ¿Por qué, Egeanin?

La mujer de cabello oscuro seguía tendida, con los ojos cerrados y la boca apretada; aferraba con tanta fuerza la empuñadura del cuchillo que sus nudillos estaban blancos. La mirada de Domon fue de Elayne a Nynaeve; la extraña barba del illiano estaba erizada. La única parte de su cuerpo que Elayne había dejado con movimiento era la cabeza.

—¡Esta mujer es seanchan! —gruñó.

La heredera del trono intercambió una mirada sobresaltada con Nynaeve. ¿Egeanin una seanchan? Imposible. No podía ser.

—¿Estáis seguro? —preguntó la antigua Zahorí lenta, quedamente. Parecía tan estupefacta como se sentía Elayne.

—Jamás olvidaría su cara —repuso con firmeza Domon—. Es capitán de barco. Fue ella la que nos llevó a Falme a mi barco y a mí, como cautivos de los seanchan.

Egeanin no hizo intención de negarlo y se limitó a seguir aferrando el cuchillo con todas sus fuerzas. Una seanchan.

«¡Pero me cae bien!» Con cuidado, Elayne retiró los flujos hasta que la mano con la que Egeanin sujetaba el cuchillo quedó libre hasta la muñeca.

—Soltadlo, Egeanin —dijo mientras se arrodillaba a su lado—. Por favor. —Al cabo de un momento, los dedos de la mujer se abrieron y Elayne cogió el cuchillo. A continuación se apartó y soltó la totalidad de los flujos—. Dejad que se levante, maese Domon.

—Es una seanchan, señora —protestó el capitán—, y tan dura como una estaca de hierro.

—Dejad que se levante.

Rezongando entre dientes, el illiano soltó la muñeca de Egeanin y se retiró rápidamente de la mujer, como si esperara que volviera a atacarlo. Empero, Egeanin —la seanchan— se limitó a ponerse de pie. Hizo movimientos giratorios con el hombro magullado por la bota de Domon al tiempo que su mirada pensativa fue del capitán a la puerta; luego, alzó la cabeza y esperó con un aire de absoluta calma. Resultaba difícil no admirarla.

Seanchan —gruñó Nynaeve. Agarró un puñado de las finas trenzas, miró de un modo raro su mano y luego las soltó; pero su entrecejo continuaba fruncido y la expresión de sus ojos seguía siendo dura—. ¡Seanchan! Ganándoos insidiosamente nuestra amistad. Creía que todos habíais regresado a vuestro lugar de origen. ¿Por qué estáis aquí, Egeanin? ¿Nuestro encuentro fue realmente una casualidad? ¿Por qué nos buscabais? ¿Os proponíais llevarnos con engaños a algún sitio donde vuestras repugnantes sul’dam pudieran ponernos sus correas al cuello? —Los ojos de Egeanin se abrieron con sorpresa—. Oh, sí —le dijo Nynaeve con tono cortante—. Sabemos lo de los seanchan y vuestras sul’dam y damane. Sabemos más incluso que vos. Encadenáis a mujeres que encauzan como haríais con animales, pero las otras que utilizáis para controlarlas también pueden encauzar, Egeanin. Por cada mujer que encauza que habéis encadenado como a un animal, pasáis junto a otras diez o veinte cada día sin daros cuenta.

—Lo sé —respondió lacónicamente Egeanin, y Nynaeve se quedó boquiabierta.

Elayne creyó que sus propios ojos se le iban a salir de las órbitas.

—¿Lo sabéis? —Aspiró hondo y continuó con un timbre chillón, incrédulo—: Egeanin, creo que mentís. No me he encontrado con muchos seanchan y nunca los he visto más de unos pocos minutos, pero conozco a quien sí ha tenido trato con vosotros. Los seanchan ni siquiera odiáis a las mujeres que encauzan. Las consideráis animales, así que no os lo tomaríais con tanta tranquilidad si realmente lo supieseis. Seguramente ni siquiera lo creeríais.