Hileras de finas columnas blancas se extendían a lo largo y ancho de una inmensa sala de planta casi cuadrada, con baldosas blancas suavemente pulidas y relieves dorados en el alto techo. Un grueso cordón de seda blanca se extendía alrededor de toda la sala sujeto a unos postes de oscura madera pulida, de aproximadamente un metro de alto, excepto en aquellos puntos donde había puertas en arcos de doble punto. Pedestales y mostradores abiertos se alineaban en las paredes, y esqueletos de unas bestias peculiares así como más mesas de exhibición ocupaban el hueco central, rodeados también por el cordón. Por la descripción de Egwene, era la sala principal de exposición del palacio. Lo que buscaba debía de estar en esta estancia. El siguiente paso no sería tan a ciegas como el primero; aquí, desde luego, no habría víboras ni Temaile.
Una atractiva mujer apareció de repente junto a una caja de cristal con cuatro patas talladas que había en el centro de la sala. No era tarabonesa; el oscuro cabello le caía suelto sobre los hombros, pero no era eso lo que había dejado boquiabierta a Nynaeve. El vestido de la mujer parecía de niebla, a veces plateada y opaca, y a veces gris y tan tenue que se le transparentaba claramente el cuerpo. Desde dondequiera que se hubiera soñado aquí, sin duda poseía una gran imaginación para concebir algo así. Ni siquiera las escandalosas vestimentas de la domani, de las que tanto había oído hablar, debían de ser tan descocadas.
La mujer miró sonriente la caja de cristal y continuó caminando por la sala; se detuvo en el lado opuesto para examinar algo que Nynaeve no alcanzaba a ver, algo oscuro que había sobre un pedestal de piedra blanca.
Nynaeve frunció el entrecejo y soltó el puñado de trenzas rubias que tenía aferrado. La mujer desaparecería en cualquier momento; pocas personas dormidas permanecían en el Tel’aran’rhiod mucho tiempo. Además, no importaba que esa mujer la viera; estaba segura de que no era ninguna de las hermanas Negras de la lista. Y, sin embargo, le resultaba… Nynaeve reparó en que de nuevo se había agarrado las trenzas. Esa mujer… Por propia voluntad, su mano dio un fuerte tirón de las coletas, y Nynaeve se la miró con desconcierto; tenía los nudillos blancos y la mano le temblaba. Era casi como, si al pensar que esa mujer… El brazo le temblaba descontrolado, como si tratara de arrancarle el pelo de cuajo. «¿Por qué, en nombre de la Luz?»
La mujer vestida de niebla seguía plantada frente al lejano pedestal blanco. Los temblores se propagaron por el brazo de Nynaeve hacia el hombro. Nunca había visto a esa mujer, estaba segura, y, no obstante… Trató de abrir los dedos; el único resultado fue que se crisparon y tiraron con más fuerza. Por supuesto que jamás la había visto. Temblando de pies a cabeza, se estrechó con el otro brazo. Por supuesto que… Los dientes le empezaron a castañetear. La mujer parecía… Oh, cómo quería llorar. La mujer…
Un aluvión de imágenes estalló en su mente; salió lanzada violentamente hacia atrás y fue a chocar con la columna que había a su espalda, como si aquellas imágenes tuvieran fuerza física; los ojos parecían a punto de salirse de sus órbitas. Entonces volvió a verlo todo: la sala de La Caída de las Flores y aquella atractiva y fuerte mujer envuelta por el halo del saidar. A Elayne y a ella parloteando como niñas, peleando por ser la primera en responder, soltando todo lo que sabían. ¿Cuánto le habían contado? Resultaba difícil recordar los detalles, pero sí que se había callado algunas cosas. No porque quisiera, ya que le habría contado todo a la mujer, habría hecho lo que le hubiera pedido. Sus mejillas ardieron por la vergüenza y la ira. Si le había ocultado algunas cosillas fue sólo porque estaba tan… ¡ansiosa! por responder a la última pregunta que le había hecho que se saltaba ciertos detalles.
«No tiene sentido —le dijo una vocecita en lo más recóndito de su mente—. Si es una hermana Negra a la que no conozco, ¿por qué no nos entregó a Liandrin? Podría haberlo hecho. Habríamos ido tras ella como corderillos».
La fría cólera no la dejaba escuchar. Una hermana Negra la había hecho bailar como una marioneta y después le dijo que lo olvidara. Le ordenó que olvidara. ¡Y ella había obedecido! Bien, pues ahora se iba a enterar esa mujer lo que era hacerle frente estando presta y advertida.
Antes de que tuviera tiempo de alcanzar la Fuente Verdadera, Birgitte apareció repentinamente junto a la siguiente columna, vestida con la corta chaqueta blanca y amplios pantalones amarillos, recogidos en los tobillos. Birgitte o alguna mujer soñando que era esa heroína, con el dorado cabello peinado en una compleja trenza. Se llevó un dedo a los labios y señaló a Nynaeve; después apuntó hacia la puerta de doble arco que había tras ellas. En los azules ojos había una expresión apremiante. Y desapareció.
Nynaeve sacudió la cabeza. Fuera quien fuera esa mujer, no tenía tiempo que perder. Se abrió al saidar y se volvió, henchida al máximo de Poder Único y de justa cólera. La mujer vestida de niebla ya no estaba allí. ¡No estaba! ¡Y todo por culpa de esa necia de cabello dorado que la había distraído! A lo mejor ella sí seguía por aquí, esperándola. Envuelta en el Poder, cruzó el umbral de doble arco que la mujer le había señalado.
En efecto, la encontró allí, esperando en un pasillo cubierto por una rica alfombra, donde las lámparas apagadas emitían un aroma a aceite perfumado. Ahora sostenía un arco de plata y una aljaba con flechas plateadas colgada a la cintura.
—¿Quién eres? —demandó, furiosa, Nynaeve. Le daría la oportunidad de explicarse y después le enseñaría una lección que no olvidaría fácilmente—. ¿La misma necia que me disparó en el Yermo, afirmando que era Birgitte? ¡Estaba a punto de dar una lección de buenos modales a una hermana del Ajah Negro cuando por tu culpa se escabulló!
—Soy Birgitte —contestó la mujer, apoyándose en el arco—. Al menos, ése es el nombre por el que me reconocerías. Y la lección podrías haberla recibido tú, tanto aquí como en la Tierra de los Tres Pliegues. Recuerdo las vidas que he vivido como si fueran libros releídos hasta la saciedad, las más antiguas con menos precisión que las más próximas, pero recuerdo bien cuando luché al lado de Lews Therin y jamás olvidaré el rostro de Moghedien, como tampoco el de Asmodean, el hombre al que estabas vigilando en Rhuidean.
¿Asmodean? ¿Moghedien? ¿Esa mujer era uno de los Renegados? Una aquí, en Tanchico. ¡Y otro en Rhuidean, en el Yermo! Egwene podría habérselo advertido si sabía algo. Y ahora no había modo de avisarle hasta dentro de siete días. La rabia —y el saidar— la inundaron.
—¿Qué haces aquí? Sé que todos aparecéis cuando el Cuerno de Valere os llama, pero estás…
Dejó la frase en el aire, un tanto azorada por lo que había estado a punto de decir, pero la otra mujer la finalizó por ella:
—¿Muerta? Aquellos de nosotros vinculados con la Rueda no estamos muertos del mismo modo que los demás. ¿Dónde mejor podemos esperar hasta que la Rueda nos teja en otras vidas nuevas que en el Mundo de los Sueños? —Birgitte se echó a reír de repente—. Empiezo a hablar como si fuera una filósofa. En casi todas las vidas que alcanzo a recordar nací como una sencilla muchacha que toma el arco. Soy arquera, nada más.
—Eres la heroína de mil relatos de leyenda —dijo Nynaeve—. Y vi lo que tus flechas hicieron en Falme. El encauzamiento de las seanchan no te afectaba. Birgitte, nos enfrentamos a casi una docena de hermanas del Ajah Negro y, por lo visto, también con una Renegada. Nos vendría bien tu ayuda.
La otra mujer hizo una mueca, entre avergonzada y triste.
—No puedo, Nynaeve. Me es imposible tocar el mundo físico a no ser que el Cuerno me llame de nuevo. O que la Rueda vuelva a tejerme en su entramado. Si lo hiciera en este momento, te encontrarías con una criatura prendida al pecho de su madre. En cuanto a Falme, el Cuerno nos había emplazado; no estábamos allí como vosotros, físicamente. Ésa es la razón de que el Poder no nos afectara. Aquí, todo es parte del sueño, y el Poder Único podría destruirme igual que a ti. Con más facilidad aun. Ya te lo he dicho: soy una arquera, una antigua guerrera, nada más. —La complicada trenza dorada se meció al sacudir la cabeza—. No sé por qué te estoy explicando esto. Ni siquiera debería hablar contigo.