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Thom empezaba a incorporarse del suelo, con una mano en la cabeza. Juilin con su vara y Bayle Domon con el garrote estaban plantados junto a un hombre de cabello claro que yacía boca abajo a sus pies, inconsciente.

Elayne se acercó presurosa a Thom e intentó ayudarlo a levantarse. El juglar le dedicó una sonrisa agradecida, pero le apartó las manos obstinadamente.

—Me encuentro bien, pequeña. —¿Que se encontraba bien? ¿Con ese chichón en la frente?—. El tipo venía andando por el pasillo y, de repente, me soltó una patada en la cabeza. Supongo que iba tras mi bolsa de dinero. —Así, como si nada. Habiendo recibido una patada en la cabeza y aún así decía que estaba bien.

—Habría logrado su propósito si no me hubiera acercado para ver si Thom quería que lo relevara —comentó Juilin.

—Si no lo hubiera decidido yo —rezongó Domon.

Para variar, la hostilidad entre ambos parecía menos enquistada de lo habitual. Elayne tardó sólo un instante en comprender la razón. Nynaeve y Egeanin habían salido al pasillo en camisón. Juilin las contemplaba de un modo aprobador que le habría ocasionado problemas si Rendra hubiera estado allí, aunque al menos procuraba disimularlo. Por el contrario, Domon no hacía ningún esfuerzo por enmascarar su franca apreciación de la seanchan, cruzándose de brazos y frunciendo los labios de un modo insultante mientras la miraba de arriba abajo.

La situación se hizo evidente enseguida para las otras dos mujeres, pero sus reacciones no pudieron ser más dispares. Nynaeve, con el fino camisón de seda, asestó al rastreador una mirada gélida y regresó, muy tiesa, al dormitorio, desde donde asomó la cabeza por el marco de la puerta, con un leve rubor en las mejillas. Egeanin, cuyo camisón de lino era más largo y menos revelador que el de Nynaeve —Egeanin, que había mostrado una fría serenidad mientras la hacían prisionera, que luchaba como un Guardián— abrió desmesuradamente los ojos y, roja como la grana, dio un respingo de espanto. Elayne la miró sorprendida cuando la seanchan soltó un chillido avergonzado y regresó de un salto a la habitación.

Las puertas se empezaron a abrir en el pasillo y se asomaron cabezas que desaparecieron al instante acompañadas por portazos al ver a un hombre despatarrado en el suelo y a otros plantados de pie junto a él. Los ruidos de muebles arrastrándose revelaron que la gente se atrincheraba en sus cuartos poniendo camas o armarios contra las puertas.

Al cabo de unos instantes, Egeanin se asomó por el cerco de la puerta, en el lado opuesto a Nynaeve, todavía ruborizada hasta la raíz del cabello. Realmente Elayne no lo entendía. La seanchan estaba en camisón, cierto, pero éste la tapaba casi tanto como lo hacía el vestido tarabonés que llevaba ella. Empero, Juilin y Domon no tenían ningún derecho a comérsela con los ojos. Asestó a los dos hombres una mirada tan cortante que los habría puesto en su sitio de inmediato.

Por desgracia, Domon estaba demasiado ocupando riendo y frotándose el labio superior para darse cuenta. Por lo menos Juilin sí lo advirtió, aunque soltó un hondo suspiro, como hacían los hombres cuando consideraban que se los trataba de un modo injusto. Evitando los ojos de Elayne, se inclinó para dar la vuelta al tipo de pelo claro. Era un hombre apuesto, esbelto.

—Conozco a este individuo —exclamó Juilin—. Es el que intentó robarme. O eso pensé —añadió lentamente—. No creo en las casualidades. Salvo que el Dragón Renacido esté en la ciudad.

Elayne intercambió una mirada desconcertada con Nynaeve. El extraño no debía de estar al servicio de Liandrin; el Ajah Negro jamás contrataría rufianes callejeros. La heredera del trono volvió los ojos hacia Egeanin en una mirada interrogante. La de Nynaeve era más imperiosa.

—Es un seanchan —dijo Egeanin al cabo de un momento.

—¿Un intento de rescate? —murmuró secamente la antigua Zahorí, pero la otra mujer sacudió la cabeza.

—No pongo en duda que me buscara a mí, pero no para rescatarme, creo. Si sabe, o simplemente sospecha, que he dejado libre a Bethamin, querría… hablar conmigo. —Elayne sospechó que era algo más que hablar, cosa que confirmó Egeanin al añadir—: Lo mejor sería cortarle el cuello. Podría intentar crearos problemas a vos también si piensa que sois amigas mías o si descubre que sois Aes Sedai.

El corpulento illiano la miró conmocionado, y Juilin se quedó boquiabierto. Por su parte, Thom asintió con la cabeza con una inquietante expresión pensativa.

—No estamos aquí para degollar seanchan —dijo Nynaeve como si tal cosa pudiera cambiar más adelante—. Bayle, Juilin, llevadlo al callejón que hay en la parte posterior de la posada. Para cuando vuelva en sí, será afortunado si conserva encima la ropa interior. Thom, buscad a Rendra y decidle que nos lleve té bien cargado a la sala La Caída de las Flores. Y preguntadle si tiene algo de corteza de sauce; os prepararé algo para la cabeza. —Los tres hombres se quedaron mirándola de hito en hito—. ¡Vamos, moveos! —espetó—. ¡Tenemos que hacer planes!

Casi no le dio tiempo a Elayne a entrar antes de cerrar con un tremendo portazo. Luego empezó a meterse el vestido por la cabeza; Egeanin manoseó torpemente el suyo, con premura, como si los hombres todavía estuvieran mirándola.

—Lo mejor es no hacerles caso, Egeanin —dijo Elayne. Resultaba raro estar aconsejando a una mujer mayor que Nynaeve; pero, por muy competente que la seanchan fuera en otros menesteres, saltaba a la vista que sabía poco sobre los hombres—. Si no, se crecen. Ignoro el porqué —admitió—, pero así es. Ibais cubierta decorosamente, de veras.

Egeanin sacó la cabeza por el cuello del vestido.

—¿Decorosamente? No soy ninguna muchacha de la servidumbre. ¡Ni una danzarina shea! —Su gesto ceñudo dio paso a una expresión perpleja—. Sin embargo, es bastante bien parecido. Nunca había pensado en él bajo ese aspecto.

Preguntándose qué sería una danzarina shea, Elayne se acercó a ella para ayudarla a abrochar los botones.

—Rendra no se quedará al margen si permitís a Juilin que coquetee con vos —comentó.

La mujer de cabello oscuro le lanzó una mirada sobresaltada por encima del hombro.

—¿El rastreador? Yo me refería a Bayle Domon. Un hombre bien plantado, pero contrabandista —suspiró con pesar—. Un transgresor de la ley.

Elayne llegó a la conclusión de que había gustos para todo; por ejemplo, Nynaeve amaba a Lan, y el Guardián tenía unos rasgos pétreos y era demasiado intimidante, pero ¿Bayle Domon? ¡Pero si era casi tan ancho como alto, corpulento como un Ogier!

—Con ese tipo de cháchara me recuerdas a Rendra, Elayne —espetó Nynaeve, que se esforzaba denodadamente en abrocharse el vestido, con las dos manos a la espalda—. Si has terminado de charlotear acerca de los hombres, ¿te importaría pasar por alto los comentarios acerca de la nueva costurera que sin duda has encontrado? Tenemos que hacer planes. Si esperamos hasta que nos hayamos reunido con ellos, intentarán encargarse del asunto, dejándonos a un lado, y no estoy de humor para andar perdiendo tiempo en ponerlos en su sitio. ¿Aún no has terminado con ella? No me vendría mal un poco de ayuda.

Tras acabar de abrochar el último botón de Egeanin, la heredera del trono se dirigió hacia Nynaeve con aire frío. Ella no charloteaba de hombres y de ropa. No era, ni de lejos, como Rendra. Nynaeve apartó las trenzas a un lado y miró con el entrecejo fruncido a la joven cuando ésta tiró bruscamente del vestido para abrocharlo. La triple hilera de botones en la espalda era necesaria, no un adorno. Para sus adentros, Elayne pensaba que Nynaeve era la que seguía los consejos de Rendra respecto a la última moda de los corpiños prietos, pero luego decía que eran otras las que perdían el tiempo pensando en ropa. Desde luego, ella tenía muchas otras cosas en las que pensar.

—He estado dándole vueltas al modo de entrar en el palacio sin que adviertan nuestra presencia, Nynaeve. Podemos ser invisibles.