Perrin se obligó a levantarse.
—Ya voy. —Por lo menos, no se trataba de otro ataque. Por la noche eran peores.
Faile cogió su arco y se reunió con él antes de que llegara a la puerta. Y Aram se puso de pie, vacilante, de un rincón en sombras al pie de la escalera. Estaba siempre tan callado que a veces Perrin olvidaba que el joven estaba allí. Tenía una pinta rara con esa espada colgada a la espalda sobre la sucia chaqueta de rayas amarillas, tan propia de un gitano, con los ojos brillantes, sin parpadear, y el semblante carente de expresión. Ni Raen ni Ila habían dirigido la palabra a su nieto desde el día en que cogió aquella espada. Y tampoco a Perrin.
—Si vas a venir, adelante —instó, y Aram se plantó detrás de él. Lo seguía como un sabueso siempre que no estuviera incordiando a Tam, Ihvon o Tomás para que le enseñaran a manejar la espada. Era como si hubiera reemplazado a su familia y a su pueblo con Perrin. Éste habría preferido no cargar con esa responsabilidad, pero las cosas eran como eran.
La luna derramaba su luz sobre los tejados de bálago. En pocas casas se veía más de una luz encendida. El silencio reinaba en el pueblo. Alrededor de unos treinta Compañeros montaban guardia fuera de la posada con sus arcos, y todos los que habían podido encontrar una, también llevaban espada; todo el mundo había adoptado ese nombre, y Perrin se encontró utilizándolo también con gran disgusto por su parte. La razón de los guardias apostados en la posada o allí donde estuviera Perrin se encontraba en el Prado, que ya no estaba lleno de ovejas y vacas. Las fogatas brillaban por encima del manantial, más allá de donde se alzaba ese estúpido estandarte con la cabeza de lobo que ahora coleaba fláccido; las lumbres, con su resplandor, parecían charcos de luz en medio de la oscuridad, rodeados de pálidas capas en las que se reflejaba la luz de la luna.
Nadie había querido acoger en casa a los Capas Blancas; todas las viviendas estaban ya bastante abarrotadas, y, de todos modos, Bornhald no deseaba separar a sus hombres. El oficial parecía pensar que el pueblo se volvería contra él y sus soldados en cualquier momento; si seguían a Perrin, entonces tenían que ser Amigos Siniestros. Ni siquiera los ojos del joven alcanzaban a distinguir los rostros alrededor de las fogatas, pero le pareció sentir la mirada fija de Bornhald, resentida, al acecho.
Dannil ordenó a diez Compañeros que escoltaran a Perrin, todos ellos hombres jóvenes que tendrían que haber estado divirtiéndose y pasándolo bien, pero que ahora estaban listos para velar por su seguridad, con los arcos prestos. Aram no se unió a los jóvenes a los que Dannil dirigía por la oscura calle de tierra; él estaba con Perrin y con nadie más. Faile caminaba al lado del joven, los oscuros ojos relucientes a la luz de la luna, escudriñando los alrededores como si ella fuera su única protección.
Allí donde el Antiguo Camino entraba en Campo de Emond, las carretas que cerraban el acceso habían sido retiradas para dejar pasar a la patrulla de Capas Blancas, veinte hombres equipados con lanzas y armaduras, montados en corceles tan inquietos como sus jinetes. En la noche destacaban claramente a los ojos de cualquiera, y la mayoría de los trollocs veía en la oscuridad tan bien como el propio Perrin, pero los Capas Blancas insistían en sus patrullas. A veces sus reconocimientos por los alrededores habían servido para advertir a tiempo de los ataques y quizá su hostigamiento tenía a los trollocs algo desconcertados. Empero, no habría estado mal que él supiera qué se traían entre manos antes de que estuviera hecho.
Un puñado de aldeanos y granjeros, equipados con piezas de armaduras y unos cuantos yelmos herrumbrosos, se apiñaba alrededor de un hombre vestido como un campesino que yacía en el camino. Se apartaron para dejarles paso a Faile y a él, y Perrin se agachó sobre una rodilla junto al hombre.
El olor a sangre era muy fuerte y el sudor brillaba en el rostro del herido, iluminado por la luna. Una flecha trolloc, con el astil tan grueso como un pulgar y apariencia de una pequeña lanza, estaba alojada en el pecho del hombre.
—Perrin… Ojos Dorados —balbució con voz ronca y respirando trabajosamente—. He… de… llegar… hasta… Perrin… Ojos Dorados.
—¿Alguien ha ido a llamar a una de las Aes Sedai? —demandó el joven mientras incorporaba al herido con el mayor de los cuidados, sosteniéndole la cabeza sobre su brazo. No prestó atención a la respuesta; dudaba que el herido aguantara hasta que llegara una Aes Sedai—. Soy Perrin.
—¿Ojos Dorados? No… te veo… bien. —Sus ojos desorbitados miraban con expresión extraviada el rostro del joven; si hubiera visto algo, por poco que fuera, el hombre tendría que haber advertido sus ojos, que brillaban amarillos en la oscuridad.
—Soy Perrin Ojos Dorados —respondió de mala gana.
El hombre lo agarró por el cuello de la camisa y tiró hacía sí con sorprendente fuerza.
—Ya… venimos. Me enviaron… para decírtelo. Estamos… en cami… —Su cabeza cayó hacia atrás, ahora con la mirada fija en la nada.
—Que la Luz acoja su alma —musitó Faile mientras se colgaba el arco al hombro.
Al cabo de un momento Perrin soltó los dedos crispados del hombre que permanecían aferrados a su camisa.
—¿Alguien lo conoce? —Los vecinos de Dos Ríos se miraron entre sí y sacudieron la cabeza. Perrin alzó la vista hacia los Capas Blancas montados—. ¿Dijo algo más mientras lo traíais hacia aquí? ¿Dónde lo encontrasteis?
Jaret Byar lo contempló fijamente desde lo alto del caballo; con su rostro descarnado y los ojos hundidos era la viva imagen de la muerte. Los otros Capas Blancas miraron hacia otra parte, pero Byar se empeñaba en buscar los ojos amarillos de Perrin en todo momento, especialmente de noche, cuando brillaban. El oficial masculló algo entre dientes —Perrin oyó «Engendro de la Sombra»— y taconeó los costillares de su montura. La patrulla entró en el pueblo a medio galope, tan ansiosa de alejarse de Perrin como de los trollocs. Aram los siguió con la mirada, los ojos inexpresivos, con una mano sobre el hombro para rozar con las puntas de los dedos la empuñadura de la espada.
—Dijeron que lo encontraron a cinco o seis kilómetros al sur. —Dannil vaciló antes de añadir—: También dijeron que los trollocs están desperdigados en pequeños grupos, Perrin. Quizá se han dado por vencidos finalmente.
Perrin soltó al forastero en el suelo. «Ya venimos».
—Mantened la vigilancia. Tal vez alguna familia que todavía siguiera en su granja por fin haya decidido venir al pueblo. —Dudaba mucho que nadie hubiera podido sobrevivir en el campo durante tanto tiempo, pero cabía la posibilidad—. Tened cuidado no vayáis a disparar contra nadie por error. —Se tambaleó ligeramente al incorporarse y Faile le puso una mano en el brazo.
—Deberías estar en la cama, Perrin. Tienes que dormir algo.
El joven sólo la miró. Tendría que haberla hecho quedarse en Tear. De un modo u otro. Si lo hubiera pensado bien, habría encontrado la manera.
Uno de los corredores, un chiquillo de pelo rizoso que apenas le llegaba al pecho, se abrió paso entre los hombres de Dos Ríos y tiró a Perrin de la manga. El joven no lo conocía; había muchas familias granjeras.
—Algo se mueve en el Bosque del Oeste, lord Perrin. Me enviaron para advertiros.
—No me llames así —dijo Perrin secamente. Si no paraba a los chicos, los Compañeros empezarían a usarlo también—. Ve y diles que voy hacia allí.
El chico se alejó corriendo.
—A donde tienes que ir es a la cama —insistió firmemente Faile—. Tomás está capacitado para ocuparse de cualquier ataque.
—No es ningún ataque o en caso contrario el muchacho lo habría dicho y alguien estaría soplando la corneta de Cenn.
La joven se colgó de su brazo y trató de conducirlo hacia la posada, de modo que Perrin la llevó a rastras cuando echó a andar en dirección contraria. Tras unos minutos de fútiles intentos, Faile se dio por vencida y simuló que únicamente iba agarrada de su brazo. Sin embargo, rezongó entre dientes. Todavía pensaba que hablaba en voz tan baja que él no podía escucharla. Empezó con «majadero», «cabezota» y «músculos sin cerebro», pero los improperios fueron subiendo de tono. Formaban una curiosa procesión: Faile dirigiéndole invectivas, Aram pegado a sus talones y los diez Compañeros rodeándolo como una guardia de honor. Si no hubiera estado tan cansado, se habría sentido como un completo idiota.