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Gaul estaba teniendo problemas para caminar con su pierna herida, y Bain lo sujetaba por un lado; el Aiel intentó impedir que Chiad lo agarrara por el otro, pero la Doncella masculló algo como «gai’shain» en tono amenazador que provocó la risa de Bain, y el Aiel dejó que las dos lo ayudaran aunque empezó a farfullar furiosamente para sí. Fuera cual fuera la baza que jugaba a favor de las Doncellas, lo cierto es que tenía a Gaul en un brete. Tomás palmeó a Perrin en el hombro.

—Vete, hombre —dijo—. Todo el mundo necesita dormir. —Él parecía estar en bastante buena forma como para aguantar otros tres días sin ello.

Perrin asintió y dejó que Faile lo condujera hacia la Posada del Manantial seguidos por Loial, los Aiel, Aram, y Dannil y los diez Compañeros rodeándolos. No supo cuándo se quedaron atrás los demás, pero en cierto momento Faile y él se encontraron solos en su cuarto del segundo piso de la posada.

—Hay familias enteras que tienen que arreglarse con una habitación como ésta —rezongó. Una vela ardía sobre la repisa de piedra del pequeño hogar. Otros se arreglaban sin bujías, pero Marin encendía ésta tan pronto como oscurecía para que así nadie lo molestara—. Puedo dormir fuera con Dannil, Ban y los otros.

—No seas tonto —dijo Faile de manera que sonó afectuosa—. Si Alanna y Verin tienen una habitación para cada una, lo lógico es que tú la tengas también.

El joven advirtió entonces que le había quitado la chaqueta y que empezaba a desatar las cintas de la camisa.

—No estoy tan cansado como para no poder desnudarme yo mismo. —La empujó suavemente hacia el pasillo.

—Quítate toda la ropa —ordenó ella—. Toda. ¿Me has oído? No se puede dormir como es debido estando vestido como tú pareces creer.

—Lo haré —prometió. Cuando por fin consiguió cerrar la puerta, se quitó las botas antes de apagar la vela de un soplido y tenderse en la cama. A Marin no le gustaría que manchara la colcha con el calzado sucio.

Miles, según Gaul y Loial. Empero, ¿cuánto podían haber visto ocultándose en su camino a las montañas y huyendo a todo correr en el de vuelta? Tal vez un millar como mucho, de acuerdo con el cálculo de Luc, pero Perrin era incapaz de confiar en el noble por muchos trofeos que trajera. Desperdigados, según los Capas Blancas. ¿A qué distancia podían aproximarse con aquellas armaduras brillantes y albas capas que destacaban en la oscuridad como linternas?

Tal vez había un modo de descubrirlo por sí mismo. Había evitado el sueño de lobos desde su última visita; el deseo de dar caza al tal Verdugo surgía impetuoso dentro de él cada vez que pensaba en regresar allí, y su deber y responsabilidad se encontraban aquí, en Campo de Emond. Ahora, sin embargo… El sueño se apoderó de él cuando aún seguía planteándoselo.

Se encontraba en el Prado bañado por el sol crepuscular; algunas nubes se deslizaban veloces por el cielo. No había ovejas ni reses alrededor del alto astil donde el estandarte con la cabeza de lobo flameaba impulsado por una suave brisa, si bien un moscardón pasó zumbando delante de su cara. Tampoco había gente entre las casas techadas con bálago. Unas pequeñas pilas de leña seca colocadas sobre cenizas señalaban las fogatas de los Capas Blancas; en el sueño de lobos rara vez había visto algo quemándose, sólo lo que estaba preparado para ser prendido o lo que ya había ardido. Ni un solo cuervo en el cielo.

Mientras escudriñaba en derredor buscando a las aves, un trozo del cielo se oscureció y se convirtió en una ventana a otro lugar. Egwene estaba en medio de una multitud de mujeres, con una expresión de miedo en los ojos; lentamente, las mujeres se arrodillaron a su alrededor. Una de ellas era Nynaeve, y también le pareció ver el cabello rubio rojizo de Elayne. Aquella ventana desapareció y fue reemplazada por otra. Mat estaba desnudo y atado, mostrando los dientes en un gruñido; tenía los brazos hacia atrás, doblados por los codos alrededor del astil negro de una extraña lanza que tenía cruzada contra la espalda, y un medallón plateado, con la cabeza de un zorro, colgaba sobre su pecho. Mat desapareció y fue reemplazado por Rand. O, al menos, a Perrin le pareció que era él. Iba vestido con harapos y una burda capa, y un vendaje le cubría los ojos. También desapareció esta tercera ventana y el cielo volvió a ser sólo cielo, excepto por las nubes.

Perrin se estremeció. Estas visiones del sueño de lobos nunca parecían tener relación con nada conocido. Tal vez aquí, donde las cosas podían cambiar con tanta facilidad, la preocupación por sus amigos se concretaba en imágenes. Fuera lo que fuera, estaba perdiendo el tiempo angustiándose por ellas.

No lo sorprendió descubrir que llevaba un largo chaleco de cuero propio de los herreros, sin camisa; pero, cuando se llevó la mano al cinturón, se encontró con el martillo, no con el hacha. Se concentró en la larga hoja en forma de media luna y en el grueso pincho que la equilibraba. Era lo que necesitaba; el martillo cambió lentamente, como resistiéndose, pero cuando el hacha apareció colgada finalmente de la fuerte presilla de cuero, el metal continuó centelleando amenazadoramente. ¿Por qué se le resistía con tanto empeño? Sabía lo que quería. En la otra cadera apareció una aljaba repleta, y un arco largo en su mano; en el antebrazo izquierdo se materializó un brazal de cuero.

Tres zancadas que convirtieron el paisaje en una borrosa mancha lo llevaron donde supuestamente se alzaban los campamentos más próximos de los trollocs, a unos cinco kilómetros del pueblo. La última trancada lo situó en medio de una docena, más o menos, de altos montones de leña apilada sobre viejas cenizas, en un campo de cebada pisoteada, los troncos mezclándose con sillas rotas, patas de mesa e incluso una puerta. Grandes calderos de hierro negro se hallaban preparados para ser colgados encima de las lumbres. Calderos vacíos, naturalmente, aunque Perrin sabía qué se trocearía para llenarlos y qué se ensartaría en los gruesos espetones tendidos sobre algunas fogatas. ¿A cuántos trollocs alimentarían estos calderos? No había tiendas y las mantas que aparecían desperdigadas por doquier, sucias y apestando al sudor rancio de las bestias, no facilitaban ninguna pista, ya que muchos trollocs dormían como animales, tumbados en el suelo sin taparse o incluso excavando un hoyo en el que meterse.

En zancadas más pequeñas que únicamente cubrían setenta u ochenta metros cada una y en las que el entorno sólo quedaba algo borroso, rodeó Campo de Emond, de granja en granja, de pastizal a campo de cebada y de tabaco, a través de dispersos sotos, a lo largo de caminos de carretas y veredas, encontrando siempre más y más agrupamientos de fogatas listas para ser encendidas a medida que ampliaba los círculos en una espiral creciente. Demasiadas. Centenares de hogueras. Eso sólo podía significar varios millares de trollocs. Cinco mil o diez mil o veinte mil, tanto daba, ya que para Campo de Emond no suponía gran diferencia si todos atacaban a la vez.

Más al sur las señales de trollocs desaparecían; al menos, señales de su inmediata presencia. Pocas granjas y establos se habían salvado del fuego. Donde antes crecía cebada o tabaco ahora sólo quedaban rastrojos calcinados; en otros, los cultivos aplastados, pisoteados, se marchitaban. Sin más razón que el gusto por destruir; hacía mucho tiempo que la gente había huido cuando se destruyó la mayor parte. En cierto momento, se plantó en medio de grandes montones de ceniza; en algunas ruedas de carromato todavía quedaban atisbos de vivos colores aquí y allí. La contemplación del lugar donde se había llevado a cabo la destrucción de la caravana de los Tuatha’an lo afectó incluso más que lo de las granjas. La Filosofía de la Hoja debería tener una oportunidad de ser. En alguna parte. Pero no aquí. Obligándose a no mirar, saltó hacia el sur un par de kilómetros.

Finalmente llegó a Deven Ride: hileras de casas techadas con bálago alrededor de un prado y un estanque alimentado por un manantial rodeado con piedras, el agua rebosando por los canales de desagüe que el tiempo había hecho más profundos de lo que eran originalmente. La posada que se alzaba junto al prado, El Ganso y la Flauta, también tenía el techo de bálago si bien era un poco más grande que la Posada del Manantial, a pesar de que Deven Ride debía de tener aun menos visitantes que Campo de Emond. Desde luego, el pueblo no era mayor. Carros y carretas colocados junto a las casas hablaban de granjeros que habían huido aquí con sus familias. Más carros cerraban las calles y los huecos entre las casas todo en derredor del perímetro de la aldea. Esas precauciones habrían sido insuficientes para contener un solo ataque de los sufridos por Campo de Emond en los últimos siete días.