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En una espiral de tres vueltas alrededor de la aldea, Perrin encontró únicamente media docena de campamentos trollocs. Los suficientes para mantener a la gente dentro del pueblo, inmovilizarla hasta que se hubieran encargado de Campo de Emond. Después los trollocs caerían sobre Deven Ride a capricho de los Fados. A lo mejor discurría algún modo de avisar a estos campesinos; si huían hacia el sur, cabía la posibilidad de que hallaran un paso por el que cruzar el Río Blanco. Incluso intentar cruzar el salvaje Bosque de las Sombras, más abajo del río, era mejor que quedarse esperando la muerte.

El dorado sol no se había movido ni un centímetro. Aquí, el tiempo transcurría de un modo diferente.

Corrió hacia el norte lo más deprisa que pudo y pasó Campo de Emond convertido en un manchón de colores. Encaramada en el redondo promontorio, Colina del Vigía, al igual que Deven Ride, tenía cegados los huecos entre las casas con carros y carretas. Un estandarte ondeaba perezosamente con la brisa en lo alto del astil que había frente al Jabalí Blanco, en la cima del otero: una roja águila volando, sobre campo azul. El Águila Roja había sido el emblema de Manetheren; tal vez Alanna o Verin habían narrado viejos relatos durante su estancia en Colina del Vigía.

También aquí encontró pocos campamentos trollocs, los suficientes para tener encerrados a los aldeanos. En esta población era más sencillo encontrar una salida que intentar cruzar el Blanco, con sus interminables trechos de rápidos.

Siguió corriendo hacia el norte, hacia Embarcadero de Taren, a la orilla del Tarendrelle, al que siempre había llamado río Taren. Las casas eran altas y estrechas, construidas sobre elevados cimientos de piedra para evitar los desbordamientos anuales del Taren, cuando se producía el deshielo en las Montañas de la Niebla. Casi la mitad de aquellos altos cimientos sostenían sólo montones de ceniza y vigas carbonizadas bajo la inalterable luz crepuscular. Aquí no había carretas ni señales de defensas. Ni campamentos trollocs. Quizá no quedaba nadie en este pueblo.

Al borde del agua había un sólido muelle de madera, del que partía una gruesa soga que pendía en un arco a través de la caudalosa corriente. La cuerda pasaba a través de unos aros de hierro de una barcaza plana, atracada junto al muelle. El transbordador continuaba allí, todavía utilizable.

Un salto lo transportó a través del río, donde los surcos de ruedas marcaban la orilla y había enseres desperdigados: sillas, espejos de pie, arcones e incluso unas cuantas mesas y un armario con pájaros tallados en las puertas; todas las cosas que los aterrados vecinos habían intentado salvar y que después habían abandonado para huir más deprisa. Estarían propagando la noticia de lo que estaba ocurriendo aquí, en Dos Ríos. A estas alturas algunos habrían llegado a Baerlon, unos ciento sesenta kilómetros más al norte, así como a los pueblos y aldeas existentes entre Baerlon y el río. La noticia propagándose. En otro mes llegaría hasta Caemlyn y a oídos de la reina Morgase y su Guardia Real y su poder para reunir ejércitos. Un mes, con suerte. Y otro tanto para venir hasta aquí, una vez que Morgase se convenciera de que era verdad. Demasiado tarde para Campo de Emond. Puede que para todo Dos Ríos.

Aun así, no tenía sentido que los trollocs hubieran dejado escapar a nadie. O, al menos, los Myrddraal; los trollocs no veían más allá del momento presente. Habría apostado a que la primera tarea de los Fados habría sido destruir el transbordador. No podían tener la certeza de que en Baerlon no hubiera soldados suficientes para venir contra ellos.

Se agachó para recoger una muñeca con la cara de madera pintada, y una flecha pasó zumbando sobre su cabeza, donde un momento antes estaba su torso.

Incorporándose, remontó de un salto el empinado bancal y se desplazó un centenar de metros hacia el interior del bosque, y allí se agazapó debajo de un roble; a su alrededor, el suelo de la fronda estaba cubierto de matorrales y árboles derribados por las crecidas y tapizados por las plantas trepadoras.

Verdugo. Perrin tenía una flecha encajada en el arco, y se preguntó si la habría sacado de la aljaba o simplemente la había hecho aparecer con un pensamiento. Verdugo.

A punto de dar un nuevo salto, se detuvo. Verdugo sabría aproximadamente su ubicación; él había seguido la borrosa forma del hombre con bastante facilidad; aquella especie de relámpago de colores era claramente visible si uno se quedaba parado en un sitio. Ya eran dos las ocasiones en las que había seguido el juego al otro y casi había perdido. Esta vez dejaría que Verdugo jugara solo. Esperó.

Unos cuervos sobrevolaron las copas de los árboles, buscando y comunicándose con graznidos. Ni el menor movimiento que lo delatara; ni un pestañeo. Únicamente se movían sus ojos, escudriñando el bosque a su alrededor. Una bocanada de aire errabunda le trajo un olor frío, humano pero sin serlo, y sonrió. Empero, no se oía ningún ruido salvo los cuervos; el tal Verdugo era bueno acechando. Pero él no estaba acostumbrado a que nadie le diera caza. ¿Qué más habría pasado por alto Verdugo además de los olores? Seguramente no esperaba que él se hubiera quedado en el mismo sitio donde lo había llevado el salto. Los animales huían del cazador; incluso los lobos huían.

Un atisbo de movimiento y, por un fugaz instante, apareció un rostro por encima de un pino caído, a unos cincuenta pasos. La luz oblicua lo iluminó claramente. Cabello oscuro y ojos azules; un rostro anguloso, de rasgos duros, como cincelados, que recordaban poderosamente los de Lan. Salvo porque en ese fugaz instante Verdugo se lamió los labios dos veces; tenía la frente arrugada y sus ojos escudriñaban rápidamente de aquí a allí, con nerviosismo. Lan no habría exteriorizado preocupación aunque se hubiera encontrado solo contra un millar de trollocs. Sólo un momento, y la cara desapareció de nuevo. Los cuervos volaban en círculo sobre los árboles, como si compartieran la inquietud de Verdugo, temerosos de descender por debajo de las copas.

Perrin esperó y vigiló, inmóvil. Silencio. Sólo el frío olor le ratificaba que no se encontraba solo con los cuervos.

El rostro de Verdugo volvió a aparecer, asomándose alrededor del grueso tronco de un roble, a su izquierda. Treinta pasos. Los robles no dejaban crecer nada a su alrededor, excepto unas pocas setas y plantas débiles que brotaban en el humus de la hojarasca acumulada debajo de sus ramas. Lentamente, el hombre salió a descubierto, sin que sus botas hicieran el más leve ruido.

En un solo movimiento, Perrin apuntó y disparó. Los cuervos graznaron con alarma y Verdugo giró velozmente sobre sus talones, de modo que la flecha se clavó en su pecho, pero no a través del corazón. El hombre aulló, aferrando el astil con las dos manos; una lluvia de plumas negras empezó a caer cuando los cuervos batieron frenéticamente las alas. Y Verdugo se desvaneció, él y su grito a la vez, haciéndose tenue, traslúcido, hasta desaparecer del todo. Los graznidos de los cuervos cesaron bruscamente, como cortados por un cuchillo; la flecha que había traspasado al hombre cayó al suelo. También los cuervos desaparecieron.

Con una segunda flecha aprestada y a medio disparar, Perrin soltó lentamente el aire y aflojó la cuerda tensa del arco. ¿Así era como uno moría aquí? ¿Desvaneciéndose, simplemente, para siempre?