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No oyó que Loial se acercaba hasta que el Ogier dejó el libro de anotaciones delante de Faile.

—No he podido evitar escucharos, Faile. Si vas a Caemlyn, ¿te importaría llevarte esto? Me gustaría que lo dejaras a buen recaudo hasta que me sea posible ir a recogerlo. —Acomodando las páginas casi con ternura, añadió—: En Caemlyn imprimen muchos buenos libros. Discúlpame por haberos interrumpido, Perrin. —Pero sus enormes ojos estaban fijos en la joven, no en él—. Faile es un nombre que te va como anillo al dedo. Deberías volar libre, como un halcón. —Dio unas palmaditas a Perrin en el hombro y murmuró en un ronco retumbo—: Debe volar libre —y después se dirigió al jergón, donde se tumbó de cara a la pared.

—Está muy cansado —arguyó Perrin procurando que las palabras del Ogier parecieran un simple comentario. ¡Ese tonto podía estropearlo todo!—. Si partes esta noche, estarás en Colina del Vigía al romper el alba. Tendrás que virar hacia el este; allí hay menos trollocs. Esto es muy importante para mí… Para Campo de Emond, quiero decir. ¿Lo harás?

Faile lo miró intensamente, en silencio, durante tanto tiempo que el joven se preguntó si no pensaba contestarle. Sus ojos chispeaban. Entonces se incorporó y se sentó en sus rodillas a la par que le acariciaba la barba.

—Le hace falta un corte. Me gustas con barba, pero no quiero que te llegue hasta el pecho. —Faltó poco para que Perrin abriera la boca de par en par. Faile tenía la costumbre de cambiar de tema, pero casi siempre lo hacía cuando la discusión empezaba a decantarse a favor de él. Los dedos de la joven se crisparon entre su barba; sacudió la cabeza como si estuviera discutiendo para sus adentros consigo misma.

»Iré —dijo finalmente—, pero con una condición. ¿Por qué me lo tienes que poner siempre tan difícil? En Saldaea no habría sido yo quien lo pidiera. Mi precio es… Una boda. Quiero casarme contigo —terminó con apuro.

—Y yo contigo. —Sonrió—. Podemos pronunciar la promesa de matrimonio ante el Círculo de Mujeres esta noche, pero me temo que las nupcias tendrán que esperar un año. Cuando regreses de Caemlyn… —Faltó poco para que le arrancara un puñado de pelos de la barba.

—¡Te convertirás en mi esposo esta noche o no me marcharé hasta que lo seas! —manifestó en un timbre bajo y fiero.

—Si hubiera algún modo, lo haría —protestó él—. Daise Congar me partiría la cabeza si pretendiera ir contra las costumbres. Por el amor de la Luz, Faile, tú ve a llevar el mensaje y me casaré contigo el primer día que sea posible. —Lo haría. Si es que llegaba ese día.

De repente, Faile parecía estar pendiente de su barba, acariciándola, sin mirarlo a los ojos. Empezó a hablar lentamente, pero después fue cogiendo velocidad como un caballo desbocado:

—Yo… Bueno, hice una pequeña mención… De pasada, claro, no sé cómo salió la conversación… Sólo mencioné a la señora al’Vere cómo hemos estado viajando juntos y me dijo, y la señora Congar estuvo de acuerdo con ella… ¡No pienses que he estado hablando con todo el mundo! En fin, dijo que probablemente nosotros… seguramente podíamos considerarnos comprometidos según vuestras costumbres, y que el año es sólo para que la pareja esté segura de que realmente se lleva bien… Cosa que ocurre con nosotros, como todo el mundo puede ver, y… En fin, que aquí estoy, actuando con el atrevimiento de una descarada domani cualquiera o una de esas impúdicas tearianas… Si vuelves a pensar una sola vez en Berelain… Oh, Luz, estoy farfullando como una idiota y tú ni siquiera…

La interrumpió besándola con toda la intensidad que le dictaba el corazón.

—¿Quieres casarte conmigo? —pidió, falto de aliento, cuando retiró los labios de los suyos—. ¿Esta noche?

Debía de haberla besado mejor de lo que pensaba, ya que tuvo que repetir su petición seis veces mientras ella reía como una chiquilla, pegada contra su cuello y requiriéndole que volviera a decirlo, hasta que pareció entenderlo.

Y así fue como, antes de que transcurriera media hora, se encontraba arrodillado junto a ella en la sala principal, delante de Daise Congar y Marin al’Vere, Alsbet Luhhan y Neysa Ayellan, y todas las componentes del Círculo de Mujeres. Habían despertado a Loial para que, junto con Aram, actuaran como sus testigos, en tanto que Bain y Chiad eran las de Faile. No había flores para ponerles en el cabello, pero Bain, guiada por Marin, anudó una larga cinta roja de esponsales alrededor del cuello del joven, y Loial entrelazó otra en el cabello de Faile con sorprendente destreza y suavidad a pesar de sus descomunales dedos. A Perrin le temblaban las manos cuando tomó entre ellas las de Faile.

—Yo, Perrin Aybara, juro amarte, Faile Bashere, mientras aliente en mí un soplo de vida. —«Mientras viva y aun después»—. Todo cuanto poseo en este mundo, te lo entrego. —«Un caballo, un hacha, un arco. Y un martillo. Muy poco como regalo para una novia. Te doy mi vida, mi amor. Es todo lo que tengo»—. Te acompañaré y te guardaré, te confortaré y te cuidaré, te protegeré y te ampararé durante todos los días de mi vida. —«No puedo guardarte junto a mí; lo único que puedo hacer para protegerte es alejarte de mí»—. Soy tuyo, por siempre y para siempre.

Al finalizar, sus manos temblaban visiblemente. Faile cambió la postura de las manos para coger las de él entre las suyas.

—Yo, Zarina Bashere… —Eso fue una sorpresa; ella odiaba ese nombre—, juro amarte, Perrin Aybara…

En ningún momento sus manos acusaron el más leve temblor.

54

Dentro del palacio

Sentada en la parte trasera de un carro de ruedas altas, que traqueteaba cuesta arriba por una sinuosa calle tanchicense tirado por cuatro hombres sudorosos, Elayne frunció el entrecejo por encima del mugriento velo que la cubría desde los ojos hasta la barbilla y balanceó los pies descalzos con irritación. Cada brinco sobre los adoquines la sacudía hasta la coronilla y cuanto más se agarraba a los burdos tablones del costado del carro, tanto peor. Aparentemente para Nynaeve no resultaba tan molesto; brincaba igual que ella, pero, por su gesto pensativo, absorto, no parecía darse cuenta. Y Egeanin, apretada contra Nynaeve al otro lado, el rostro cubierto con un velo y el cabello peinado en finas trenzas que le llegaban a los hombros, aguantaba fácilmente todas las sacudidas, sin descruzar los brazos. Finalmente, Elayne imitó a la seanchan; así no podía evitar chocar contra Nynaeve, pero a partir de entonces ya no tuvo la sensación de que los dientes se le iban a partir al chocar entre sí.

Habría ido caminando de buen grado a pesar de estar descalza, pero Bayle Domon había dicho que sería chocante hacerlo; la gente se preguntaría por qué una mujer no iba montada en el carro cuando había sitio de sobra, y lo que menos les interesaba era llamar la atención. Claro que a él no lo estaban zarandeando como si fuera un saco de patatas; el capitán iba a pie, delante del carro, con diez de los veinte marineros que había traído consigo como escolta. Un mayor número habría resultado sospechoso, según él, aunque Elayne imaginaba que Domon no habría llevado tantos si las otras dos mujeres y ella no hubieran venido.

El cielo despejado seguía siendo gris, aunque las primeras luces empezaban a apuntar antes de que partieran; las calles aún estaban casi vacías y el silencio sólo era roto por el traqueteo del carro y los chirridos de los ejes. Cuando el sol saliera por el horizonte la gente empezaría a aventurarse por las calles, pero ahora las pocas personas que veía eran grupos de hombres vestidos con pantalones de pliegues y oscuros gorros cilíndricos, que se escabullían con el aire furtivo de quien no está tramando nada bueno al abrigo de la oscuridad. El trozo de lona vieja echado sobre la carga del carro iba bien colocado para que cualquiera viera que sólo cubría tres grandes cestos; sin embargo, a pesar de estas precauciones, alguno que otro de esos grupos hacía una pausa como una jauría de perros, los rostros velados alzándose a la par, los ojos girando para seguir el paso del carro. Por lo visto, veinte hombres armados con sables y garrotes eran demasiados para hacerles frente, porque todos acababan reanudando la marcha a buen paso.