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Las ruedas brincaron en un gran agujero donde los adoquines habían sido arrancados en uno de los tumultos, y Elayne notó cómo bajaba la caja del carro; estuvo a punto de morderse la lengua cuando su trasero y el carro volvieron a reunirse con un golpe seco. ¡Vaya con Egeanin y su cruzarse de brazos! La heredera del trono se agarró al borde inferior y miró, ceñuda, a la seanchan. Entonces vio que la mujer tenía los labios apretados y que también estaba agarrada al borde con las dos manos.

—No se parece en nada a estar sobre la cubierta de un barco —comentó Egeanin a la par que se encogía de hombros.

Nynaeve hizo una ligera mueca e intentó retirarse de la seanchan, aunque la heredera del trono no veía la forma de que lo consiguiera a menos que se sentara en su regazo.

—Voy a tener unas palabras con maese Bayle Domon —refunfuñó la antigua Zahorí con intención, como si lo del carro no hubiera sido idea suya. Otra sacudida la obligó a callarse cuando sus dientes chocaron entre sí.

Las tres llevaban ropas de lana burda de tonos parduscos y no muy limpias, unos vestidos de campesinas pobres, como sacos sin forma comparados con las sedas ajustadas que tanto gustaban a Rendra. Se suponía que eran refugiadas del campo que se ganaban el pan como podían. El gesto de alivio de Egeanin al ver los vestidos fue patente y casi tan chocante como su presencia en el carro. Esto último jamás se le habría pasado a Elayne por la cabeza.

Había habido bastantes discrepancias —así lo llamaron los hombres— en la sala de La Caída de las Flores, pero Nynaeve y ella habían desestimado con argumentos de peso la mayoría de sus necias objeciones y del resto habían hecho caso omiso, simplemente. Las dos tenían que entrar en el Palacio de la Panarch lo antes posible, y ahí fue donde Domon planteó una nueva objeción, ésta no tan absurda como las demás:

—No podéis entrar solas en palacio —murmuró el barbudo contrabandista, sin levantar la vista de sus puños plantados sobre la mesa—. Decís que no encauzaréis a menos que os veáis forzadas a hacerlo para así no poner sobre aviso a esas Aes Sedai Negras. —Ninguna de ellas había considerado necesario mencionar a la Renegada—. Por lo tanto, os harán falta brazos fuertes que blandan garrotes si llega el caso. Y unos ojos vigilando para guardaros las espaldas tampoco estarían de más. Allí me conocen los sirvientes, ya que también hice regalos a la antigua Panarch. Os acompañaré. —Sacudió la cabeza al tiempo que rezongaba—: Me habríais hecho poner el cuello en el tajo del verdugo por haberos dejado plantadas en Falme. ¡Que la Fortuna me clave su aguijón si no es así! Bien, pues ahora tengo la oportunidad de enmendar mi falta, así que no me lo podéis negar. Os acompañaré.

—Sois un necio, illiano —había dicho despectivamente Juilin antes de que Nynaeve o ella tuvieran tiempo de abrir la boca para contestar—. ¿Creéis que los taraboneses van a permitiros deambular por el palacio a vuestro antojo? ¿A un desaliñado contrabandista de Illian? Yo conozco bien las mafias de la servidumbre, sé cómo agachar la cabeza y hacer que cualquier noble vano y caprichoso crea… —Carraspeó y continuó precipitadamente, sin mirar a Nynaeve ¡ni a ella!—. Soy yo quien debe acompañarlas.

—¡Todos sabéis lo que tenéis que hacer! —replicó, cortante, Nynaeve—. ¡Y no podréis hacerlo si intentáis tenernos vigiladas como si fuéramos un par de gansos que se llevan a vender al mercado! —Respiró hondo y continuó con un tono más apacible—: Si hubiera una forma de que pudieseis venir con nosotras admitiría de buen grado vuestra ayuda, aunque sólo fuera por contar con más ojos para buscar, pero no es posible. Hemos de ir solas y no hay nada más que decir.

—Yo puedo acompañaros —propuso inesperadamente Egeanin desde el rincón de la sala donde Nynaeve y ella la habían obligado a quedarse. Todos se volvieron hacia ella; la seanchan les sostuvo la mirada con firmeza aunque con el entrecejo fruncido, como si no estuviera muy segura de sí misma—. Esas mujeres son Amigas Siniestras y deben ser llevadas ante la justicia.

Elayne se había quedado estupefacta ante tal propuesta, pero Nynaeve, con los labios blancos de tanto apretarlos, pareció dispuesta a emprenderla a golpes con ella.

—¿Pensáis que vamos a fiarnos de vos, seanchan? —dijo fríamente—. Antes de que nos marchemos os habremos dejado encerrada a buen recaudo en el sótano por mucho que dé que hablar a…

—Juro por mi esperanza de un nombre de más alto linaje —la interrumpió Egeanin, cruzando las manos sobre el corazón— que no os traicionaré en modo alguno, que os obedeceré y os guardaré la espalda hasta que hayáis salido del Palacio de la Panarch sanas y salvas. —Entonces hizo tres reverencias seguidas, solemnemente. Elayne no tenía la más ligera idea de qué significaba «esperanza de un nombre de más alto linaje», pero la seanchan lo había dicho de un modo que sonaba a voto vinculante.

—Puede hacerlo —admitió Domon lentamente, con renuencia. Miró a Egeanin y sacudió la cabeza—. Que la Fortuna me clave su aguijón si hay más de dos o tres de mis hombres por los que apostaría contra ella.

Nynaeve contempló, ceñuda, la mano que aferraba un puñado de trenzas y luego, deliberadamente, dio un fuerte tirón.

—Nynaeve —adujo Elayne con firmeza—, tú misma dijiste que te gustaría contar con otro par de ojos y, en lo que a mí respecta, no puedo estar más de acuerdo con ello. Además, dado que hemos de hacer esto sin encauzar, no me importaría la compañía de alguien que puede encargarse de un guardia fisgón si llega el caso. No soy muy ducha en tumbar hombres a puñetazos, y tú tampoco. Por el contrario, recuerda cómo lucha ella.

La antigua Zahorí asestó una mirada malhumorada a Egeanin, otra igual a Elayne y una tercera, furibunda, a los hombres, como si hubiesen sido ellos quienes hubieran maquinado todo el asunto a sus espaldas. Pero acabó por asentir.

—De acuerdo. Maese Domon, eso significa que necesitaremos tres atuendos, no dos —había zanjado la cuestión Elayne—. Y ahora, será mejor que los tres os marchéis. Queremos ponernos en marcha al despuntar el alba.

El tirón del carro al frenar sacó a la heredera del trono de sus reflexiones.

Unos Capas Blancas a pie hacían preguntas a Domon; en este punto, la calle desembocaba en una plaza que daba a la fachada posterior del Palacio de la Panarch y que era mucho más pequeña que la que había delante de la fachada principal. Más allá, la gran estructura de blanco mármol se elevaba en esbeltas torres orladas con adornos de cantería tan delicados como encaje y albas bóvedas rematadas con agujas doradas o veletas. A ambos lados arrancaban avenidas mucho más amplias que la mayoría de las restantes calles de la ciudad, y también más rectas.

El acompasado y lento golpeteo de unos cascos sobre los adoquines anunció la llegada de otro jinete, un hombre alto tocado con un bruñido yelmo y una reluciente armadura debajo de la blanca capa, que lucía el emblema de un sol radiante y un cayado carmesí. Elayne agachó la cabeza; los cuatro nudos de rango que aparecían debajo de la insignia le advirtieron que aquél era Jaichim Carridin. El hombre no la había visto nunca, pero si advertía que lo estaba observando podría preguntarse el porqué. El lento trapaleo continuó plaza adelante sin hacer una pausa.

También Egeanin había inclinado la cabeza, pero Nynaeve siguió con la mirada al Inquisidor, fruncida la frente.

—Ese hombre está muy preocupado por algo —murmuró—. Espero que no haya oído…

—¡La Panarch está muerta! —gritó una voz varonil desde algún lugar al otro lado de la plaza—. ¡La han matado!