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Imposible saber quién había gritado o desde dónde. Las calles que Elayne divisaba desde su posición se encontraban cortadas por Capas Blancas montados a caballo.

Miró hacia atrás, a la calle por la que habían subido, y deseó que los guardias se dieran más prisa y acabaran de interrogar a Domon. La gente empezaba a arremolinarse un poco más abajo, en la primera esquina, y observaba atentamente la plaza. Al parecer, Thom y Juilin habían hecho un buen trabajo la noche anterior propagando los rumores. Ahora sólo cabía esperar y confiar en que la situación no estallara sorprendiéndolas en la calle. Si se desataba un disturbio en este momento… Lo único que impedía que las manos le temblaran era que las tenía aferradas al borde del carro. «Luz, el populacho aquí fuera y el Ajah Negro, y tal vez Moghedien, dentro… Estoy tan asustada que tengo la boca seca». Nynaeve y Egeanin contemplaban cómo iba creciendo la muchedumbre apiñada un poco más abajo, sin pestañear y, mucho menos, temblar. «No seré cobarde. ¡No lo seré!»

El carro echó a andar de nuevo y la heredera del trono soltó un suspiro de alivio. Pasaron unos segundos antes de que cayera en la cuenta de que había escuchado hacer lo mismo a las otras dos mujeres.

Al llegar a unas puertas no mucho más anchas que el carro, volvieron a interrogar a Domon unos hombres de yelmos puntiagudos y petos repujados con un árbol dorado. Eran soldados de la Legión de la Panarch. Esta vez las preguntas no se alargaron tanto; a Elayne le pareció ver que una bolsita de dinero cambiaba de manos y, al cabo de un momento, ya habían entrado y el carro traqueteaba a través del patio burdamente pavimentado que daba a las cocinas. Excepto Domon, los marineros se quedaron fuera, con los guardias.

Tan pronto como el carro se detuvo, Elayne bajó de un salto y plantó en el suelo los pies descalzos; los toscos adoquines eran realmente duros. Costaba trabajo creer que la fina suela de una chinela supusiera tanta diferencia. Egeanin se encaramó de pie en el carro para pasarles los cestos; Nynaeve se cargó el primero a la espalda, con una mano sujetando el borde por encima del hombro y la otra puesta hacia atrás, soportando el peso. Unas largas cerecillas blancas, algo mustias tras el viaje desde Saldaea, llenaban los cestos casi hasta el borde.

Mientras Elayne se cargaba el suyo, Domon llegó a la parte posterior del carro y simuló examinar las cerecillas.

—Por lo visto los Capas Blancas y la Legión de la Panarch están a punto de enzarzarse a golpes —murmuró mientras toqueteaba los pimientos—. Ese teniente dijo que la Legión se habría encargado personalmente de proteger a la Panarch si no fuera porque la mayor parte de la tropa ha sido trasladada a las fortificaciones del Anillo. Jaichim Carridin tiene acceso a la Panarch, pero no el capitán de la Legión. Y no están muy conformes con que haya tantos guardias de la Fuerza Civil dentro de palacio. Un hombre desconfiado pensaría que alguien quiere que los cuerpos militares de la Panarch estén más preocupados de vigilarse entre ellos que de cualquier otra cosa.

—Es bueno saberlo —musitó Nynaeve sin mirar al capitán—. Siempre he pensado que uno puede enterarse de cosas muy útiles escuchando los cotilleos de los hombres.

Domon gruñó malhumorado.

—Os llevaré adentro; después tengo que regresar con mis hombres para asegurarme de que no queden atrapados entre el populacho. —Todos los marineros de todos los barcos que Domon tenía en puerto se encontraban repartidos por las calles alrededor del palacio.

Cargándose uno de los cestos a la espalda, Elayne siguió a las otras dos mujeres, que caminaban detrás de Domon; llevaba la cabeza agachada y hacía muecas de dolor a cada paso que daba hasta que llegaron a las baldosas pardo rojizas de la cocina. Los olores a condimentos, carnes y salsas llenaban la estancia.

—Cerecillas para la Panarch —anunció el capitán—. Regalo de Bayle Domon, un buen patrón de barco de esta ciudad.

—¿Más cerecillas? —dijo una mujer fornida, con el oscuro cabello peinado con trencillas, un delantal blanco y el sempiterno velo, sin apenas levantar la vista de una bandeja de plata en la que estaba colocando una servilleta blanca entre platos de fina porcelana de los Marinos. Había al menos una docena o más de mujeres con delantales en la cocina, así como un par de muchachos que hacían girar los espetones en los que se asaban jugosas piezas de carne sobre seis lumbres, pero saltaba a la vista que la jefa de cocina era ella—. Ahora no tengo tiempo para ocuparme de vos.

Elayne mantuvo la vista fija en el suelo mientras seguía a Nynaeve y a Egeanin; estaba sudando y no era por el calor de las lumbres y los hornos. Una mujer delgada, que llevaba un vestido de seda verde que no era de corte tarabonés, estaba de pie junto a una de las anchas mesas y rascaba las orejas a un escuálido gato gris mientras el animal lamía la crema de un plato de porcelana. Lo del gato, así como su afilado rostro y ancha nariz, delataban quién era la mujer: Marillin Gemalphin, antaño del Ajah Marrón y ahora del Negro. Si levantaba la vista del gato, si reparaba en ellas, no sería necesario que encauzaran para que supiera que dos de ellas podían hacerlo; a tan corta distancia, la mujer podía percibir la habilidad.

El sudor le goteaba a Elayne por la nariz para cuando cerró la puerta de la despensa a sus espaldas, con un golpe de la cadera.

—¿La viste? —demandó en voz baja, a punto de dejar caer el cesto al suelo. El calado ornamental practicado en la parte alta de las paredes enjalbegadas permitía que entrara un poco de luz de la cocina. Hileras de altas estanterías cubrían el suelo de la amplia habitación, cargadas con sacos y bolsas de verduras y grandes jarros con especias. Había barriles y cubas por doquier, y una docena de corderos aliñados y el doble de gansos colgaban de unos ganchos. Según el bosquejo del plano que habían hecho entre Domon y Thom, éste era el almacén de víveres más pequeño del palacio—. Es indignante —dijo—. Sé que Rendra tiene la despensa llena, pero al menos compra lo que necesita. Esta gente se está dando banquetes mientras que…

—Arrincona tu preocupación hasta que puedas hacer algo al respecto —instó Nynaeve en un cortante susurro. Había soltado su cesto en el suelo y se estaba quitando el tosco vestido de campesina. Egeanin ya estaba en ropa interior—. Claro que la vi. Si quieres que entre aquí para ver a qué viene tanto jaleo, sigue hablando.

Elayne bufó indignada ya que apenas había hecho ruido, pero lo dejó estar. Se quitó el vestido y sacó los pimientos del cesto y lo que iba escondido debajo. Entre otras cosas, había un vestido de fina lana blanca y un ceñidor verde; en la parte izquierda del corpiño, cerca del hombro, tenía bordado un árbol de ramas extendidas sobre la silueta de una hoja trifoliada. El mugriento velo fue sustituido por otro limpio, hecho de lino tan fino que casi semejaba seda. Unas chinelas blancas de suelas acolchadas fueron recibidas con agrado por sus pies, doloridos a causa del paseo desde el carro hasta la cocina.

La seanchan había sido la primera en desnudarse, pero fue la última en ponerse el vestido blanco, sin dejar de rezongar todo el rato cosas como «indecente» y «chica de servicio» que no tenían sentido. En realidad, eran vestidos de criadas, y la idea era que la servidumbre podía ir a cualquier sitio y que en el palacio había tantas criadas y doncellas que nadie repararía en tres más. En cuanto a lo de indecente… Elayne recordó sentirse un tanto intimidada al tener que llevar las ropas de estilo tarabonés en público, pero se había acostumbrado enseguida; además, esta fina lana no se ajustaba tanto como la seda. Al parecer, Egeanin tenía unas ideas muy rígidas respecto a la modestia.

Finalmente, sin embargo, la mujer acabó de atarse el último lazo y los vestidos campesinos quedaron guardados en los cestos y cubiertos con los pimientos.

Cuando salieron, Marillin Gemalphin se había ido de la cocina, aunque el escuálido gato seguía lamiendo crema encima de la mesa. Elayne y sus dos compañeras echaron a andar hacia la puerta que llevaba al interior del palacio.