—Tal vez sí pueda. Si perciben que encauzo, creerán que es la que quiera que está ahí dentro.
Con la frente fruncida y mordiéndose el labio inferior, la heredera del trono se preguntó cuántas habría en la habitación. Ella era capaz de realizar al menos tres o cuatro cosas a la par con el Poder, algo que sólo Egwene y Nynaeve podían igualar. Evocó una lista de reinas andorianas que habían demostrado valor al afrontar un gran peligro, hasta que cayó en la cuenta de que en esa lista entraban todas las soberanas de Andor. «Algún día seré reina; puedo ser tan valiente como ellas». Preparándose para actuar, pidió:
—Abrid las puertas de un empujón, Egeanin.
La seanchan vaciló.
—Dad un empellón a las puertas. —Su propia voz la sorprendió. Sin proponérselo, sonaba queda, sosegada, imperativa. Y Egeanin asintió con la cabeza, casi haciendo una reverencia, y al punto propinó un fuerte empujón a las puertas, que se abrieron de par en par.
La cantante, una mujer de cabello oscuro peinado en trenzas y vestida con un vestido tarabonés de seda roja, sucio y arrugado, inmovilizada hasta el cuello con flujos de Aire, enmudeció bruscamente al abrirse las hojas de madera con un violento portazo. Otra mujer de apariencia frágil, ataviada con un vestido cairhienino de cuello alto y en color azul pálido, que estaba arrellanada en un mullido diván, dejó de mover la cabeza, con la que seguía el ritmo de la canción, y se incorporó velozmente; la mueca complacida de su semblante zorruno dio paso a una expresión iracunda.
El brillo del saidar envolvía ya a Temaile, pero no tuvo la menor oportunidad. Horrorizada por lo que veía, Elayne abrazó la Fuente Verdadera y descargó violentamente los flujos de Aire, tejiéndolos alrededor de la mujer desde los hombros a los tobillos, a la par que creaba un escudo de Energía que interpuso entre la mujer y la Fuente Verdadera. El halo que rodeaba a Temaile desapareció y la mujer salió lanzada hacia atrás como si hubiera sido pateada por un caballo desbocado; los ojos se le pusieron en blanco y se desplomó, inconsciente, sobre la alfombra verde y dorada, a tres pasos del diván. La mujer de cabello oscuro dio un respingo cuando los flujos que la inmovilizaban se desvanecieron; se palpó el cuerpo con incredulidad a la par que su mirada iba de Temaile a Elayne y de ésta a Egeanin.
Atando el tejido que inmovilizaba a Temaile, Elayne entró apresuradamente en los aposentos, y sus ojos buscaron a otras hermanas Negras. A su espalda, Egeanin cerró las puertas. No parecía que hubiera nadie más.
—¿Estaba sola? —demandó a la mujer de rojo, la Panarch, por la descripción de Nynaeve, que también había hecho cierta referencia a una canción.
—¿No estáis… con ellas? —preguntó Amathera, vacilante, reparando en las ropas que llevaban—. ¿Sois también Aes Sedai? —Parecía deseosa de no creerlo a pesar de la evidencia de lo ocurrido con Temaile—. ¿Pero no estáis con ellas?
—¿Había alguien más? —inquirió Elayne, y Amathera dio un respingo.
—No. Estaba sola. Ella… —La Panarch hizo una mueca—. Las otras hacen que me siente en el trono y pronuncie las palabras que ellas me dictan. Les divierte que imparta justicia a veces, y otras que dicte sentencias terriblemente injustas, que promulgue leyes que generarán conflictos durante generaciones si no tengo posibilidad de revocarlas. ¡Pero ella…! —La boca llena se crispó en un gruñido silencioso—. Es a la que han puesto para que me vigile, y me hace padecer sin otra razón que verme llorar. Me hace comer una bandeja entera de cerecillas blancas y no me deja beber una sola gota de agua hasta que le suplico de rodillas mientras ella se ríe de mí. En mis sueños, me sube por los tobillos a lo alto de la Torre del Alba y me deja caer. Será un sueño, pero parece real, y cada vez deja que llegue más cerca del suelo. ¡Y cómo se ríe! Me obliga a aprender bailes lascivos y canciones obscenas, y se ríe cuando me dice que antes de que se marchen me hará cantar y danzar para entretener a los… —Gritando como un felino lanzado al ataque, saltó sobre la mujer inmovilizada y empezó a golpearla violentamente con los puños.
Egeanin, cruzada de brazos delante de las puertas, parecía dispuesta a dejarla continuar, pero Elayne tejió flujos de Aire alrededor de la cintura de Amathera y, para su sorpresa, fue capaz de levantarla en vilo y apartarla de la mujer ya inconsciente. Tal vez las enseñanzas de Jorin sobre cómo manejar los gruesos flujos de Poder habían aumentado su fuerza.
Amathera asestó una patada a Temaile y volvió su feroz mirada hacia Elayne y Egeanin cuando su pie no dio en el blanco.
—¡Soy la Panarch de Tarabon y me propongo aplicar la justicia a esta mujer! —Su boca llena tenía una fea mueca. ¿Es que había perdido el sentido de sí misma, de su posición? ¡Era una dirigente, una igual al rey!
—Soy la Aes Sedai encargada de vuestro rescate —manifestó fríamente Elayne. Entonces reparó en que todavía sostenía la bandeja y se apresuró a soltarla en el suelo. Amathera ya parecía tener dificultad en ver más allá de estos trajes de sirvientas sin que también ayudara la dichosa bandeja. El rostro de Temaile estaba enrojecido; cuando volviera en sí tendría muchos moretones aunque, sin duda, menos de los que merecía. La heredera del trono habría querido que hubiera un modo de llevarse a Temaile, de someter al menos a una de ellas a la justicia de la Torre—. Hemos venido, corriendo un riesgo considerable, a sacaros de aquí. Entonces podréis recurrir al capitán de la Legión de la Panarch, a Andric y a su ejército para expulsar a estas mujeres. Tal vez tengamos la suerte de poder llevar a algunas ante la justicia, pero primero debemos poneros fuera de su alcance.
—No necesito a Andric —murmuró Amathera, y Elayne habría jurado que estuvo a punto de añadir «ahora»—. Hay soldados de mi Legión rodeando el palacio, lo sé. No me han dejado hablar con ninguno de ellos, pero, cuando me vean y oigan mi voz, harán lo que haya que hacer, ¿no? Las Aes Sedai no podéis utilizar el Poder Único para hacer daño… —No acabó la frase y miró, ceñuda, a la inconsciente Temaile—. Al menos no podéis utilizarlo como un arma, ¿cierto? Sé que es así.
Elayne se sorprendió a sí misma tejiendo finos flujos de Aire alrededor de cada una de las trenzas de Amathera, que se levantaron tiesas como cuerdecillas, y la necia mujer no tuvo más remedio que ponerse de puntillas y seguir hacia donde tiraban de ella. Elayne la hizo caminar así hasta que la tuvo justo delante de ella, los oscuros ojos desorbitados e indignados.
—Vais a escucharme, Panarch Amathera de Tarabon —empezó con un timbre gélido—. Si tratáis de salir caminando para llegar hasta vuestros soldados como si no ocurriera nada, lo más probable es que las compinches de Temaile os apresen y os pongan en sus manos de nuevo atada como un paquete. Lo que es peor, descubrirán que mis compañeras y yo estamos aquí, y eso es algo que no puedo permitir. Vamos a salir con todo sigilo y, si no accedéis a ello, os pondré una mordaza y os dejaré al lado de Temaile para que os encuentren sus amigas. —Tenía que haber un modo de llevarse también a la hermana Negra—. ¿Me habéis entendido?
Amathera asintió levemente, hasta donde se lo permitían las trenzas tirantes. Egeanin hizo un ruido aprobador.
Elayne soltó los flujos, y los talones de la mujer bajaron de nuevo sobre la alfombra.
—Veamos si encontramos algo que podáis poneros que nos sirva para escabullirnos sin llamar la atención.
Amathera volvió a asentir, pero su boca tenía ahora un gesto resentido. Elayne confió en que a Nynaeve las cosas no le estuvieran resultando tan complicadas.
Nynaeve entró en la gran sala de exposición, con su multitud de finas columnas, moviendo el plumero; sin duda a esta colección había que limpiarle el polvo continuamente y nadie repararía en una mujer ocupada en una tarea rutinaria. Miró en derredor, y sus ojos se sintieron atraídos hacia el esqueleto de un animal que parecía un caballo de largas patas con un cuello que situaba el cráneo a seis metros del suelo. La vasta cámara parecía desierta.