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De todos modos, alguien podía entrar en ella en cualquier momento, como por ejemplo las criadas que se ocuparan de su limpieza o Liandrin y todas sus compinches dedicadas a la búsqueda. Sosteniendo el plumero de manera manifiesta por si acaso, se dirigió presurosa hacia el pedestal de piedra blanca en que se exhibía el collar y los brazaletes negros. No se dio cuenta de que había estado conteniendo la respiración hasta que soltó el aire al ver que el objeto seguía allí. El mostrador con los costados de cristal en el que estaba el cuendillar se encontraba bastantes metros más adelante, pero lo primero era lo primero.

Pasó por encima del cordón de seda blanco y tocó el ancho y articulado collar. Sufrimiento. Angustia. Aflicción. Las sensaciones la atenazaron; el deseo de llorar resultaba abrumador. ¿Qué clase de objeto podía absorber todo aquel dolor? Retiró la mano y contempló con ira el negro metal. Creado para controlar a un hombre capaz de encauzar. Liandrin y sus hermanas Negras dispuestas a utilizarlo para dominar a Rand, convertirlo a la Sombra, obligarlo a servir al Oscuro. Alguien de su pueblo controlado y utilizado por unas Aes Sedai. Del Ajah Negro, pero tan Aes Sedai como Moraine, con sus maquinaciones. «¡Estoy pensando como un asqueroso seanchan y es culpa de Egeanin!»

La incongruencia de esta última idea se abrió paso en su mente y entonces comprendió que se estaba encolerizando deliberadamente, lo bastante para encauzar. Abrazó la Fuente Verdadera y el Poder la llenó. En ese momento, una criada con el emblema del árbol y la hoja trifoliada en el hombro entró en la sala de columnas.

Temblando por el ansia de encauzar, Nynaeve esperó e incluso levantó el plumero con el que limpió el collar y los brazaletes. La sirvienta echó a andar por las pálidas baldosas; se marcharía dentro de un momento y entonces ella podría… ¿Qué? Coger el objeto y guardárselo en un bolsillo, pero…

¿Acaso se marcharía la criada? «¿Por qué he pensado que se iría en lugar de quedarse para limpiar?» Miró de reojo a la mujer que se dirigía hacia ella. Claro. No lo había pensado porque no llevaba escoba ni bayeta ni plumero ni siquiera un trapo. «Sea lo que sea a lo que ha venido, no puedo entretenerme mu…»

De repente vio el rostro de la mujer con claridad. Enérgicamente atractivo, enmarcado por oscuras trenzas, sonriendo casi amistosamente, pero sin prestarle realmente atención. Y, desde luego, sin denotar el menor atisbo de amenaza. No era el mismo semblante, pero sabía quién era.

Antes de pensarlo, atacó tejiendo un flujo de Aire duro como un martillo para aplastar aquella cara. En un instante el brillo del saidar envolvió a la mujer, sus rasgos cambiaron —ahora los más regios en cierto modo y más orgullosos que recordaba de Moghedien; y también una expresión de sobresalto, sorprendida de no haber podido acercarse sin levantar sospechas—, y el flujo lanzado por Nynaeve fue hendido como con una afilada cuchilla. La joven se tambaleó con la sacudida del flujo, semejante a un látigo, y tan sólida como un golpe físico. La Renegada contraatacó con un complejo tejido de Energía entremezclada con Agua y Aire. Nynaeve ignoraba qué efecto tenía, pero trató de cortarlo como había visto hacer a la otra mujer, con un afilado tejido de Energía. Durante una fracción de segundo sintió amor, devoción, dedicación plena por la magnífica mujer que se dignaba permitirle…

El complejo tejido se dividió, y Moghedien sufrió una leve vacilación. Un leve resquicio de aquellas sensaciones permanecía en la mente de Nynaeve, como el recuerdo reciente de un deseo de obedecer, de complacer y arrastrarse ante ella, una repetición de lo ocurrido en su primer encuentro; la certeza avivó su cólera. El escudo, afilado como una cuchilla, que Egwene había utilizado para neutralizar a Amico Nagoyin cobró vida, más un arma que un escudo, y se descargó sobre Moghedien. Quedó detenido, un tejido de Energía forcejeando contra otro tejido de Energía, muy cerca de cortar el contacto de Moghedien con la Fuente de manera definitiva. De nuevo se produjo el contragolpe de la Renegada, golpeando como un hacha con el propósito de cortar el contacto de Nynaeve del mismo modo. Para siempre. Desesperadamente, la antigua Zahorí consiguió pararlo.

De pronto fue consciente de que bajo su ardiente ira estaba aterrorizada. Frenar el intento de la otra mujer para neutralizarla a la par que trataba de hacer lo mismo con ella requería de todo lo que tenía. El Poder ardió en su interior hasta tal punto que pensó que se consumiría en una llamarada; las rodillas le temblaban por el esfuerzo de mantenerse en pie. Y todo ello dirigido a esas dos cosas; ni siquiera podía retirar lo suficiente para encender una vela. El hacha de Energía de Moghedien cobraba y perdía consistencia alternativamente, pero tal cosa importaba poco si la mujer conseguía descargar el golpe; Nynaeve no veía diferencia en el resultado tanto si la neutralizaba o simplemente —¡simplemente!— le cortaba el contacto con la Fuente, dejándola así a su merced. El hacha de Energía rozó el canal por el que fluía el Poder desde la Fuente hacia su interior como un cuchillo suspendido sobre el cuello extendido de un pollo. La comparación no podía ser más acertada, y deseó no haberla imaginado. En lo más recóndito de su mente una vocecilla farfulló: «Oh, Luz, no se lo permitas. ¡No se lo permitas! ¡Por favor, Luz, eso no!»

Durante un instante consideró la posibilidad de renunciar a su intento de cortar el contacto de Moghedien —para empezar, tenía que esforzarse al máximo para mantenerlo afilado, como si los flujos se resistieran a conservar la agudeza—, interrumpirlo y emplear toda su fuerza en repeler el ataque de Moghedien, incluso cortarlo. Pero, si lo intentaba, la otra mujer ya no tendría que defenderse y estaría en condiciones de sumar esa fuerza a su propio ataque. Y era una de las Renegadas, no una simple hermana Negra; una mujer que había sido Aes Sedai en la Era de Leyenda, cuando los Aes Sedai estaban capacitados para llevar a cabo cosas que resultaban inimaginables en la actualidad. Si Moghedien descargaba toda su fuerza contra ella…

Si entonces hubiera entrado un hombre —o una mujer sin capacidad de encauzar— sólo habría visto a dos mujeres contemplándose fijamente por encima del cordón de seda blanco desde una distancia inferior a los tres metros. Dos mujeres observándose en medio de la vasta sala repleta de objetos extraños. No habrían visto nada que indicara que se sostenía un duelo; ni saltos ni estocadas como harían los hombres, nada roto ni aplastado, sólo dos mujeres plantadas de pie. Empero, era un duelo, y quizás a muerte. Contra una Renegada.

—Todo mi plan cuidadosamente maquinado echado a perder —dijo de manera repentina Moghedien, con un timbre colérico, los dedos crispados sobre la falda con tanta fuerza que los nudillos estaban blancos—. Como mínimo tendré que realizar un esfuerzo incalculable para lograr que todo vuelva a estar como antes, y quizá no sea posible. Oh, ten por seguro que te lo haré pagar muy caro, Nynaeve al’Meara. Éste había sido un escondite tan cómodo y acogedor, y esas ciegas mujeres que tienen a su alcance varios objetos muy útiles aunque no lo sepan… —Sacudió la cabeza y sus labios se tensaron dejando a la vista los dientes, como en un gruñido silencioso—. Creo que esta vez te llevaré conmigo. Ya sé en qué te usaré: como un escabel. Tendrás que ponerte a cuatro patas para que así monte a caballo apoyándome en tu espalda. O puede que te regale a Rahvin. Ése siempre devuelve los favores. Ahora tiene una bonita reina para divertirse, pero las mujeres hermosas fueron siempre la debilidad de Rahvin. Le gusta tener dos o tres o cuatro a la vez, haciendo antesala. ¿Te gustaría eso? ¿Pasar el resto de tu vida compitiendo por los favores de Rahvin? Oh, no dudes que querrías obtenerlos una vez que te haya puesto las manos encima; tiene sus pequeños trucos. Sí, creo que te entregaré a Rahvin.