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La boca de Nynaeve se crispó. Moghedien no iba a ser juzgada. No ahora, en cualquier caso. No a menos que encontrara el modo de sacarla del Palacio de la Panarch. La otra mujer creyó que el gesto crispado presagiaba algo malo para ella y las lágrimas manaron de sus ojos; movió la boca, intentando articular las palabras a pesar de la mordaza.

Asqueada consigo misma, Nynaeve regresó con pasos inseguros hacia donde estaba caído el collar y lo metió rápidamente en la bolsa que colgaba de su cinturón para que las oscuras emociones sólo la rozaran. Hizo lo mismo con los brazaletes, que transmitían las mismas sensaciones de dolor y sufrimiento. «Estaba dispuesta a atormentarla permitiendo que creyera que iba a hacerlo. Sin duda lo merece, pero no me corresponde a mí. No es mi modo de ser. ¿O sí? ¿Es que no soy mejor que Egeanin?»

Giró bruscamente sobre sus talones, furiosa por haberse planteado siquiera tal pregunta, y pasó junto a Moghedien en su camino hacia el mostrador de cristal. Tenía que haber algún modo de llevar a esta mujer a juicio.

Había siete figurillas en el mostrador. Siete, en lugar de seis, pero no el sello.

Por un instante sólo fue capaz de mirar fijamente; una de las figurillas, un extraño animal que semejaba un cerdo pero con un hocico largo y redondo y las pezuñas tan anchas como las gruesas patas, ocupaba el lugar del sello, en el centro del mostrador. De repente, estrechó los ojos. No estaba realmente allí; la figurilla estaba tejida de Aire y Fuego, con filamentos tan minúsculos que hacían que los hilos de una telaraña parecieran cables. Incluso concentrándose, le costaba trabajo percibirlos. Dudaba que Liandrin ni cualquiera de las otras hermanas Negras pudieran verlos. Un finísimo flujo de Aire, cortante y fugaz, cobró vida y el gordo animal desapareció, surgiendo a la vista el sello negro y blanco sobre el soporte lacado en rojo. Moghedien, la maestra del encubrimiento, lo había ocultado a plena vista. Un filamento de Fuego practicó un agujero en el cristal, derritiéndolo, y el sello también fue a parar a la bolsa, que ahora abultaba bastante y le tiraba del cinturón a causa del peso.

Dirigió una mirada ceñuda a la mujer inmovilizada sobre la punta de un pie e intentó discurrir algún modo de llevársela también. Pero a Moghedien no podía meterla en su bolsa, y estaba segura de que, aun en el caso de ser capaz de levantar en vilo a la mujer, hacerlo atraería muchas miradas. Con todo, mientras se encaminaba hacia una de las puertas de doble arco, no pudo evitar echar ojeadas hacia atrás a cada paso. Si hubiera alguna forma. Haciendo una última pausa, dirigió una mirada pesarosa desde el umbral y luego se volvió para salir de la sala.

La puerta se abría a un patio con una fuente llena de plantas acuáticas. Al otro lado de la fuente, una mujer esbelta, de piel cobriza, que llevaba un vestido tarabonés de tono cremoso que habría hecho enrojecer a Rendra, estaba levantando una vara negra, ahusada, de tres palmos de largo. Nynaeve reconoció a Jeane Caide y, sobre todo, reconoció la vara.

Desesperadamente se arrojó hacia un lado con tanta fuerza que se deslizó sobre las suaves baldosas blancas hasta que chocó contra una de las finas columnas, donde se frenó violentamente. Una barra de fuego tan gruesa como una pierna surcó el lugar en el que estaba de pie un momento antes; fue como si el aire se hubiera convertido en metal fundido y surcó todo el espacio a través de la inmensa sala de exposición; allí donde tocaba, las piezas se convertían en humo, los objetos de valor inestimable desaparecían como si jamás hubieran existido. Arrojando flujos de Fuego tras ella ciegamente, con la esperanza de alcanzar algo, cualquier cosa, en el patio, Nynaeve se internó en la sala gateando. A una altura de poco más de un metro, la barra incandescente se desplazó hacia los lados, abriendo un surco en ambas paredes; entre todo lo que encontró a su paso, mostradores, pedestales y esqueletos de animales se hicieron añicos y cayeron. Las columnas cortadas se estremecieron; algunas se desplomaron, pero lo que cayó bajo aquella terrible espada se desintegró antes de aplastar mostradores y pedestales. La mesa con los costados de cristal se vino abajo antes de que el incandescente haz desapareciera, dejando la imagen de una barra roja impresa en los ojos de Nynaeve; las figuras de cuendillar fueron las únicas que cayeron en una pieza bajo aquel rayo abrasador y rebotaron en el suelo.

Al parecer, Moghedien tenía razón: ni siquiera el fuego compacto podía destruir el cuendillar. La negra vara era uno de los ter’angreal robados; Nynaeve recordaba la advertencia añadida en la lista con una escritura firme: «Produce fuego compacto. Peligroso y casi imposible de controlar».

Moghedien parecía estar intentando gritar a través de la invisible mordaza, agitando la cabeza a uno y otro lado frenéticamente, debatiéndose contra las ataduras de Aire, pero Nynaeve no le dedicó más que una mirada de pasada. Tan pronto como el fuego compacto desapareció, se incorporó lo suficiente para atisbar hacia la parte posterior de la sala, a través de la brecha abierta a lo largo de la pared. Junto a la fuente, Jeane Caide se tambaleaba con una mano en la cabeza y la vara a punto de resbalar de entre los dedos de la otra. Sin embargo, antes de que Nynaeve tuviera oportunidad de arremeter contra ella, la mujer ya había aferrado de nuevo la vara ahusada con firmeza; el fuego compacto salió disparado de la punta y destruyó cuanto encontraba a su paso a través de la cámara.

Nynaeve se zambulló en el suelo y gateó todo lo deprisa que pudo en medio del estruendo de columnas y tabiques desplomándose. Jadeante, salió a un pasillo cuyas dos paredes habían sido atravesadas. Imposible saber hasta dónde había alcanzado el fuego compacto; tal vez a través de todo el palacio. Girándose sobre una alfombra sembrada de cascajo, se asomó cautelosamente por el borde del marco.

El fuego compacto había desaparecido de nuevo. El silencio reinaba en la destrozada sala de exposición, salvo cuando algún trozo de pared cedía y se desplomaba sobre el suelo lleno de cascotes. No había señal de Jeane Caide, aunque se había derrumbado un tramo de la pared del fondo lo bastante grande para ver el patio con la fuente. No tenía la menor intención de ir a comprobar si el ter’angreal había acabado con la mujer que lo había utilizado. Respiraba trabajosamente y los brazos y las piernas le temblaban de tal modo que se alegró de seguir tumbada en el suelo un momento más. Encauzar consumía energía al igual que realizar cualquier trabajo: cuanto más se utilizaba, más energía se gastaba; y cuanto más cansada se estaba, menos se podía encauzar. En este momento no estaba segura de ser capaz de enfrentarse a Jeane Caide aunque la domani estuviera debilitada.

Qué necia había sido. Combatiendo con Moghedien de aquel modo con el Poder, sin pensar que encauzar con tanta intensidad pondría en alerta a todas las hermanas Negras que estuvieran en palacio. Podía considerarse afortunada de que la domani no hubiera aparecido con el ter’angreal cuando todavía estaba enzarzada con la Renegada. Lo más probable era que las dos hubieran muerto antes de que supieran que Jeane estaba allí.

De repente miró ante sí con incredulidad. ¡Moghedien había desaparecido! El fuego compacto no había llegado a menos de tres metros de donde se encontraba, pero la Renegada ya no estaba allí. Imposible. La tenía rodeada con el escudo.

—¿Y cómo sé yo lo que es posible y lo que no? —rezongó—. También era imposible que derrotara a una Renegada y lo hice.

Seguía sin ver a Jeane Caide. Se incorporó y corrió deprisa hacia el punto de encuentro acordado con sus compañeras. Si Elayne no había topado con problemas, todavía podían salir de allí a salvo.