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Esparció arena con cuidado sobre la tinta húmeda y dobló las páginas. Estuvo a punto de escribir «Faile Bashere» en la parte exterior, aunque se acordó a tiempo y puso «Faile Aybara». Entonces cayó en la cuenta de que ignoraba si en Saldaea la mujer tomaba el apellido de su esposo; había lugares donde no lo hacían. En fin, se había casado con él en Dos Ríos y tendría que amoldarse a sus costumbres.

Dejó la carta en el centro de la repisa de la chimenea, donde quizá llegara a sus manos finalmente, y ajustó la cinta roja de esponsales por detrás del cuello de la camisa, de manera que cayera sobre las solapas como era debido. Se suponía que tenía que llevarla puesta siete días, siendo el modo de anunciar a todo aquel que lo viera que estaba recién casado.

—Lo intentaré —musitó a la carta en voz queda. Faile había tratado de anudarle una en la barba; ojalá le hubiera dejado hacerlo.

—¿Perdón, lord Perrin? —dijo Ban, que no dejaba de mover los pies—. No oí bien.

Aram se mordía los labios con fuerza y tenía los ojos muy abiertos, con expresión asustada.

—Es hora de empezar la faena del día —dijo Perrin. A lo mejor le llegaba la carta. Tal vez. Recogió el arco que tenía sobre la mesa y se lo colgó a la espalda. El hacha y la aljaba ya estaban colgadas de su cinturón—. ¡Y no me llames eso!

Los Compañeros esperaban montados a caballo delante de la posada; Wil al’Seen portaba ese estúpido estandarte con la cabeza de lobo, el largo astil apoyado en el estribo. ¿Cuánto tiempo hacía que Wil se había negado a llevar ese trasto? Los supervivientes de aquellos que se habían unido a él el primer día ahora guardaban celosamente un turno. Wil, con el arco a la espalda y la espada en la cadera, tenía un aire tan orgulloso que resultaba ridículo.

Mientras Ban subía a su montura, Perrin le oyó decir:

—Este hombre es tan frío como un estanque en invierno. Como el hielo. Quizás hoy el ataque no sea tan malo.

Apenas le prestó atención. Las mujeres estaban congregadas en el Prado. Formaban en cinco o seis filas alrededor del alto mástil en el que la roja cabeza de lobo ondeaba con la brisa. Cinco o seis filas, hombro contra hombro, empuñando armas hechas con guadañas, y horcas y machados, incluso grandes cuchillos de cocina.

Con la garganta constreñida, montó en Brioso y fue hacia ellas. Los niños formaban una apretada piña dentro del círculo de mujeres. Todos los niños de Campo de Emond.

Condujo al caballo lentamente alrededor de las filas, sintiendo los ojos de las mujeres siguiéndolo; y los de los niños. Olor a miedo y a preocupación; los niños lo manifestaban en sus rostros demacrados, pero el olor venía de todos. Sofrenó al corcel donde estaban Marin al’Vere, Daise Congar y el resto de las componentes del Círculo de Mujeres. Alsbet Luhhan sostenía sobre el hombro uno de los martillos de su marido, y el yelmo del Capa Blanca que había conseguido la noche de su rescate le cubría la cabeza, un tanto ladeado a causa de la gruesa trenza. Neysa Ayellan empuñaba un cuchillo de trinchar de hoja muy larga en una mano, y llevaba otros dos metidos por el cinturón.

—Lo hemos planeado así —dijo Daise, mirándolo como si esperara una objeción que no estaba dispuesta a admitir. Sostenía una horca, atada a un astil casi tres palmos más alto que ella, en posición vertical ante sí—. Si los trollocs abren brecha por cualquier sitio, los hombres vais a estar muy ocupados, así que nosotras sacaremos a los niños. Los mayores saben lo que tienen que hacer, y todos han jugado al escondite en el bosque. Será suficiente para mantenerlos a salvo hasta que puedan salir.

Los mayores. Chicos y chicas de trece y catorce años llevaban cargados a los niños que todavía no caminaban atados a la espalda y a otros algo mayores agarrados de las manos. Las chicas que tenían más de esa edad se encontraban entre las filas de mujeres; Bode Cauthon aferraba un machado con las dos manos, y su hermana Eldrin, una jabalina de ancha punta. Los chicos con más de catorce años estaban con los hombres o sobre los tejados de bálago, empuñando arcos. Los gitanos se encontraban dentro del círculo, con los niños. Perrin miró de reojo a Aram, que estaba de pie junto al estribo. Los gitanos no lucharían, pero cada adulto tenía a dos bebés sujetos a la espalda y otro más en brazos. Raen e Ila, enlazado el brazo el uno en torno al otro, no lo miraron. Lo suficiente para mantenerlos a salvo hasta que pudieran salir.

—Lo lamento. —Tuvo que dejar de hablar para aclararse la garganta. No había sido su intención que las cosas llegaran a este extremo. Por mucho que lo pensara, no se le ocurría qué más podría haber hecho. Ni siquiera entregarse a los trollocs habría detenido la matanza y los incendios. El final habría sido el mismo—. No fue justo lo que hice con Faile, pero no tenía más remedio. Por favor, comprendedlo. Tenía que hacerlo.

—No seas necio, Perrin —replicó Alsbet en tono enérgico, pero el redondo rostro sonreía con afecto—. No soporto oírte decir tonterías. ¿Crees que esperábamos que actuaras de otro modo?

Marin, con una enorme hacha de carnicero en una mano, alzó la otra para darle unas palmaditas en la rodilla.

—Cualquier hombre merecedor de prepararle la comida habría hecho lo mismo —dijo.

—Gracias. —Luz, qué ronca le sonaba la voz. Dentro de un momento se pondría a dar hipidos y a lloriquear como una niñita. Pero por más que lo intentaba no conseguía quitarse el nudo de la garganta. Debían de creer que era tonto—. Gracias. No debí engañaros, pero ella no se habría ido si lo hubiera sospechado.

—Oh, Perrin. —Marin se echó a reír. Y lo hizo con todas sus ganas, a pesar de oler a miedo; ojalá tuviera la mitad de coraje que ella—. Sabíamos lo que te proponías antes de que la montaras en su yegua, y no estoy segura de que ella no lo supiera también. Las mujeres acabamos haciendo lo que no queremos con tal de complaceros a los hombres. Ahora, vete y haz lo que tienes que hacer. Esto es asunto del Círculo de Mujeres —agregó firmemente.

De algún modo se las compuso para devolverle la sonrisa.

—Sí, señora —dijo, al tiempo que inclinaba la cabeza como saludando a un superior—. Os pido disculpas. Sé a qué atenerme y no voy meter la nariz en vuestros asuntos.

Las mujeres que estaban a su alrededor rieron suavemente mientras él hacía volver grupas a Brioso. Reparó en que Ban y Tell cabalgaban detrás de él, con el resto de los Compañeros siguiéndolos en fila, a continuación de Wil y el estandarte. Llamó a los dos jóvenes con un ademán.

—Si las cosas se ponen feas hoy —dijo, cuando los tuvo uno a cada lado—, los Compañeros tienen que volver aquí y ayudar a las mujeres.

—Pero…

—¡Haréis lo que yo os diga! —cortó la protesta de Tell—. ¡Si las cosas van mal, sacaréis a las mujeres y los niños! ¿Entendido?

Asintieron; de mala gana, pero lo hicieron.

—¿Y tú? —preguntó en voz baja Ban.

—Aram —llamó Perrin, haciendo caso omiso del otro joven—, tú irás con los Compañeros.

El joven gitano, que caminaba entre Brioso y la peluda montura de Tell, ni siquiera alzó la vista hacia él.

—Yo iré donde tú vayas —respondió, lacónico, pero en un tono que no admitía discusión; iba a hacer lo que quisiera, dijera él lo que dijera.

Perrin se preguntó si los verdaderos lores tendrían alguna vez problemas como el suyo.

En el extremo occidental del Prado, los Capas Blancas ya estaban montados todos a caballo, las capas con el emblema del sol resplandeciente, los yelmos y armaduras rutilantes, las puntas de las lanzas centelleando, en una larga columna de a cuatro que se extendía hasta las primeras casas. Debían de haberse pasado gran parte de la noche puliendo y abrillantando. Dain Bornhald y Jaret Byar hicieron girar a sus caballos para ponerse de cara a Perrin. Bornhald se mantenía erguido en la silla, pero olía a brandy. El semblante descarnado de Byar se endureció con una rabia aún más profunda de lo habitual cuando sus ojos se posaron en Perrin.