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—Creí que estaríais en vuestros puestos a estas alturas —dijo el joven.

Bornhald, con la mirada fija en la crin de su caballo, no respondió.

—Nos marchamos de aquí, Engendro de la Sombra —escupió al cabo de un momento Byar. Un murmullo iracundo se alzó entre los Compañeros, pero el hombre de ojos hundidos hizo caso omiso de ellos, al igual que del gesto de Aram de llevar la mano hacia atrás, a la empuñadura de la espada—. Nos abriremos paso hasta Colina del Vigía a través de tus amigos y nos reuniremos con el resto de nuestros hombres.

Se marchaban. Más de cuatrocientos soldados y se marchaban. Eran Capas Blancas, pero, al fin y al cabo, soldados montados, no granjeros. Soldados que habían aceptado —¡Bornhald lo había aceptado!— respaldar a los hombres de Dos Ríos cuando la lucha fuera más encarnizada. Si Campo de Emond esperaba tener una oportunidad, tenía que convencer a estos hombres para que se quedaran. Brioso sacudió la cabellera y relinchó como si percibiera el estado de ánimo de su jinete.

—¿Todavía creéis que soy un Amigo Siniestro, Bornhald? ¿Cuántos ataques habéis visto hasta ahora? Esos trollocs han intentado matarme con tanto empeño como a cualquier otro.

Bornhald levantó lentamente la cabeza; sus ojos, medio vidriosos, tenían una expresión obsesionada. Las manos, protegidas con los guanteletes reforzados con acero en el envés, se abrieron y se cerraron sobre las riendas de manera inconsciente.

—¿Crees que a estas alturas no sé que estas defensas se prepararon sin estar tú? No son obra tuya, ¿verdad? No mantendré a mis hombres aquí para presenciar cómo alimentas con tus propios convecinos a los trollocs. ¿Piensas bailar encima de sus cuerpos apilados cuando todo haya acabado, Engendro de la Sombra? ¡Pues no bailarás sobre los nuestros! ¡Tengo intención de vivir el tiempo suficiente para verte ante la justicia!

Perrin palmeó el cuello de Brioso para tranquilizar al animal. Tenía que conseguir que estos hombres se quedaran.

—¿Me queréis? Muy bien. Cuando todo haya acabado, cuando los trollocs estén muertos, no me resistiré si intentáis arrestarme.

—¡No! —gritaron al tiempo Ban y Tell, y detrás de ellos crecieron las voces disconformes. Aram alzó la vista hacia Perrin, conmocionado.

—Una promesa vana —se mofó Bornhald—. ¡Te propones que todo el mundo muera aquí excepto tú!

—Jamás lo sabréis si os marcháis, ¿no os parece? —Perrin dio a su voz un timbre duro y despectivo—. Yo mantendré mi promesa, pero si os vais jamás me volveréis a encontrar. ¡Huid, si es eso lo que queréis! ¡Huid, e intentad olvidar lo que ocurre aquí! Tanta palabrería sobre proteger a la gente de los trollocs. ¿Cuántos han muerto a manos de los trollocs cuando ya estabais en Dos Ríos? Mi familia no fue la primera y, ciertamente, no será la última. ¡Huid! O quedaos, si podéis recordar que sois hombres. Si necesitáis un ejemplo de coraje, mirad a esas mujeres, Bornhald. ¡Cualquiera de ellas es más valerosa que todos vosotros juntos, puñado de Capas Blancas!

Bornhald se estremeció como si cada palabra fuera un golpe; Perrin creyó que el hombre acabaría cayéndose del caballo. Manteniéndose erguido con esfuerzo, el oficial lo miró de hito en hito.

—Nos quedaremos —dijo con voz ronca.

—Pero, mi señor Bornhald —protestó Byar.

—¡Sin menoscabo! —le gritó Bornhald—. ¡Si hemos de morir aquí, moriremos sin menoscabo! —Giró la cabeza hacia Perrin; estaba espumeando—. Nos quedaremos. ¡Pero al final te veré muerto, Engendro de la Sombra! ¡Por mi familia, por mi padre, te veré muerto! —Haciendo dar media vuelta a su montura violentamente, regresó al trote hacia la columna de soldados. Byar enseñó los dientes a Perrin en un gruñido sordo antes de ir en pos de su oficial.

—¿Piensas mantener esa promesa? —inquirió Aram con ansiedad—. No puedes hacerlo.

—Tengo que comprobar cómo están los demás —dijo Perrin. No había muchas posibilidades de que viviera lo suficiente para cumplirla—. No queda mucho tiempo.

Taconeó a Brioso en los ijares, y el caballo salió al trote en dirección al extremo occidental del pueblo.

Detrás de la afilada estacada que daba al Bosque del Oeste, los hombres aguardaban empuñando las picas, alabardas y lanzas fabricadas por Haral Luhhan, que también estaba allí, vestido con su chaleco de herrero y empuñando una guadaña acoplada al extremo de un astil de más de dos metros. Tras ellos se encontraban los hombres armados con arcos, formados en filas interrumpidas por cuatro catapultas; Abell Cauthon recorría lentamente las líneas para dirigir algunas palabras a cada hombre.

Perrin frenó a su caballo al lado de Abell.

—Al parecer se aproximan por el norte y el sur —informó en voz queda—, pero de todos modos estad ojo avizor.

—Estaremos atentos. Y lo tengo todo preparado para enviar a la mitad de mis hombres a cualquier punto donde sea necesaria su presencia. No van a encontrar fácil hacer carne con los hombres de Dos Ríos. —La sonrisa de Abell recordaba poderosamente la de su hijo.

Para azoramiento de Perrin, los hombres lo aclamaron a su paso, seguido por los Compañeros y con el estandarte pegado a sus talones.

—¡Ojos Dorados! ¡Ojos Dorados! —Y de vez en cuando—: ¡Lord Perrin!

Tendría que haber sido más firme para cortar aquello desde el principio.

En el sur, Tam estaba al cargo de los hombres; la expresión de su semblante era más severa que la de Abell y caminaba casi como un Guardián, con la mano apoyada en la empuñadura de la espada. Aquellos movimientos lobunos, implacables, resultaban chocantes en el fornido y canoso granjero. Empero, sus palabras no se diferenciaron mucho de las de Abelclass="underline"

—Nosotros, los de Dos Ríos, somos más duros de lo que la mayoría imagina —manifestó sosegadamente—. Ten por seguro que hoy quedará demostrado nuestro pundonor.

Alanna estaba junto a una de las seis catapultas que había en este lado, gesticulando sobre una enorme piedra que iba a ser cargada en el extremo cóncavo del brazo. Ihvon se encontraba a lomos de su caballo, cerca de ella, con su capa de Guardián de color cambiante, esbelto como una cuchilla de acero y alerta como un halcón; era evidente que había elegido su posición (dondequiera que estuviera Alanna) y su objetivo en la lucha (sacarla de allí con vida a cualquier precio). Apenas le dedicó una mirada a Perrin, pero la Aes Sedai hizo una pausa, con las manos suspendidas sobre la piedra, y sus ojos siguieron a Perrin mientras pasaba. El joven notó sobre él su mirada evaluándolo, sopesándolo y juzgándolo. También lo siguieron los vítores.

En el punto donde la estacada se extendía más allá de las pocas casas al este de la Posada del Manantial, Jon Thane y Samel Crawe compartían el mando de los hombres. Perrin les dijo lo mismo que a Abell y, de nuevo, obtuvo una respuesta similar. Jon, que llevaba una cota de malla en la que se veían algunos agujeros con herrumbre, había visto el humo de su molino incendiado, y Samel, con su cara de caballo y larga nariz, estaba seguro de haber divisado humo en la dirección donde estaba su granja. Ninguno de los dos esperaba un día fácil, pero tanto el uno como el otro mostraban una determinación inquebrantable.

Perrin había decidido situarse en el flanco norte durante la lucha. Acarició la cinta que colgaba sobre una solapa y miró hacia Colina del Vigía, la dirección tomada por Faile, y se preguntó por qué habría elegido el flanco norte. «Vuela libre, Faile. Vuela lejos, corazón mío». Imaginó que éste era un sitio tan bueno como cualquier otro para morir.

Se suponía que Bran estaba al mando aquí, con su casco metálico y su jubón con discos metálicos cosidos encima, pero dejó de pasar revista a los hombres a lo largo de la barricada a fin de hacer una reverencia a Perrin tan profunda como se lo permitía su prominente cintura. Gaul y Chiad estaban preparados, las cabezas envueltas en los shoufa y los rostros ocultos hasta los ojos bajo los negros velos. Codo con codo, reparó Perrin; fuera lo que fuera lo que había pasado entre ellos, por lo visto habían superado el pleito de sangre que existía entre sus clanes. Loial sostenía un par de machados que parecían diminutos entre sus enormes manos; las orejas copetudas estaban dirigidas hacia adelante en un gesto fiero, y su ancho rostro mostraba una expresión severa.