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Perrin se dirigió hacia la puerta sin llamar la atención; si Rand y la Aes Sedai iban a hacer un pulso de voluntades, no pensaba quedarse para presenciarlo. A Lan no parecía preocuparle, aunque resultaba difícil asegurarlo ya que, a juzgar por aquella postura tan suya, la espalda recta y relajada al mismo tiempo, igual podía estar tan aburrido como para quedarse dormido de pie como a punto de desenvainar su espada; su actitud sugería tanto una cosa como la otra, o ambas. Con Rhuarc ocurría otro tanto, aunque el Aiel también echaba ojeadas a la puerta.

—¡Quédate donde estás! —Moraine no apartó los ojos de Rand, y su índice extendido apuntaba a medio camino entre Rhuarc y Perrin, pero en cualquier caso el joven se paró en seco, y el Aiel se encogió de hombros y cruzó los brazos sobre el pecho.

»Terco —rezongó Moraine, esta vez dirigiéndose a Rand—. De acuerdo. Si tienes intención de quedarte aquí plantado hasta desplomarte, podrías aprovechar el tiempo que te queda antes de irte de bruces al suelo para contarme qué ha pasado aquí. No está en mi mano enseñarte, pero si me lo explicas quizá sepa discernir qué es lo que hiciste mal. No lo veo muy factible, pero tal vez pueda. —Su voz se tornó cortante—. Tienes que aprender a controlarlo, y no lo digo sólo por cosas como ésta. Si no aprendes a controlar el Poder, te matará. Lo sabes. Te lo he advertido muchas veces. Y has de aprenderlo por ti mismo, hallando las respuestas en tu interior.

—Todo cuanto hice fue sobrevivir —replicó él duramente. Moraine abrió la boca para hablar, pero Rand se le anticipó—. ¿Acaso pensáis que sería capaz de encauzar sin darme cuenta? No lo hice mientras dormía. Esto ocurrió estando despierto. —Se tambaleó y buscó apoyo en la espada.

—No podrías encauzar nada dormido salvo en el dominio del Espíritu, y esto no podría achacarse a eso —repuso Moraine fríamente—. Iba a preguntarte qué había pasado.

Perrin notó que los pelos se le ponían de punta a medida que Rand relataba los acontecimientos. Lo del hacha había sido horrible, pero al menos el arma era un objeto tangible, algo real. Que tus propios reflejos se abalanzaran sobre ti desde unos espejos… Sin darse cuenta de lo que hacía, movió los pies para no tener debajo ningún fragmento de cristal.

A poco de empezar a hablar, Rand echó una fugaz ojeada hacia atrás, al arcón, como con disimulo. Un instante después los fragmentos de cristal que había esparcidos sobre la tapa del arcón se movieron y cayeron a la alfombra como barridos por una escoba invisible. Rand intercambió una mirada con Moraine y después se sentó lentamente antes de proseguir. Perrin no estaba seguro de cuál de los dos había limpiado la tapa del arcón. En el relato de su amigo no se mencionó a Berelain.

—Tuvo que ser uno de los Renegados —terminó Rand—. Quizá Sammael. Dijisteis que estaba en Illian. A menos que uno de ellos se encuentre aquí, en Tear. ¿Podría Sammael llegar a la Ciudadela desde Illian?

—No, ni aunque blandiera a Callandor —le aseguró Moraine—. Existen ciertos límites, y Sammael sólo es un hombre, no el Oscuro.

¿Sólo un hombre? A Perrin no le parecía una descripción buena. Un hombre capaz de encauzar pero que, de algún modo, no había enloquecido; al menos de momento, que se supiera. Un hombre quizá tan poderoso como Rand, sólo que su amigo estaba intentando aprender mientras que Sammael sabía ya todos los trucos de sus talentos. Un hombre que había pasado tres mil años encarcelado en la prisión del Oscuro y que se había pasado al bando de la Sombra por propia voluntad. No, «Sólo un hombre» no acertaba a describir, ni por asomo, a Sammael o a cualquiera de los Renegados, hombre o mujer.

—Entonces uno de ellos está aquí, en la ciudad. —Rand agachó la cabeza para apoyarla sobre las muñecas, pero volvió a ponerse derecho bruscamente y miró desafiante a los que estaban en la habitación—. No estoy dispuesto a que se me persiga otra vez. A partir de ahora seré el rastreador y no la presa. Lo encontraré, o la encontraré, y le…

—No creo que fuera un Renegado —lo interrumpió Moraine—. Lo ocurrido era demasiado sencillo y, al mismo tiempo, demasiado complejo.

—Dejaos de adivinanzas, Moraine —instó Rand calmoso—. Si no fue obra de un Renegado, entonces ¿de quién o de qué?

La Aes Sedai mantuvo el gesto impasible, pero se advirtió cierta vacilación, ya fuera porque no estaba segura de la respuesta o porque estaba decidiendo hasta dónde debía revelar lo que sabía.

—Puesto que los sellos que cierran la prisión del Oscuro se están debilitando —dijo al cabo de un tiempo—, tal vez sea inevitable que alguna… miasma escape aunque él siga atrapado. Como las burbujas que salen a la superficie de cosas que se pudren en el fondo del estanque. Pero estas burbujas van a la deriva a través del Entramado hasta que se prenden a uno de los hilos y estallan.

—¡Luz! —A Perrin se le escapó sin querer la exclamación. Moraine volvió los ojos hacia él—. ¿Queréis decir que lo que le ha pasado a Rand podría empezar a ocurrirle a todo el mundo?

—No a todos. Por lo menos, todavía no. Creo que al principio sólo serán unas pocas burbujas las que escaparán a través de las grietas a las que tiene acceso el Oscuro. Más adelante ¿quién sabe? Y al igual que los ta’veren tejen los hilos del Entramado que hay a su alrededor, creo que quizá también atraigan a esas burbujas con más fuerza que los demás. —Su expresión ponía de manifiesto que sabía que Rand no era el único que había tenido una mala experiencia esta noche. Un fugaz atisbo de sonrisa que desapareció casi sin darle tiempo a verlo le dijo a Perrin que podía callar si quería y guardarlo en secreto para los otros, pero que ella lo sabía—. No obstante, en los próximos meses, o años si somos tan afortunados de disponer de tanto tiempo, me temo que mucha gente empezará a ver cosas que la harán encanecer, si es que sobrevive.

—Mat —dijo Rand de repente—. ¿Sabéis si él…? ¿Si ha…?

—Lo sabré pronto —contestó Moraine sosegada—. Lo hecho, hecho está, pero no hay que perder la esperanza. —A pesar de su tono impasible, Perrin olió en ella la inquietud hasta que Rhuarc habló:

—Se encuentra bien. O se encontraba. Me topé con él cuando venía hacia aquí.

—¿Adónde se dirigía? —En la voz de la Aes Sedai había un timbre afilado.

—Me pareció que se encaminaba hacia las dependencias de la servidumbre —contestó el Aiel. Rhuarc sabía que los tres eran ta’veren aunque intentara no admitirlo ante sí mismo, y conocía a Mat lo suficiente para añadir—: Pero no iba a los establos, Aes Sedai, sino en dirección contraria, hacia el río. En los muelles de la Ciudadela no hay barcas. —No se atascó al pronunciar las palabras «muelles» y «barcas» como le ocurría a la mayoría de los Aiel, a pesar de que en el Yermo esas cosas sólo existían en los cuentos.

Moraine asintió como si aquello no la sorprendiera. Perrin sacudió la cabeza; la Aes Sedai estaba tan habituada a ocultar lo que pensaba realmente, que ya lo hacía por costumbre.

De repente se abrió una de las hojas de la puerta y entraron Bain y Chiad, sin las lanzas. Bain llevaba una palangana grande y una ancha jofaina de la que salía vapor. Chiad acarreaba toallas dobladas debajo de un brazo.

—¿Por qué lo traéis vosotras? —demandó Moraine.

—La criada no quería entrar —respondió Chiad encogiéndose de hombros.

Rand soltó una seca carcajada.

—Hasta los sirvientes son lo bastante listos para no acercarse a mí. Dejadlo en cualquier parte.

—Se te está acabando el tiempo, Rand —dijo Moraine—. Los tearianos se están acostumbrando a ti, después de la novedad, y nadie teme lo que le es familiar como ocurre con lo desconocido. ¿Cuántas semanas, o días, pasarán antes de que alguien intente clavarte una flecha en la espalda o echar veneno en tu comida? ¿Cuánto falta para que alguno de los Renegados ataque u otra burbuja se deslice por el Entramado?