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«¿Crees que huiría? —le había dicho a Perrin cuando éste sugirió que podría escabullirse al abrigo de la noche, en pos de Faile. Sus orejas estaban caídas por el cansancio, pero también en un gesto dolido—. Vine contigo, Perrin, y me quedaré hasta que tú te marches. —Y entonces se había echado a reír de repente, un profundo y estruendoso sonido que casi hizo tintinear los platos—. Quizás alguien cuente mi historia algún día. A nosotros no nos interesan esas cosas, pero supongo que podría haber un héroe Ogier. Es broma, Perrin. Vamos, ríete, que he hecho un chiste. Anímate, hombre, haremos chistes, nos reiremos e imaginaremos a Faile volando libre».

—No es ninguna broma, Loial —musitó el joven mientras pasaba con el caballo a lo largo de las filas de hombres, procurando no escuchar sus vítores—. Eres un héroe lo quieras o no.

El Ogier le dedicó una ancha y tensa sonrisa antes de volver la vista hacia el terreno despejado al otro lado de la barricada. Unos palos a los que se les había pelado la corteza marcaban el terreno a intervalos de cien pasos hasta los quinientos; más allá se extendían labrantíos, campos de tabaco y cebada, la mayoría pisoteados en ataques anteriores, y setos y vallas bajas de piedra, y bosquecillos de melojos, pinos y robles.

Cuántos rostros conocidos entre estas filas de hombres a la espera. El robusto Eward Candwin y Paet al’Caar, empuñando picas. El canoso Buel Dowtry, el flechero, estaba junto a los arqueros, por supuesto. Más allá se encontraba el fornido y canoso Jac al’Seen y su calvo primo Wit, y el sarmentoso Flinn Lewin, larguirucho como todos los varones de su familia. Jaim Torfinn y Hu Marwin, unos de los primeros en seguirlo; no se habían unido a los Compañeros, como si el hecho de haberse perdido la emboscada en el Bosque de las Aguas hubiera abierto una brecha entre ellos y los demás. Elam Dowtry, Dav Ayellan y Ewin Finngar. Hari Coplin y su hermano Darl, y el viejo Bili Congar. Berin Thane, el hermano del molinero, y el grueso Athan Dearn y Kevrin al’Azar, cuyos nietos ya tenían hijos mayores; y Tuck Padwhin, el carpintero, y…

Se obligó a dejar de contarlos y cabalgó hacia donde estaba Verin junto a una de las catapultas bajo la atenta vigilancia de Tomás, montado en su rucio. La rellena Aes Sedai observó un instante a Aram antes de volver sus penetrantes ojos hacia Perrin con una ceja enarcada, como preguntándole por qué la molestaba.

—Estoy un poco sorprendido de encontraros todavía aquí a vos y a Alanna —le dijo el joven—. Ir a la búsqueda de jovencitas que pueden encauzar no debe ser tan importante como para que merezca la pena morir. Ni tampoco mantener una cuerda atada a un ta’veren.

—¿Es eso lo que estamos haciendo? —Entrelazó las manos sobre la cintura y ladeó la cabeza con gesto pensativo—. No —dijo al cabo—. No creo que podamos marcharnos todavía. Eres tan digno de estudio como Rand, a tu modo. Y también el joven Mat. Si pudiera dividirme en tres, me pegaría a cada uno de vosotros sin separarme de día ni de noche aunque para ello tuviera que desposaros.

—Yo ya tengo esposa. —Sonaba raro. Raro y estupendo. Tenía una esposa y estaba a salvo.

—Sí, la tienes —dijo la Aes Sedai rompiendo su breve ensoñación—. Pero no sabes lo que significa haberte casado con Zarina Bashere, ¿verdad? —Alzó la mano para tocar el hacha que llevaba colgada a la cintura y examinarla—. ¿Cuándo vas a cambiar esto por un martillo?

Sin quitarle ojo a la Aes Sedai, Perrin hizo retroceder un paso a Brioso, apartando así el hacha de la mano de Verin, antes de darse cuenta de lo que hacía. ¿Lo que significaba haber desposado a Faile? ¿Renunciar al hacha? ¿Qué quería decir con eso? ¿Qué era lo que sabía esta mujer?

—¡ISAM! —El clamor gutural retumbó en el aire y aparecieron los trollocs cruzando los campos a la carrera para después detenerse en la distancia de alcance de los arcos cual una marea de negras cotas de malla que se extendían a todo lo largo del pueblo. Todos ellos sobrepasaban en varios palmos la altura de un hombre y los doblaban en corpulencia. Eran millares: grandes rostros deformados por picos y hocicos, cabezas con cuernos o con crestas de plumas, pinchos sobresaliendo en codos y hombros, espadas de hoja ancha y curva como guadañas y hachas con aguzados picos como contrapeso, picas con las puntas retorcidas como ganchos y tridentes barbados, un mar aparentemente infinito de crueles armas. Detrás de ellos, los Myrddraal galopaban arriba y abajo sobre corceles negros como la noche, envueltos en las brunas capas que colgaban inmóviles aunque galoparan o caracolearan sobre sus monturas.

—¡ISAM!

—Interesante —murmuró Verin.

A Perrin no le pareció el término más adecuado. Ésta era la primera vez que los trollocs pronunciaban una palabra inteligible, aunque no tenía la menor idea de lo que significaba.

Acariciando su cinta de esponsales, se obligó a cabalgar tranquilamente hacia el centro de Dos Ríos. Los Compañeros formaron detrás de él, con el estandarte de la cabeza de lobo ondeando al impulso de la brisa. Aram tenía empuñada la espada con las dos manos.

—¡Estad preparados! —gritó Perrin. Por increíble que le pareciera, su voz sonó firme.

—¡ISAM!

Y la negra marea empezó a avanzar aullando como bestias.

Faile estaba a salvo. Era lo único que importaba. No se permitió mirar los rostros de los hombres que se extendían a ambos lados de él. Oyó los mismos aullidos hacia el sur. Por dos frentes a la vez. Tampoco esto lo habían intentado hasta ahora. Faile estaba a salvo.

—¡A cuatrocientos pasos! —A todo lo largo de las filas los arcos se alzaron a la par. La aullante masa seguía aproximándose, las largas piernas acortando distancias con gran rapidez. Más cerca—. ¡Disparad!

El seco chasquido de las cuerdas de los arcos quedó ahogado por el clamor de los trollocs, pero una lluvia de proyectiles emplumados se elevó hacia el cielo, voló en una trayectoria arqueada y se precipitó sobre la horda de mallas negras. Las piedras de las catapultas estallaron en ardientes bolas de fuego y aguzados fragmentos en medio de las apretadas filas enemigas. Muchos trollocs cayeron. Perrin los vio desplomarse y ser pisoteados bajo botas y pezuñas. Incluso cayeron algunos Myrddraal. Empero, la negra ola continuó avanzando, cubriendo huecos y brechas, aparentemente sin sufrir merma.

No hubo necesidad de dar la orden de disparar otra andanada. La segunda siguió a la primera tan deprisa como los hombres pudieron encajar otra flecha en los arcos, y la nueva andanada surcó el aire antes de que la anterior hubiera llegado al suelo. Y a ésta la siguió una tercera; y luego una cuarta y una quinta. El fuego explotaba entre los trollocs con tanta rapidez como los hombres de las catapultas eran capaces de tensar los brazos, mientras Verin galopaba de una catapulta a otra y se inclinaba en la silla sobre las piedras cargadas. Y las enormes y aullantes bestias continuaban acercándose, gritando en una lengua incomprensible para Perrin, pero ávidas de sangre; de sangre y carne humana. Los hombres apostados tras la estacada se aprestaron a la lucha, levantando sus armas.

Perrin sintió frío dentro de sí. Alcanzaba a ver el tramo de campo que la carga trolloc había dejado tras de sí sembrado ya de sus muertos y moribundos, pero no parecía que fueran menos los que continuaban de pie. Brioso piafó con nerviosismo, aunque el joven no distinguió el relincho del animal de los aullidos de los trollocs. El hacha se deslizó suavemente de la presilla de cuero y su mano se cerró sobre el mango; la gran hoja en forma de media luna y el grueso pincho de contrapeso centellearon con la luz del sol. Todavía no era mediodía. «Mi corazón es tuyo para siempre, Faile». No creía que en esta ocasión las estacadas pudieran…