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Agarrando las riendas que Tell le lanzó, subió a la silla. Y se preguntó si estaba viendo lo que quería ver y no la realidad.

Bajo el estandarte de un águila roja, al borde de donde habían estado los labrantíos, se extendían largas filas de hombres con ropas campesinas que disparaban sus arcos metódicamente. Y junto al estandarte estaba Faile a lomos de Golondrina, con Bain pegada al estribo. Tenía que ser Bain, tras aquel negro velo, y veía claramente el rostro de Faile. Parecía excitada, temerosa, aterrada y eufórica. Estaba preciosa.

Los Myrddraal intentaban hacer dar media vuelta a algunos trollocs con el propósito de lanzar una carga contra los hombres de Colina del Vigía, pero sus esfuerzos eran en vano. Incluso los pocos trollocs que obedecieron y dieron media vuelta, cayeron muertos antes de haber recorrido cincuenta metros. Un Fado y su caballo cayeron, pero no derribados por flechas, sino por las manos y las picas de los aterrados trollocs. Ahora las bestias estaban retrocediendo y a poco fue una desbandada, huyendo de los disparos de ambos lados, una vez que los hombres de Campo de Emond tuvieron espacio para utilizar también sus arcos. Trollocs cayendo; Myrddraal desplomándose. Era una carnicería, pero Perrin apenas lo vio. Faile.

El mismo chiquillo de antes apareció junto a su estribo.

—¡Lord Perrin! —gritó, esta vez para hacerse oír por encima de los vítores, de los gritos de alegría y alivio que lanzaron hombres y mujeres cuando los últimos trollocs que no habían conseguido llegar fuera del alcance de los arcos cayeron. No lo habían conseguido muchos, creía Perrin, aunque casi era incapaz de pensar. Faile. El chiquillo le tiró de la pernera del calzón—. ¡Lord Perrin! ¡Maese al’Vere dice que os informe que los trollocs están huyendo! ¡Y es «Deven Ride» lo que gritan! ¡Los hombres, quiero decir, los he oído!

Perrin se inclinó para revolver el rizoso cabello del crío.

—¿Cómo te llamas, pequeño?

—Jaim Aybara, lord Perrin. Soy vuestro primo, creo. O algo parecido.

Perrin apretó los ojos un instante para contener las lágrimas. Cuando los abrió, su mano temblaba todavía sobre la cabeza del chiquillo.

—Bien, primo Jaim, algún día contarás a tus hijos lo ocurrido hoy. Se lo contarás a tus nietos, a tus tataranietos.

—No voy a tener hijos —manifestó Jaim con gran resolución—. Las chicas son horribles. Se ríen de uno y no les gusta hacer nada que merezca la pena hacer y uno nunca entiende lo que dicen.

—Llegará el día en que descubrirás que son todo lo contrario a horribles. Parte de lo que has dicho no cambiará, pero eso, sí. —Faile.

Jaim no parecía muy convencido, pero entonces su expresión se animó y una ancha sonrisa alegró su semblante.

—¡Veréis cuando cuente que lord Perrin me ha llamado primo! —Y salió corriendo para decírselo a Had, que también tendría hijos y a todos los demás chicos que los tendrían igualmente algún día.

El sol estaba en su cenit. Una hora, quizá. Todo había pasado en una hora. Pero a él le parecía toda una vida.

Brioso se puso al paso, y entonces se dio cuenta de que debía de haberlo taconeado en los costados. La gente que seguía jaleando se apartó para dejar paso al caballo, pero él apenas oía sus vítores. Había grandes brechas allí donde los trollocs habían abierto huecos a fuerza de su número ingente. Salió por una de ellas, pisoteando un montón de cadáveres de las bestias sin ser consciente de ello. Los cuerpos de trollocs, asaeteados como alfileteros, alfombraban el trecho de campo abierto y aquí y allí un Fado acribillado con flechas se sacudía todavía en el suelo. Perrin no vio nada. Sólo tenía ojos para una persona: Faile.

La joven se adelantó a las filas de hombres de Colina del Vigía, haciendo una breve pausa para decirle a Bain que no la siguiera, y cabalgó a su encuentro. Montaba con tanta gracia como si la negra yegua fuera parte de su ser, erguida y esbelta, guiando a Golondrina con sus rodillas más que con las riendas, que sujetaba despreocupadamente con una mano. La roja cinta de esponsales seguía entretejida a su cabello, y las puntas colgaban más abajo de sus hombros. Tenía que encontrar flores para ella.

Durante un instante, aquellos ojos rasgados lo observaron con fijeza y su boca… Imposible que se sintiera insegura, pero tenía ese olor.

—Dije que me iría —empezó finalmente, manteniendo muy erguida la cabeza. La yegua se desplazó hacia un lado, con el cuello arqueado, y Faile la dominó sin que aparentemente fuera consciente de ello—. No dije hasta dónde. No puedes decir lo contrario.

Él no podía decir nada. Era tan hermosa… Sólo quería mirarla, verla así, bella, viva, junto a él. Olía a sudor reciente con un leve atisbo a jabón perfumado. Perrin no sabía si reír o llorar. Tal vez las dos cosas. Quería inhalar todo su aroma y llenarse los pulmones con él.

—Estaban dispuestos, Perrin —continuó, fruncido el entrecejo—. Lo estaban, de veras. Apenas tuve que decirles nada para convencerlos de que vinieran. Los trollocs casi no los han molestado, pero veían el humo. Bain y yo viajamos muy rápido y llegamos a Colina del Vigía bastante antes de que amaneciera, y nos pusimos en marcha tan pronto como salió el sol. —Su ceño cambió por una sonrisa anhelante y enorgullecida. ¡Qué sonrisa tan hermosa! Sus oscuros ojos chispeaban.

»Me siguieron, Perrin. ¡A mí! Tenobia nunca ha dirigido hombres en la batalla. Quiso hacerlo una vez, cuando yo tenía ocho años; pero padre sostuvo una charla con ella a solas en sus aposentos y, cuando él cabalgó de regreso a la Llaga, ella se quedó en palacio. —Con una mueca pesarosa, agregó—: Creo que tú y yo utilizamos los mismos métodos a veces. Tenobia lo exilió, pero por entonces sólo tenía dieciséis años y el Consejo de los Lores se las ingenió para hacer que cambiara de idea al cabo de unas pocas semanas. Se pondrá verde de envidia cuando se lo cuente. —De nuevo hizo una pausa, esta vez respirando hondo y plantando un puño en la cadera.

»¿No piensas decir nada? —exclamó con impaciencia—. ¿Vas a quedarte ahí sentado como un zoquete peludo? No dije que me marcharía de Dos Ríos. Eso lo dijiste tú, no yo. ¡Y no tienes derecho a estar enfadado porque no cumpliera lo que nunca te prometí! ¿Qué me dices de ti, intentando alejarme porque pensabas que ibas a morir? Volví para que…

—Te quiero. —Era todo lo que podía decir pero, curiosamente, pareció ser suficiente. Las dos palabras apenas habían salido de sus labios cuando ella hizo avanzar a la yegua lo suficiente para poder rodearlo con un brazo y apoyar la cabeza en su pecho, estrechándolo con tanta fuerza como si quisiera partirlo en dos. Perrin le acarició el cabello con ternura, sintiendo su tacto de seda. Sintiéndola a ella.

—Tenía tanto miedo de no llegar a tiempo —dijo ella, ahogada la voz al hablar con la boca pegada contra su chaqueta—. Los hombres de Colina del Vigía marcharon tan deprisa como pudieron, pero cuando llegamos y vi a los trollocs luchando entre las casas, y había tantos, como si el pueblo estuviera enterrado bajo una avalancha negra, y no te localizaba a ti… —Inhaló temblorosamente y soltó despacio el aire. Cuando volvió a hablar, su voz estaba más serena. Un poco—. ¿Llegaron los hombres de Deven Ride?

Perrin dio un respingo y su mano dejó de acariciarle el cabello.

—Sí, lo hicieron. ¿Cómo lo sabes? ¿También lo arreglaste tú?

Faile empezó a temblar; Perrin tardó unos instantes en darse cuenta de que estaba riéndose.

—No, corazón mío, aunque lo habría hecho si hubiese podido. Cuando aquel hombre llegó con el mensaje «Ya venimos», pensé, deseé que fuera eso lo que significaba. —Echando un poco la cabeza hacia atrás lo miró seriamente—. No podía decírtelo, Perrin. No podía hacerte albergar esperanzas por una corazonada mía. Habría sido muy cruel si… No te enfades conmigo, Perrin.