Él se echó a reír y, levantándola en vilo de su silla, la pasó a su caballo; la sentó de lado, ante sí. Ella protestó entre risas y le rodeó el cuello con los brazos.
—Nunca, nunca jamás me enfadaré contigo. Lo ju…
Faile lo hizo callar poniéndole los dedos sobre los labios.
—Mi madre dice que lo peor que le hizo mi padre fue jurarle que nunca se enfadaría con ella. Le costó un año obligarlo a que se retractara, y afirma que le estaba costando la vida cumplir lo prometido desde mucho antes. Te enfadarás conmigo, Perrin, y yo contigo. Pero si quieres hacerme otra promesa como regalo de boda, jura que no lo ocultarás cuando lo estés. No puedo afrontar lo que no me dejes ver, esposo. Esposo —repitió con tono satisfecho, acurrucándose contra él—. Me gusta cómo suena.
A Perrin no le pasó por alto el hecho de que Faile no había dicho que ella se lo haría saber cuando estuviera enfadada; a juzgar por anteriores experiencias, tendría que descubrirlo por la vía más difícil al menos la mitad de las veces. Y tampoco había prometido no volver a tener secretos para él. Pero, ahora mismo, no importaba nada mientras la tuviera a su lado.
—Te lo diré cuando esté enfadado, esposa —prometió. Faile lo miró de soslayo, como si no estuviera segura de cómo interpretar eso. «Nunca llegarás a entenderlas, primo Jaim, pero tampoco te importará».
De repente fue consciente de todos los trollocs muertos a su alrededor, cual un negro campo lleno de espigas emplumadas, y de los Myrddraal sacudiéndose todavía, resistiéndose a morir por completo. Lentamente, hizo volver grupas a Brioso. Un matadero de Engendros de la Sombra extendiéndose centenares de pasos en todas direcciones. Algunas cornejas recorrían ya el campo a saltos y los buitres sobrevolaban la zona en círculo formando una espesa nube. Pero ningún cuervo. Lo mismo ocurría al sur, según Jaim; Perrin veía a los buitres al otro lado del pueblo. No bastaba para compensar la vida de Deselle o de Adora o del pequeño Petram o de… No bastaba. Nunca sería bastante. Nada podía compensar su pérdida. Estrechó a Faile contra sí, tan fuerte que la joven gruñó, pero cuando hizo intención de aflojar su cerco, ella le agarró los brazos y apretó con igual fuerza para que siguieran donde estaban. Ella sí bastaba.
La gente salía en tropel de Campo de Emond; Bran cojeaba y utilizaba su pica como bastón; Marin, sonriente, lo rodeaba con un brazo; a Daise la abrazaba su marido, Wit; y Gaul y Chiad iban de la mano, con los velos ya bajados. Loial llevaba las orejas caídas por el cansancio, y Tam tenía sangre en la cara. Flinn Lewin se mantenía en pie gracias sólo a que, Adine, su mujer, lo sostenía: casi todos tenían sangre y vendajes provisionales puestos con apresuramiento. Pero salían juntos, formando una multitudinaria piña; Elam y Dav, Ewin y Aram, Eward Candwin y Buel Dowtry, Hu y Tad, los caballerizos de la Posada del Manantial, Ban y Tell y los Compañeros, cabalgando todavía con el estandarte. Esta vez no vio los rostros ausentes, sólo los de aquellos que todavía seguían allí. Verin y Alanna, en sus caballos, con Tomás e Ihvon cabalgando a pocos pasos. El viejo Bili Congar agitando una jarra que sin duda contenía cerveza o, mejor aún, brandy. Y Cenn Buie, tan sarmentoso como siempre, aunque con magulladuras; y Jac al’Seen, con un brazo alrededor de su esposa, y sus hijos e hijas a su alrededor, acompañados por sus esposas y esposos. Raen e Ila, todavía con los bebés cargados a la espalda. Y más. Rostros que no conocía; hombres que debían de venir de Deven Ride y de las granjas de los alrededores. Niños corriendo entre los adultos, riendo.
Se abrieron en abanico a ambos lados y, al unirse con los hombres de Colina del Vigía, formaron un amplio círculo que los dejó a Faile y a él en el centro. Todo el mundo evitaba a los moribundos Fados, pero era como si nadie viera a los Engendros de la Sombra que yacían por doquier, sólo a la pareja montada en Brioso. Los contemplaron en silencio, largamente, hasta que Perrin empezó a ponerse nervioso. «¿Por qué no habla nadie? ¿Por qué me miran tan fijamente?»
Entonces aparecieron los Capas Blancas, saliendo a caballo del pueblo, despacio, en la larga y reluciente columna de a cuatro, con Dain Bornhald y Jaret Byar a la cabeza. Todas las blancas capas, de la primera a la última, relucían como recién lavadas; todas y cada una de las lanzas brillaban, inclinadas en el mismo ángulo. Se levantó un sordo murmullo iracundo, pero la gente se apartó para dejarlos entrar en el círculo.
Cuando Bornhald se encontró frente a Perrin, levantó una mano enguantada, y la columna se detuvo con un tintineo de bridas y crujidos de sillas.
—Se acabó, Engendro de la Sombra. —La boca de Byar se crispó en un remedo de gruñido sordo, pero el semblante de Bornhald siguió inalterable y no alzó la voz—. La amenaza de los trollocs ha terminado aquí. Según lo convenido, te arresto ahora por Amigo Siniestro y por asesino.
—¡No! —Faile se giró bruscamente para mirar a Perrin con ojos iracundos—. ¿A qué se refiere con eso de «convenido»?
Sus palabras casi quedaron ahogadas por el clamor que se alzó en derredor.
—¡No! ¡No!
—¡No os lo llevaréis!
—¡Ojos Dorados!
Sin apartar los ojos de Bornhald, Perrin levantó una mano y el silencio se hizo poco a poco. Cuando todos se hubieron callado, habló:
—Dije que no me resistiría si ayudabais. —Sorprendente, lo tranquila que sonaba su voz; por dentro, una fría cólera empezó a crecer, imparable—. Si ayudabais, Capa Blanca. ¿Dónde estabais?
El oficial no respondió. Del círculo formado por la multitud se adelantó Daise Congar, con Wit, que se agarraba a ella como si estuviera dispuesto a no soltarla jamás. A decir verdad, también el fornido brazo de la mujer estaba ceñido alrededor de los hombros de Wit. Ofrecían una extraña imagen, con Daise plantando su horca firmemente en el suelo, sobrepasando en más de un palmo a su marido y agarrándolo como si quisiera protegerlo.
—Estaban en el Prado —anunció en voz alta—, todos alineados y sentados en sus caballos, tan compuestos como muchachitas arregladas para un baile del Día Solar. No se movieron. Por eso nosotras vinimos a las barricadas… —Un feroz murmullo de conformidad se alzó entre las mujeres— cuando vimos que estaban a punto de rebasaros. ¡Y ellos se quedaron plantados allí, como boñigas en un corral!
Bornhald no apartó la mirada de Perrin un solo instante; ni siquiera pestañeó.
—¿Crees que iba a confiar en ti? —dijo con desprecio—. Tu plan fracasó sólo porque estos otros llegaron, ¿no? Y tú no has tenido nada que ver con eso. —Faile se agitó; sin quitar ojo al oficial, Perrin puso un dedo en los labios de su mujer en el momento en que ésta abría la boca. Lo mordió, y con ganas, pero no dijo una palabra. Por fin la voz de Bornhald empezó a subir de tono—. Te veré ahorcado, Engendro de la Sombra. ¡Conseguiré que te cuelguen cueste lo que cueste! ¡Te veré muerto aunque el mundo estalle en llamas! —Esto último fue más un grito que una frase.
La espada de Byar salió un palmo de la vaina; un fornido Capa Blanca que estaba detrás de él —Farran, creía recordar Perrin que se llamaba— la desenvainó por completo, exhibiendo una sonrisa complacida en contraste con la mueca de Byar.
Se quedaron paralizados cuando sonó el golpeteo de las flechas al ser sacadas de las aljabas, y los arcos se levantaron alrededor de todo el círculo; con las cuerdas tensadas, los arqueros llevaron el emplumado hasta la oreja, cada proyectil apuntando a un Capa Blanca. A lo largo de la ancha columna, las sillas crujieron cuando los hombres rebulleron con nerviosismo sobre ellas. Bornhald no demostraba miedo, y tampoco olía a ello; su olor era todo odio. Sus febriles ojos recorrieron el círculo de las gentes de Dos Ríos que rodeaban a sus hombres, y después los volvió hacia Perrin, abrasadores y rebosantes de odio.