Perrin hizo un gesto, y la tensión de las cuerdas se aflojó a regañadientes y los arcos se bajaron lentamente.
—No habríais ayudado en ningún caso. —Su voz era fría como hierro, dura con un yunque—. Desde que vinisteis a Dos Ríos, la ayuda que habéis prestado ha sido casi accidental. Nunca os preocupó realmente si mataban a la gente o quemaban sus casas mientras que pudieseis encontrar a alguien a quien acusar de Amigo Siniestro. —Bornhald se estremeció, aunque sus ojos seguían ardiendo—. Es hora de que os marchéis. Pero no sólo de Campo de Emond. Es hora de que reunáis a vuestros Capas Blancas y abandonéis Dos Ríos. Ya, Bornhald. Marchaos ya.
—Te veré colgado algún día —musitó el oficial. Hizo una señal brusca con la mano para que la columna lo siguiera y taconeó a su montura como si quisiera arrollar a Perrin.
El joven apartó a Brioso; quería que estos hombres se marcharan, no que hubiera más muertes. Dejaría que el hombre tuviera un último gesto de desafío, tanto daba.
Bornhald no volvió la cabeza, pero el demacrado Byar asestó una mirada de puro odio a Perrin, y Farran pareció observarlo como si lamentara algo. Los demás mantuvieron la vista al frente mientras pasaban en medio del tintineo de los arreos y el trapaleo de cascos. En silencio, el círculo se abrió para dejarlos pasar, y la columna marchó hacia el norte.
Un puñado de diez o doce hombres se aproximaron hacia Perrin, algunos con piezas disparejas de antiguas armaduras, todos sonriendo con nerviosismo, cuando los últimos Capas Blancas pasaron de largo. Perrin no los conocía. Uno de ellos era un tipo de nariz ancha y rostro tan curtido que parecía un trozo de cuero. Llevaba la canosa cabeza al descubierto pero lucía una oxidada cota de malla que le llegaba hasta las rodillas, aunque el cuello de una chaqueta de campesino asomaba por el reborde. Hizo una torpe reverencia.
—Soy Jerinvar Barstere, mi señor Perrin, aunque todo el mundo me llama Jer. —Hablaba muy deprisa, como si temiera que lo interrumpiera—. Disculpad que os moleste. Algunos de nosotros nos ocuparemos de seguir a los Capas Blancas, si os parece bien. Muchos deseamos regresar a casa, aunque no lleguemos antes de que anochezca. Hay otros tantos Capas Blancas en Colina del Vigía, pero no quisieron venir. Tenían orden de mantenerse en el campamento, dijeron. Una pandilla de necios, si queréis saber mi opinión, y estamos más que hartos de tenerlos por allí, metiendo las narices en las casas de la gente e intentando que acusemos a nuestros vecinos de algo.
»Nosotros los acompañaremos para asegurarnos de que salen de Dos Ríos, si os parece bien. —Miro tímidamente a Faile, hundiendo la ancha barbilla en el pecho, pero su torrente de palabras no cesó—. Perdonad, mi señora Faile. No era mi intención molestaros a vos y a vuestro señor. Sólo quería que supiera que estamos con él. Tenéis una excelente mujer, mi señor. Una excelente mujer. Sin ánimo de ofenderos, mi señora. Bien, todavía hay luz y charlando no se esquilan ovejas. Perdonad por haberos molestado, mi señor Perrin. Disculpad, mi señora Faile. —Volvió a hacer una reverencia, imitada por los demás, y el grupo partió dirigido por Jer, que los iba regañando—: No tenemos tiempo para molestar al lord y a su dama. Todavía queda trabajo pendiente.
—¿Quién era ése? —inquirió Perrin, un tanto aturdido por la parrafada; Daise y Cenn juntos no hablaban tanto—. ¿Lo conoces, Faile? ¿De Colina del Vigía?
—Maese Barstere es el alcalde de Colina del Vigía, y los otros son el Consejo del Pueblo. El Círculo de Mujeres de Colina del Vigía enviará una delegación encabezada por su Zahorí una vez que estén seguros de que no es peligroso viajar. Según dijeron, para «ver si el tal lord Perrin es adecuado para Dos Ríos», pero todas querían que les enseñara cómo hacer una reverencia ante ti, y la Zahorí, Edelle Gaelin, va a traerte algunas de sus tartas de manzanas en conserva.
—¡La Luz me valga! —farfulló. Se estaba extendiendo. Sabía que debería haber cortado por lo sano desde el principio—. ¡No me llaméis así! —les gritó a los hombres que se alejaban—. ¡Soy un herrero! ¿Me oís? ¡Un herrero!
Jer Barstere se volvió para saludar agitando una mano y asintió con la cabeza para después azuzar a los otros a que caminaran más deprisa.
Riendo bajito, Faile le dio un tirón de la barba.
—Eres un necio encantador, milord Herrero. Ya es tarde para dar marcha atrás. —De repente, su sonrisa se tornó realmente maliciosa—. Esposo, ¿hay alguna posibilidad de que puedas estar a solas con tu mujer a no mucho tardar? ¡Parece que el matrimonio me ha vuelto tan descarada como una desvergonzada domani! Sé que debes de estar cansado, pero…
Se interrumpió y soltó un corto chillido a la par que se aferraba a su chaqueta cuando él taconeó a Brioso y lo puso a galope en dirección a la Posada del Manantial. Por una vez, los vítores que lo siguieron no molestaron a Perrin.
—¡Ojos Dorados! ¡Lord Perrin! ¡Ojos Dorados!
Desde la gruesa rama de un frondoso roble al borde del Bosque Oscuro, Ordeith contemplaba fijamente Campo de Emond, situado un par de kilómetros al sur. Imposible. «Hostigarlos. Castigarlos». Todo había ido a pedir de boca, según el plan. Incluso Isam le había hecho el juego. «¿Por qué dejó de traer trollocs el muy necio? ¡Tendría que haber traído los suficientes para que Dos Ríos quedara cubierto como si hubiera caído un negro enjambre sobre la región!» La baba goteaba de sus labios, pero no lo advirtió, como tampoco que su mano estaba toqueteando el cinturón. «¡Acosarlos hasta que sus corazones reventaran! ¡Desmenuzarlos como si fueran terrones de tierra!» ¡Todo planeado para atraer a Rand al’Thor hacia sí y que sus afanes quedaran en esto! Dos Ríos había salido indemne, sin apenas un rasguño. Unas pocas granjas incendiadas y unos cuantos campesinos despedazados vivos para las ollas trollocs no contaban, no habían tenido trascendencia. «¡Quiero a Dos Ríos arrasado, calcinado de modo que el fuego perdure en la memoria de los hombres durante un milenio!»
Estudió el estandarte que ondeaba sobre el pueblo y el otro que lo hacía no muy lejos de él. Una cabeza de lobo escarlata sobre blanco bordeado en rojo, y un águila también roja. Rojo por la sangre que Dos Ríos debía derramar para hacer aullar de dolor a Rand al’Thor. Manetheren. «Ése pretende ser el estandarte de Manetheren». Alguien les había hablado del antiguo reino, ¿verdad? ¿Qué sabrían estos necios de las glorias de Manetheren? «Manetheren, sí». Había más de una forma de hostigarlos. Se rió tan fuerte que estuvo a punto de caerse del roble antes de reparar en que no estaba agarrado con las dos manos, que una aferraba el cinturón donde debería haber colgado una daga. La risa se convirtió en un gruñido salvaje mientras miraba esa mano. La Torre Blanca guardaba lo que le había sido robado. Lo que era suyo por derecho; un derecho tan antiguo como la Guerra de los Trollocs.
Saltó al suelo y se encaramó a su caballo antes de mirar a sus compañeros. Sus sabuesos. Los aproximadamente treinta Capas Blancas que quedaban ya no llevaban níveas esas prendas, por supuesto. Las deslustradas armaduras mostraban puntos de herrumbre, y Bornhald no habría reconocido aquellos tétricos y recelosos semblantes, sucios y sin afeitar. Los humanos miraban a Ordeith, suspicaces pero temerosos, sin dirigir la vista hacia el Myrddraal que había entre ellos, con su rostro lívido como un gusano de tumba, carente de ojos, tan inexpresivo como los suyos propios. El Semihombre temía que Isam lo descubriera; a Isam no le había complacido en absoluto que en el asalto a Embarcadero de Taren se dejara escapar a tanta gente para que propagara la noticia de lo que estaba sucediendo en Dos Ríos. Ordeith soltó una risita al imaginar mortificado a Isam. Ése era un problema del que se ocuparía en otro momento, si es que el hombre aún vivía.