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Frunciendo el entrecejo, el joven procuró no mirarla. Las palabras de Egwene le habían traído a la cabeza Campo de Emond y Perrin, pero no creía probable que ella supiera adónde había ido Perrin.

—¿A qué te refieres? —instó finalmente.

—Yo lucho por ti —respondió Moraine antes de que Egwene tuviera ocasión de abrir la boca—, igual que lo hace Egwene. —Las dos mujeres intercambiaron una fugaz mirada—. Hay gente que lucha por ti sin saberlo igual que tú tampoco tienes conocimiento de ellos. No te das cuenta de lo que significa que fuerces el tejido de la Urdimbre de las Eras, ¿verdad? Las ondas de tus actos, las ondas de tu propia existencia, se extienden a través del Entramado para cambiar el tejido de los hilos de vidas que ni siquiera tienes conciencia de que existen. La batalla dista mucho de ser sólo tuya. Empero, estás en el centro de este tejido del Entramado. En caso de que fracases y caigas, todos fracasan y caen. Ya que no puedo ir contigo a Alcair Dal, deja que Lan te acompañe. Un par de ojos más que guardarán tu espalda.

El Guardián se giró levemente en la silla y la miró, ceñudo; con los Shaido velados para matar no debía de estar muy dispuesto a dejarla sola.

Rand imaginó que la mirada que Moraine había dirigido a Egwene no debería haberla visto él. Así que las dos guardaban secretos no compartidos con él. Egwene tenía ojos de Aes Sedai, oscuros e indescifrables. Aviendha y las Doncellas habían vuelto a su lado.

—Que Lan se quede con vos Moraine. Las Far Dareis Mai guardan mi honor.

Las comisuras de los labios de la Aes Sedai se tensaron, pero al parecer eso había sido exactamente lo que debía decir en lo que concernía a las Doncellas. Adelin y las demás esbozaron amplias sonrisas.

Allá abajo, los Aiel se agrupaban alrededor de los carreteros mientras éstos empezaban a desenganchar los tiros de mulas. No todos tenían puesta su atención en los Aiel. Keille e Isendre se observaban con fijeza la una a la otra desde sus carromatos en tanto que Natael hablaba con tono urgente a la primera y Kadere hacía lo propio con la segunda, hasta que, finalmente, cesó el duelo de miradas. Las dos mujeres llevaban tiempo comportándose así. De ser hombres, Rand imaginaba que habrían llegado a las manos hacía mucho.

—Estáte alerta, Egwene —advirtió Rand—. Todos vosotros, estad en guardia.

—Ni siquiera los Shaido molestarían a unas Aes Sedai —le contestó Amys—, como tampoco nos molestarían a Bair, Melaine o a mí. Algunas cosas están más allá incluso de los Shaido.

—¡Estad en guardia! —No había sido su intención ser tan brusco. Hasta Rhuarc lo miró fijamente. No lo comprendían y él no osaría decírselo. Todavía no. ¿Quién sería el primero en hacer saltar su trampa? Tenía que hacerles correr ese riesgo al igual que lo corría él.

—¿Y yo, Rand? —intervino inopinadamente Mat mientras hacía rodar sobre sus nudillos una moneda de oro, al parecer sin ser consciente de ello—. ¿Tienes algo que objetar a que te acompañe?

—¿Quieres hacerlo? Creía que te quedarías con los buhoneros.

Mat miró, ceñudo, los carromatos que estaban abajo y luego a los Shaido alineados delante de la grieta de la montaña.

—No creo que sea tan fácil salir de aquí si haces que te maten. ¡Así me abrase! Siempre te las ingenias para meterme en los fregados de un modo u… Dovienya —rezongó, una palabra que Rand ya le había oído pronunciar otras veces y que según Lan significaba «suerte» en la Antigua Lengua, y lanzó la moneda al aire. Cuando intentó recogerla, rebotó en sus dedos y cayó al suelo. A saber cómo, inverosímilmente, la moneda cayó de canto y empezó a rodar pendiente abajo; brincó sobre las fisuras de la agrietada arcilla, centelleando con la luz del sol, y luego llegó hasta los carromatos donde, finalmente, cayó sobre un lado y se paró—. ¡Rayos y truenos, Rand! —gruñó—. ¡Me gustaría que no hicieras eso!

Isendre recogió la moneda y la toqueteó mientras alzaba la vista hacia la cima de la colina. Los otros miraban también: Kadere, Keille y Natael.

—Puedes venir —dijo Rand—. Rhuarc, ¿no es ya el momento?

El jefe de clan miró hacia atrás.

—Sí, casi lo es… —A su espalda, unas flautas empezaron a tocar una lenta melodía—. Ya.

Un cántico se unió a las flautas. Los muchachos Aiel dejaban de cantar cuando llegaban a la edad viril, salvo en ocasiones muy específicas. Los Aiel adultos sólo entonaban los cantos de batalla y de duelo por los muertos después de tomar la lanza. Indudablemente había voces de Doncellas en aquellos cánticos armónicos y fragmentados, pero las profundas voces masculinas las tapaban.

Prestas las lanzas… mientras el sol suba a su cenit. Prestas las lanzas… mientras el sol baje a su ocaso.

A menos de un kilómetro, a derecha e izquierda, aparecieron en dos anchas columnas los Taardad corriendo al ritmo de su canto, las lanzas aprestadas, los rostros velados, en filas aparentemente interminables, desplazándose hacia las montañas.

Prestas las lanzas… ¿Quién teme a la muerte? Prestas las lanzas… ¡Nadie que yo conozca!

En los campamentos de los clanes y en la feria, los Aiel contemplaban los acontecimientos con estupefacción; algo en su actitud le hizo comprender a Rand que guardaban silencio. Algunos carreteros se habían quedado paralizados, como pasmados; otros dejaron que las mulas se escaparan y se zambulleron debajo de las carretas. Y Keille e Isendre, Kadere y Natael observaban fijamente a Rand.

Prestas las lanzas… mientras la vida siga su curso. Prestas las lanzas… hasta que la vida llegue a su fin.

—¿Vamos? —No esperó el cabeceo de asentimiento de Rhuarc para taconear a Jeade’en a un paso vivo colina abajo, con Adelin y las otras Doncellas formando un anillo a su alrededor. Mat vaciló un momento antes de azuzar a Puntos e ir en pos de ellos, pero Rhuarc y los jefes de septiar Taardad, cada cual con sus diez hombres de escolta, se pusieron en marcha a la par que el rodado. Una vez, a mitad de camino a las tiendas de la feria, Rand volvió la cabeza hacia la cumbre de la colina. Moraine y Egwene seguían en sus caballos, con Lan. Aviendha estaba con las tres Sabias. Todos mirándolo. Casi había olvidado lo que era que no hubiera gente observándolo.

Al acercarse a la altura de la feria, una delegación salió a su encuentro, diez o doce mujeres vestidas con faldas y blusas y luciendo mucho oro, plata y marfil; y un número igual de hombres con ropas en los colores pardos de los cadin’sor sólo que desarmados a excepción de un cuchillo en el cinturón, que en casi todos los casos eran más pequeños que el que Rhuarc llevaba. Aun así, y haciendo caso omiso de los Taardad velados que penetraban por el este y el oeste, se situaron en una formación que obligó a Rand y a los demás a detenerse.

Prestas las lanzas… La vida es sólo un sueño. Prestas las lanzas… Todos los sueños acaban.

—No esperaba esto de ti, Rhuarc —dijo un hombre de constitución robusta, con el cabello gris. No estaba grueso (Rand no había visto un solo Aiel gordo) y su corpulencia era musculosa—. ¡Hasta con los Shaido fue una sorpresa, pero tú!

—Los tiempos cambian, Mandhuin —respondió el jefe de clan—. ¿Cuánto hace que están aquí los Shaido?

—Llegaron al amanecer. Quién sabe por qué viajaron durante la noche. —Mandhuin frunció ligeramente el ceño al mirar a Rand y ladeó la cabeza hacia Mat—. En efecto, son tiempos extraños, Rhuarc.

—¿Quiénes más están aparte de los Shaido? —preguntó Rhuarc.

—Los Goshien llegaron primero, y a continuación los Shaarad. —El hombretón hizo una mueca al pronunciar el nombre de sus enemigos, y todo sin dejar de estudiar a los dos hombres de las tierras húmedas—. Los Chareen y los Tomanelle vinieron después. Y los últimos, los Shaido, como ya he dicho. Sevanna convenció a los jefes para que se reunieran hace sólo un rato. Bael no veía razón para hacerlo hoy y tampoco algunos de los otros.