Una mujer de cara ancha, de mediana edad, con el cabello de un color rubio más pálido que el de Adelin, se puso en jarras haciendo tintinear escandalosamente los brazaletes de marfil y oro. Llevaba tantos de éstos, y también collares, como Amys y su hermana juntas.
—Oímos que El que Viene con el Alba había salido de Rhuidean, Rhuarc. —Miraba, ceñuda, a Rand y a Mat. Toda la delegación lo hacía—. Oímos que el Car’a’carn sería anunciado hoy, antes de que hubieran llegado todos los clanes.
—Entonces alguien os reveló una profecía —dijo Rand. Tocó los flancos del rodado con los tacones; la delegación se apartó de su camino.
—Dovienya —murmuró Mat—. Mia Dovienya nesodhin soende. —Lo que quiera que significara, sonaba como un ferviente deseo.
Las columnas Taardad habían llegado a ambos lados de los Shaido y se volvieron para situarse de cara a ellos, a unos cuantos centenares de pasos, todavía velados, todavía cantando. En realidad, no hicieron ningún movimiento que pudiera considerarse amenazador, sólo se limitaron a quedarse allí. Superaban en quince o veinte veces el número de Shaido, y las voces se elevaban armónicamente.
Al acercarse más con el caballo a los velados Shaido, Rand vio que Rhuarc se llevaba la mano hacia su propio velo.
—No, Rhuarc. No estamos aquí para luchar con ellos. —Lo que quería decir era que esperaba que no se llegara a eso, pero el Aiel lo interpretó de un modo diferente.
—Tienes razón, Rand al’Thor. No merecen ese honor los Shaido. —Dejó el velo colgando y levantó la voz—. ¡Los Shaido no merecen ese honor!
Rand no volvió la cabeza para mirar, pero tuvo la sensación de que tras él los velos se estaban bajando.
—¡Oh, rayos y truenos! —rezongó Mat—. ¡Rayos, truenos y centellas!
Las filas Shaido rebulleron con inquietud. Les hubieran dicho lo que les hubieran dicho Couladin y Sevanna, sabían contar. Danzar las lanzas con Rhuarc y los que iban con él era una cosa, aunque fuera en contra de todas las costumbres; enfrentarse a suficientes Taardad como para que los arrastraran como una avalancha era otra muy distinta. Poco a poco se apartaron, dejando un amplio hueco, para que Rand pasara con el caballo.
Rand soltó un suspiro de alivio. Adelin y las otras Doncellas, al menos, avanzaron con la vista fija al frente, como si los Shaido no existieran.
El canto se redujo a un murmullo tras ellos cuando entraron en el ancho cañón de escarpadas paredes, profundo y umbroso conforme se adentraba serpenteando en las montañas. Durante varios minutos, los sonidos que se oyeron fueron la trápala de los cascos sobre la piedra y el susurro de las suaves botas Aiel. El pasaje desembocó bruscamente en Alcair Dal.
Rand comprendió por qué se daba el nombre de cuenca al cañón, aunque no había nada de dorado en él. Conformado como una media esfera casi perfecta, sus grises paredes se elevaban en perpendicular por todo el perímetro excepto en la zona del fondo, donde se curvaban hacia adentro, a semejanza de una gran ola a punto de romper. Grupos de Aiel salpicaban las pendientes, con las cabezas y los rostros descubiertos; los grupos eran mucho más numerosos que los clanes presentes. Los Taardad que habían venido acompañando a los jefes de septiar se dispersaron hacia uno u otro de aquellos grupos. Según Rhuarc, el agruparse por asociaciones en vez de clanes contribuía a mantener la paz. Sólo sus Escudos Rojos y las Doncellas continuaron con Rand y los jefes Taardad.
Los otros jefes de septiar estaban sentados por clanes, cruzados de piernas frente a una profunda cornisa que había debajo de la pared voladiza. Seis grupos reducidos, uno de ellos de Doncellas, se encontraban entre los jefes de septiar y la cornisa. Supuestamente, éstos eran los Aiel que habían venido en honor a los jefes de clan. Seis, aunque sólo estaban representados cinco clanes. Sevanna habría llevado a las Doncellas, bien que Aviendha se había apresurado a señalar que ella jamás había sido Far Dareis Mai, pero el sobrante… En ese grupo había once hombres, no diez como en el resto. Rand sólo tuvo que ver la parte posterior de una cabeza de cabello pelirrojo para saber con certeza que era Couladin.
En la propia cornisa se encontraba una mujer de cabello dorado que lucía tantas joyas como la que habían encontrado en las tiendas de la feria, con un chal gris en torno a los brazos —Sevanna, por supuesto— y cuatro jefes de clan, ninguno de ellos armado salvo por el largo cuchillo del cinturón; uno de ellos era el hombre más alto que Rand había visto en su vida. Bael de los Goshien Aiel, por la descripción dada por Rhuarc; el tipo debía de sacar al propio Rhuarc al menos un palmo de alto. Sevanna estaba hablando y, a causa de la peculiar configuración del cañón, sus palabras se escuchaban claramente en todas partes.
—… permitirle hablar! —Su voz sonaba tensa e iracunda. Erguida la cabeza, intentaba dominar la cornisa a pura fuerza de voluntad—. ¡Exijo mis derechos! Hasta que haya sido elegido un nuevo jefe, yo represento a Suladric y a los Shaido. ¡Estoy en mi derecho!
—Representas a Suladric hasta que se escoja un nuevo jefe, señora del techo. —El hombre canoso que había hablado en tono irascible era Han, jefe de clan de los Tomanelle. Tenía el rostro tan curtido como un trozo de cuero viejo, y superaba la media de estatura de los hombres de Dos Ríos; empero, para ser Aiel, era bajo, aunque fornido—. No me cabe duda de que conoces bien los derechos de una señora del techo, pero quizá no tanto los de un jefe de clan. Sólo aquel que ha entrado en Rhuidean puede hablar aquí, así como tú, que lo haces en representación de Suladric. —Han no parecía contento por esto último, aunque bien mirado daba la impresión de que estuviera contento rara vez—. Pero las caminantes de sueños han informado a nuestras Sabias que a Couladin se le negó el derecho a entrar a Rhuidean.
El aludido gritó algo, claramente iracundo pero ininteligible; al parecer, la acústica del cañón sólo funcionaba desde la cornisa. Pero Erim, de los Chareen, cuyo cabello tenía igual número de hebras blancas que de pelirrojas, lo cortó sin contemplaciones.
—¿Es que no tienes respeto a las costumbres y a la ley, Shaido? ¿No tienes honor? Aquí debes guardar silencio.
Unos cuantos ojos en las pendientes se volvieron para ver quiénes eran los recién llegados. Una serie de codazos hizo que más ojos se volvieran hacia allí, donde dos forasteros montados a caballo iban a la cabeza de los jefes de septiar, uno de los jinetes seguido de cerca por Doncellas. ¿Cuántos Aiel lo estaban mirando desde las escarpadas paredes? ¿Tres mil? ¿Cuatro mil? ¿Más? Ninguno de ellos hizo el menor sonido.
—Nos hemos reunido aquí para oír un gran anuncio —intervino Bael—, cuando todos los clanes hayan llegado. —Su cabello, rojizo oscuro, también estaba encanecido; no había hombres jóvenes entre los jefes de clan. Su gran estatura y su profunda voz atrajeron las miradas hacia él—. Cuando todos los clanes hayan llegado. Si de lo único que quiere hablar Sevanna ahora es de que se permita tomar la palabra a Couladin, regresaré a mis tiendas y esperaré.