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—Dejad de meterme prisa, Moraine. —Estaba sucio de sangre, medio desnudo, más apoyado en Callandor que en sus piernas, pero se las compuso para dar a sus palabras un timbre de autoridad—. No me precipitaré ni siquiera por vos.

—Elige pronto tu camino. Y esta vez infórmame sobre lo que piensas hacer. Mis conocimientos no te serán útiles si rehúsas aceptar mi ayuda.

—¿Vuestra ayuda? —La voz de Rand sonaba agotada—. Será bienvenida, pero cuando yo lo decida, no vos. —Miró a Perrin como si tratara de comunicarle algo sin palabras, algo que no quería que los otros oyeran. Perrin no tenía ni idea de qué era. Al cabo de un instante, Rand suspiró y sus hombros se hundieron levemente—. Quiero dormir. Idos, todos vosotros, por favor. Hablaremos mañana. —De nuevo dirigió una mirada a Perrin con la que subrayó sus palabras.

Moraine cruzó el cuarto hacia Bain y Chiad, y las dos Aiel acercaron las cabezas para que hablara con ellas sin que la oyeran los otros. Perrin sólo captó un zumbido y se preguntó si la Aes Sedai estaría utilizando el Poder para impedirle que escuchara, ya que conocía su agudeza auditiva. Sus sospechas se confirmaron cuando Bain respondió en un susurro y tampoco logró entender nada. Pero Moraine no había tomado medidas contra su olfato; las Aiel miraban a Rand mientras escuchaban, y olían a recelo, no a miedo, como si Rand fuera un animal grande que podría resultar peligroso si daban un paso en falso.

La Aes Sedai se volvió hacia Rand.

—Hablaremos mañana. No puedes quedarte sentado como una perdiz esperando la red del cazador. —Fue hacia la puerta antes de que Rand tuviera tiempo de contestar. Lan miró al joven y dio la impresión de que quería decirle algo, pero fue en pos de Moraine sin abrir la boca.

—Rand… —llamó Perrin.

—Hacemos lo que ha de hacerse. —No levantó los ojos de la transparente empuñadura a la que se aferraban sus manos—. Todos. —Olía a miedo.

Perrin asintió y salió de la habitación detrás de Rhuarc. A Moraine y Lan no se los veía ya por ningún sitio. El oficial teariano estaba contemplando fijamente la puerta desde una distancia de diez pasos, procurando simular que estaba tan retirado por propio gusto y no a causa de las cuatro Aiel que lo vigilaban. Perrin cayó entonces en la cuenta de que las otras dos Doncellas seguían dentro del dormitorio, y escuchó voces dentro:

—Marchaos —dijo Rand, cansado—. Soltad eso en alguna parte y salid de aquí.

—Si podéis sosteneros en pie, nos iremos —respondió Chiad alegremente—. Vamos, hacedlo.

Se oyó el ruido de agua al verterse en la palangana.

—Ya hemos atendido heridos antes —dijo Bain utilizando un tono tranquilizador—. Y yo solía bañar a mis hermanos cuando eran pequeños.

Rhuarc cerró la puerta y las voces dejaron de oírse.

—No lo tratáis del mismo modo que los tearianos —dijo Perrin quedamente—. Nada de reverencias ni cortesías tontas. Si no recuerdo mal, no os he oído a ninguno llamarlo lord Dragón.

—El Dragón Renacido es una profecía vuestra. La nuestra es El que Viene con el Alba.

—Creía que era la misma. De otro modo ¿por qué vinisteis a la Ciudadela? Demonios, Rhuarc, los Aiel sois el Pueblo del Dragón, como dice la Profecía. Lo admitisteis, aunque no lo dijerais en voz alta.

Rhuarc hizo oídos sordos a esto último.

—En vuestra Profecía del Dragón la caída de la Ciudadela y la toma de Callandor proclaman que el Dragón ha renacido. La nuestra dice sólo que la Ciudadela tiene que caer antes de que El que Viene con el Alba aparezca para conducirnos a lo que era nuestro. Puede que sea un solo hombre, pero dudo que ni siquiera las Mujeres Sabias lo sepan con seguridad. Si Rand es el anunciado, hay cosas que aún tiene que hacer para demostrarlo.

—¿Qué cosas?

—Si es el anunciado, él lo sabrá y las hará. Si no lo es, entonces tendremos que seguir buscando.

Algo indescifrable en la voz del Aiel cosquilleó en los oídos de Perrin.

—¿Y si no es él al que buscáis, entonces qué, Rhuarc?

—Que vuestro sueño sea profundo y tranquilo, Perrin. —El Aiel se alejó sin que sus suaves botas hicieran el menor ruido sobre el negro mármol.

El oficial teariano seguía mirando más allá de las Doncellas; olía a miedo, y no conseguía enmascarar en su rostro la rabia y el odio. Si los Aiel decidían que Rand no era El que Viene con el Alba… Perrin observó al oficial teariano e imaginó que las Doncellas no estaban allí, que en la Ciudadela no había Aiel, y un escalofrío lo estremeció. Tenía que asegurarse de que Faile se marchara. Era lo único que le importaba. Que ella decidiera marcharse, y que lo hiciera sin él.

4

Cometas al viento

Thom Merrilin esparció arena sobre lo que había escrito para secar la tinta y después, con cuidado, volvió a echar la arena en el recipiente y cerró la tapa. Revolvió entre los revueltos montones de papeles esparcidos sobre la mesa —seis velas de sebo eran un peligro de incendio, pero necesitaba la luz— y seleccionó una hoja arrugada y vieja que tenía una mancha de tinta. La comparó minuciosamente con la que acababa de escribir y después se atusó un lado del blanco bigote con el pulgar en un gesto satisfecho, a la par que una sonrisa asomaba a su curtido rostro. Hasta el propio Gran Señor Carleon habría creído que era de su puño y letra:

Tened cuidado. Vuestro esposo sospecha.

Sólo esas palabras, y sin firma. Ahora, si podía arreglarlo para que el Gran Señor Tedosian lo encontrara donde su esposa, lady Alteima, pudiera haberlo dejado por descuido…

Sonó una llamada a la puerta que lo hizo dar un brinco de sobresalto. Nadie acudía a verlo a esas horas de la noche.

—Un momento —contestó mientras recogía precipitadamente plumas, tinteros y papeles seleccionados y los guardaba en una destartalada escribanía—. Me estoy poniendo una camisa.

Cerró el estuche de la escribanía y la metió debajo de la mesa, donde pasaba inadvertida a menos que se buscara a propósito; luego echó un rápido vistazo a su pequeño cuarto sin ventana para comprobar si había dejado fuera algo que no debía estar a la vista. La estrecha y revuelta cama estaba llena de aros y bolas para juegos malabares, y entre sus cosas de afeitar, sobre un estante, había varitas mágicas de fuego y pequeños objetos para la prestidigitación. Su capa de juglar, cubierta de parches sueltos de multitud de colores, colgaba de un gancho en la pared junto con su muda de ropa y las fundas de cuero duro que guardaban su arpa y su flauta. Un pañuelo femenino de roja seda transparente aparecía atado alrededor de la correa de la funda del arpa, pero podría pertenecer a cualquier mujer.

No recordaba quién lo había atado allí; procuraba prestar igual atención a todas las mujeres, siempre con un trato alegre y divertido. Su lema era hacerlas reír e incluso suspirar, pero evitando compromisos; no tenía tiempo para eso. Era el razonamiento que siempre se hacía.

—Ya voy. —Se dirigió a la puerta renqueando, irritado. Hubo un tiempo en que arrancaba exclamaciones a personas que, a pesar de estar viéndolo, no podían creer que un enjuto y canoso viejo fuera capaz de hacer piruetas y acrobacias con la rapidez y la agilidad de un muchacho. La cojera había acabado con eso, y lo odiaba. La pierna le dolía más cuando estaba cansado. Abrió la puerta de un tirón y parpadeó por la sorpresa.

—Vaya. Entra, entra, Mat. Te creía trabajando de firme para aligerar las bolsas de los petimetres aristócratas.

—No querían jugar más esta noche —repuso Mat amargamente mientras se dejaba caer en una banqueta de tres patas. Llevaba la chaqueta desabrochada y el cabello alborotado. Sus castaños ojos lanzaban rápidas miradas a un lado y a otro, sin detenerse en un sitio mucho tiempo, pero no había en ellos su habitual expresión risueña que sugería que había visto algo gracioso que a los demás les había pasado por alto.