—Lo que ha de ser, será —musitó al cabo de un momento el Aiel.
Couladin seguía caminando de un lado a otro de la cornisa, arengando a los Aiel sobre gloria y conquistas, inadvertido de los ojos de los jefes de clan, clavados en su espalda. Sevanna no miraba a Couladin; sus ojos, verde pálido, estaban prendidos en los jefes de clan, tenía los labios tensos, en un gruñido mudo, y su pecho subía y bajaba por la alterada respiración. Tenía que saber lo que significaba que los jefes contemplaran fijamente y en silencio al Shaido.
—Rand al’Thor —pronunció Bael en voz alta, y el nombre se abrió paso como un cuchillo entre los gritos de Couladin y cortó el clamor de la multitud como una afilada hoja. Hizo un alto para aclararse la garganta mientras movía la cabeza como si buscara una salida a todo esto. Couladin se volvió, cruzado de brazos en una actitud de confianza en sí mismo, sin duda esperando una sentencia de muerte para el extranjero de las tierras húmedas. El alto jefe de clan inhaló profundamente—. Rand al’Thor es el Car’a’carn. Rand al’Thor es El que Viene con el Alba.
Los ojos de Couladin se desorbitaron con incredulidad y furia.
—Rand al’Thor es El que Viene con el Alba —anunció Han, cuyo rostro curtido mostraba igualmente renuencia.
—Rand al’Thor es El que Viene con el Alba. —Esa vez fue Jheran quien hizo la manifestación, sombrío.
—Rand al’Thor es El que Viene con el Alba —pronunció a continuación Erim.
—Rand al’Thor —dijo Rhuarc— es El que Viene con el Alba. —En un tono tan bajo que ni siquiera la configuración del cañón transmitió sus palabras más allá de la cornisa, añadió—: Y que la Luz se apiade de nosotros.
Durante un instante que pareció alargarse infinitamente, el silencio continuó. Entonces Couladin saltó de la cornisa gruñendo como una fiera, cogió una lanza de uno de sus Seia Doon, y la arrojó directamente contra Rand. Empero, mientras él bajaba, Adelin subió de un salto; la punta de la lanza atravesó la piel de toro de la adarga extendida de la Aiel, haciéndola girar sobre sí por el impacto.
El caos estalló por doquier en el cañón, hombres gritando y empujando. Las otras Doncellas Jindo saltaron al lado de Adelin y formaron un escudo delante de Rand. Sevanna se había bajado del saliente para gritarle algo a Couladin con tono urgente, agarrándolo del brazo mientras él intentaba conducir a sus Shaido Ojos Negros contra las Doncellas que se interponían entre Rand y él. Heirn y una docena más de jefes de septiares Taardad se unieron a Adelin, prestas las lanzas, pero otros chillaban a voz en grito. Mat se encaramó a la cornisa, con la lanza de mango negro y hoja con cuervos grabados aferrada en ambas manos a la par que bramaba lo que debían de ser maldiciones en la Antigua Lengua. Rhuarc y los otros jefes de clan levantaron las voces en un vano intento de restaurar el orden. El cañón hervía como un caldero. Rand vio velos levantados. Una lanza centelleó al arremeter. Y otra más. Tenía que detener esto.
Buscó el contacto con el saidin y el Poder Único fluyó dentro de él hasta que creyó que iba a estallar si es que antes no ardía; la infecta ponzoña se propagó por todo su cuerpo y pareció que lo helaba hasta la médula de los huesos. La idea flotó fuera del vacío, envuelta en el frío. Agua. Precisamente aquí, donde tanto escaseaba, de la que los Aiel siempre hablaban. Incluso en este ambiente tan seco había algo de humedad. Encauzó, sin saber realmente lo que estaba haciendo, tanteando a ciegas.
El seco estampido de un trueco retumbó sobre Alcair Dal, y el viento sopló de todas direcciones, aullando a través de los bordes del cañón, sofocando los gritos de los Aiel. Las ráfagas de aire trajeron consigo más y más partículas de agua minúsculas, acumulándolas, hasta que ocurrió algo que ningún hombre había visto jamás. Una fina llovizna empezó a caer. El vendaval, en lo alto, aullaba y se arremolinaba. Los relámpagos restallaban en el cielo. Y la lluvia se hizo más y más intensa hasta convertirse en una tromba de agua que azotaba la cornisa, pegándole el cabello al cráneo y la camisa a la espalda, emborronando todo lo que había a más de cincuenta pasos.
De repente, la lluvia dejó de caer sobre él; una cúpula invisible se expandió a su alrededor, empujando hacia fuera a Mat y a los Taardad. A través del agua que corría a mares por los laterales alcanzó a distinguir borrosamente a Adelin, que aporreaba la barrera imperceptible, tratando de abrirse paso hasta él.
—¡Eres un grandísimo necio que por jugar con otros necios has echado a rodar todos mis planes y mis esfuerzos!
El agua le resbalaba por la cara cuando se volvió para mirar de frente a Lanfear. El vestido blanco, ceñido con el cinturón de plata, estaba completamente seco, y en las negras ondas de su cabello no se veía una sola gota entre las estrellas y las medias lunas plateadas. Aquellos grandes ojos negros lo contemplaban con furia, y la rabia crispaba su hermoso semblante.
—No esperaba que te mostraras todavía —dijo él quedamente. El Poder lo llenaba todavía; cabalgaba sobre los violentos torrentes, aferrándose con una desesperación que su voz no traslucía. Ya no hizo falta que absorbiera para que entrara en él; sólo tuvo que dejar que penetrara hasta que sintió que sus huesos se quebrarían, deshaciéndose en cenizas. Ignoraba si la mujer podía aislarlo mientras el saidin rugía dentro de sí, pero dejó que lo hinchiera para prevenir tal posibilidad—. Sé que no estás sola. ¿Dónde está él?
Los hermosos labios de Lanfear se apretaron.
—Sabía que acabaría delatándose al aparecer en tu sueño. Me habría sido posible arreglar las cosas si su pánico no…
—Lo supe desde el principio —la interrumpió—. Lo esperaba desde el día que partí de la Ciudadela de Tear. Aquí fuera, donde cualquiera podía ver que estaba centrado en Rhuidean y en los Aiel. ¿Acaso creíste que no iba a esperar que alguno de vosotros viniera tras de mí? Pero la trampa es mía, Lanfear, no vuestra. ¿Dónde está él? —Las últimas palabras sonaron como un frío grito. Las emociones bordeaban de manera incontrolable el vacío que lo envolvía, ese vacío que no era tal, esa vacuidad rebosante de Poder.
—Si lo sabías —espetó la mujer—, ¿por qué lo espantaste con tu charla de cumplir tu destino o de hacer «lo que debías hacer»? —El desprecio otorgaba a sus palabras la dureza de la piedra—. Traje a Asmodean para que te enseñara, pero siempre fue de los que pasan de un plan a otro si el primero resulta difícil. Ahora cree que ha encontrado algo mejor para sí mismo en Rhuidean. Y se ha marchado para cogerlo mientras tú sigues aquí. Couladin, los Draghkar, todo era para mantener ocupada tu atención mientras él se aseguraba. ¡Todos mis planes convertidos en humo sólo por tu testarudez! ¿Tienes idea de lo difícil que será volver a convencerlo? Y tiene que ser él. ¡Demandred o Rahvin o Sammael te matarían antes que enseñarte a levantar una mano, a menos que te tuvieran dominado como un perro sumiso!
Rhuidean. Sí. Por supuesto. Rhuidean. ¿A cuántas semanas al sur? Empero, él había hecho algo una vez. Si pudiera recordar cómo…
—¿Y lo dejaste ir? ¿Después de tanta palabrería sobre ayudarme?
—Abiertamente, no, fue lo que dije. ¿Qué podría encontrar en Rhuidean que me mereciera la pena revelar mis propósitos? Cuando aceptes colaborar conmigo, habrá tiempo de sobra. Recuerda lo que te dije, Lews Therin. —Su voz adoptó un timbre seductor; aquellos labios llenos se curvaron, y los oscuros ojos intentaron arrastrarlo a unos negros estanques sin fondo—. Dos grandiosos sa’angreal. Con ellos, juntos los dos, podemos desafiar… —Esta vez se interrumpió ella misma.
Rand había recordado. Con el Poder dobló la realidad, plegó un pequeño fragmento de lo que era. Una puerta se abrió dentro de la cúpula, delante de él. Era la única manera de describirlo. Una abertura a la oscuridad, hacia otro lugar.