—Por lo que veo, recuerdas unas cuantas cosas. —La mujer observó el umbral y su mirada, repentinamente desconfiada, se volvió de nuevo hacia él—. ¿Por qué estás tan nervioso? ¿Qué hay en Rhuidean?
—Asmodean —dijo, sombrío. Vaciló un instante. No vislumbraba nada a través de la cúpula empapada. ¿Qué estaría pasando ahí fuera? Y Lanfear. Si pudiera recordar cómo había aislado a Egwene y a Elayne. «Si pudiera obligarme a matar a una mujer que sólo me está mirando con el ceño fruncido. ¡Es una de las Renegadas!» Aquí fue tan incapaz de hacerlo como lo había sido en la Ciudadela.
Cruzando el umbral, la dejó en la cornisa y cerró tras de sí. Sin duda ella sabía cómo hacer otro acceso, pero el proceso la entretendría.
58
Las trampas de Rhuidean
La oscuridad lo envolvió una vez que la puerta hubo desaparecido, pero aunque la negrura se extendía en todas direcciones él veía. No tenía sensación de calor o frío a pesar de estar mojado; ninguna sensación. Sólo la conciencia de existir. Al frente, ascendían unos escalones de piedra, lisos y grises, cada uno de ellos sustentado en el vacío, elevándose en arco hasta perderse de vista. Había visto esto, o algo parecido, con anterioridad; de algún modo supo que lo conducirían a donde tenía que ir. Subió por la inverosímil escalera y, a medida que avanzaba dejando las húmedas huellas de sus pies, los peldaños desaparecían tras él. Sólo los que tenía delante permanecían, esperando para llevarlo adonde debía ir. Así había ocurrido también anteriormente.
«¿Los he creado yo con el Poder o existen de algún otro modo?»
Al cobrar forma esta idea, la piedra gris empezó a desvanecerse bajo sus pies y los peldaños al frente titilaron. Se concentró en ellos desesperadamente, en la piedra gris y real. ¡Real! El titileo cesó. Ahora ya no eran tan sencillos, sino pulidos y con un caprichoso remate esculpido en los bordes que le parecía recordar haber visto antes en alguna parte.
Sin importarle dónde lo había visto —ni muy seguro de si era prudente pensar demasiado tiempo en ello— ascendió a todo correr, remontando los peldaños de tres en tres a través de las infinitas tinieblas. Lo llevarían a donde quería ir, pero ¿cuánto tardaría? ¿Cuánta ventaja le llevaba Asmodean? ¿Sabría el Renegado algún otro modo más rápido de viajar? Ése era el problema, que los Renegados tenían todos los conocimientos mientras que lo único que tenía él era desesperación.
Al mirar al frente se encogió. Los peldaños se habían acomodado a sus largas zancadas y ahora había amplios huecos entre medias que requerían esos saltos para salvarlos sobre un negro vacío tan profundo como… ¿Cómo qué? Podía suceder que una caída aquí nunca tuviera fin. Se obligó a hacer caso omiso de las brechas, a mantener la carrera. La vieja herida del costado, nunca curada del todo, empezó a darle punzadas de las que era consciente de un modo vago. Empero, si las percibía, envuelto como estaba en el saidin, es que la herida estaba a punto de abrirse. «No hagas caso». El pensamiento flotó hasta él a través del vacío. No podía perder esta carrera aunque el esfuerzo lo matara. ¿Es que esta escalera nunca dejaría de ascender? ¿Hasta dónde habría llegado ya?
De pronto divisó una figura a lo lejos, delante y a su izquierda; parecía un hombre con chaqueta y botas rojas, parado sobre una reluciente plataforma plateada que se deslizaba a través de la oscuridad. Rand no tuvo que verlo con más detalle para estar seguro de que era Asmodean. El Renegado no corría como un campesino medio agotado, sino que se dejaba llevar por lo que quiera que fuera aquello.
Rand se paró en seco sobre uno de los peldaños de piedra. No tenía ni idea de qué era esa plataforma, brillante como metal bruñido, pero… Los escalones que había ante él desaparecieron. El trozo de piedra sobre el que se encontraba empezó a desplazarse hacia adelante más y más rápido. Ningún viento acariciaba su rostro como indicación de que se estaba desplazando; nada en aquellas vastas tinieblas señalaba movimiento alguno, excepto el hecho de que empezaba a acortar distancias con Asmodean. Ignoraba si esto lo estaba llevando a cabo con el Poder; sucedía y nada más. El escalón se tambaleó y Rand se obligó a dejar a un lado los interrogantes. «Todavía no sé bastante».
La soltura del hombre de cabello oscuro denotaba que se sentía a sus anchas, con una mano en la cadera y los dedos de la otra rozando su barbilla en actitud pensativa. Unas chorreras de encaje caían sobre su pecho, y unos puños, también de encaje, le cubrían la mitad de las manos. La chaqueta roja de cuello alto era algo más brillante que un satén y tenía un corte extraño, con dos faldones posteriores que le colgaban casi hasta las corbas. Lo que parecían hilos negros, como finos cables de acero, salían del hombre y desaparecían en la envolvente oscuridad. Rand estaba seguro de haberlos visto antes.
Asmodean volvió la cabeza y Rand se quedó boquiabierto. Los Renegados podían cambiar sus rasgos o, al menos, hacer que los demás los vieran distintos; Lanfear lo había hecho delante de él, pero el rostro que estaba contemplando era el de Jasin Natael, el juglar. Había estado seguro de que se trataba de Kadere, con aquellos ojos de depredador que jamás cambiaban de expresión.
Asmodean lo vio en ese mismo momento y dio un respingo. La plataforma plateada del Renegado se desplazó mucho más deprisa hacia adelante y, de pronto, una enorme lámina de fuego, como una rebanada de una monstruosa llama, de más de mil metros de altura por otros tantos de anchura, se precipitó en dirección a Rand.
El joven encauzó contra ella desesperadamente; a punto de alcanzarlo, estalló de repente en fragmentos que salieron volando lejos de él y desaparecieron con un parpadeo. Empero, apenas había desaparecido la primera cortina de fuego cuando surgió otra que se abalanzó sobre él. Destruyó ésa y apareció una tercera, que también hizo pedazos sólo para ver la aproximación de una cuarta. Rand estaba seguro de que Asmodean se estaba alejando a pesar de que con todas esas llamas no lo divisaba. La cólera atravesó como un cuchillo la superficie del vacío y Rand encauzó.
Una oleada de fuego envolvió la cortina carmesí que se precipitaba sobre él y continuó desplazándose hacia adelante arrastrándola consigo no como una delgada rodaja, sino como violentos y ondulantes goterones sacudidos por vientos huracanados. Rand temblaba por el ímpetu del rugiente Poder que lo henchía; la ira contra Asmodean hincaba sus garras en la superficie del vacío.
En la incandescente superficie apareció un agujero. No, no era un agujero exactamente. Asmodean y su brillante plataforma se encontraban en el centro de aquel hueco, sobre el que la onda abrasadora se deslizaba como si la repeliera algo. El Renegado había creado alguna especie de escudo a su alrededor.
Rand se obligó a hacer caso omiso de la distante rabia que percibía fuera del vacío. Sólo tocaba el saidin estando envuelto en una fría calma; admitir la existencia de la cólera haría pedazos el vacío. Las oleadas de fuego desaparecieron al dejar de encauzar. Tenía que alcanzar al hombre, no matarlo.
El peldaño de piedra se desplazó con mayor rapidez a través de la oscuridad, y la distancia con Asmodean fue acortándose.
La plataforma del Renegado se frenó bruscamente; un agujero luminoso se abrió frente a ella y el hombre lo atravesó de un salto. El brillante objeto desapareció y la puerta empezó a cerrarse.
Rand lanzó el Poder contra la puerta; tenía que mantenerla abierta, porque una vez que se hubiera cerrado no sabría adónde había huido Asmodean. El hueco dejó de achicarse, permaneciendo como un cuadrado de cegadora luz del sol, lo bastante amplio para cruzarlo. Tenía que mantenerlo así, llegar a él antes de que Asmodean se hubiera alejado demasiado…