En el instante que pensó en frenar, el escalón se detuvo en seco, pero él se precipitó hacia adelante y se zambulló a través del agujero. Algo enganchó uno de sus pies y, de pronto, se encontró rodando sobre un duro suelo hasta quedarse parado hecho un ovillo, sin resuello.
Boqueando para coger aire, se obligó a ponerse de pie de inmediato a fin de no quedar indefenso un solo momento. El Poder Único lo llenó de vida y de infección; percibía las contusiones tan distantes como su afán por respirar, como el polvo amarillento que cubría sus ropas húmedas. Empero, al mismo tiempo era plenamente consciente de cada bocanada de aire abrasador, de cada grano de arena, de cada diminuta grieta en el arcilloso suelo reseco. El sol ardiente ya estaba absorbiendo la humedad de su camisa y sus calzones. Se encontraba en el Yermo, en el valle a los pies de Chaendaer, a menos de cincuenta pasos de la brumosa Rhuidean. La puerta había desaparecido.
Dio un paso hacia la cortina de niebla y se detuvo; levantó el pie izquierdo. El tacón de la bota había sido rebanado limpiamente. Eso era el tirón que había sentido, el de la puerta cerrándose. Percibió, lejana, la sensación de un escalofrío a pesar del calor reinante. No se le había pasado por la imaginación que fuera tan peligroso. Los Renegados lo sabían todo. Asmodean no se le escaparía.
Se arregló las ropas con gesto sombrío y encajó mejor la figura del hombrecillo con su espada debajo de la cinturilla de los calzones; luego corrió hacia la niebla y se sumergió en ella. Lo envolvió un manto gris; el Poder que lo henchía no servía de nada para mejorar la falta de visibilidad aquí, y corrió a ciegas.
Se zambulló de cabeza bruscamente en la última zancada que lo sacó de la niebla y rodó sobre la áspera capa de arenilla que cubría las baldosas del pavimento. Allí tendido, vio tres bandas brillantes a las que la extraña luz de Rhuidean confería una tonalidad azul plateado y que se extendían de izquierda a derecha, suspendidas en el aire. Cuando se puso de pie comprobó que estaban a la altura de su cintura, pecho y cuello, y que eran tan finas que de canto resultaban invisibles. Vio cómo habían sido creadas y colocadas, aunque no lo entendiera. Eran duras como el acero y tan cortantes que, en comparación, una cuchilla afilada parecería una pluma. Si se hubiera precipitado contra ellas lo habrían partido en tres pedazos. Un pequeño impulso de Poder y las bandas plateadas se convirtieron en polvo. Fuera del vacío, una fría cólera; dentro, una imperturbable determinación y el Poder Único.
El azulado fulgor de la cúpula de niebla arrojaba su luz sin sombras sobre los palacios de mármol y cristal medio acabados y las altísimas torres ahusadas y en espiral que atravesaban las nubes. Y en la ancha avenida, más adelante, vio a Asmodean corriendo ante las secas fuentes, en dirección a la gran plaza en el corazón de la ciudad.
Rand se abrió más a la Fuente Verdadera —le resultó extrañamente difícil; asió el saidin y tiró de él hacia sí hasta que el flujo de Poder irrumpió violentamente en su interior—, encauzó y de la cúpula de nubes salieron unos inmensos relámpagos, pero no se descargaron sobre Asmodean, sino delante del Renegado; unos brillantes y centenarios pilares rojos y blancos, de quince metros de diámetro y centenares de palmos de altura, explotaron y se vinieron abajo sobre la avenida, cegándola con cascotes y nubes de polvo.
Desde los grandes ventanales de cristales de colores, las imágenes mayestáticas de hombres y mujeres parecían contemplar a Rand con reproche.
—Tengo que detenerlo —les dijo; tuvo la sensación de que su voz resonaba en sus propios oídos.
Asmodean se paró y miró hacia atrás desde los escombros apilados. El polvo que flotaba en la atmósfera no lo rozaba, sino que se apartaba, repelido por una especie de burbuja de aire transparente que rodeaba al hombre.
El fuego rugió en torno a Rand cuando el propio aire se inflamó como una llamarada, pero se desvaneció antes de que el joven comprendiera cómo lo había hecho. Sus ropas estaban secas y calientes, notaba el pelo chamuscado y el polvo carbonizado se desprendía con cada zancada que daba. Asmodean trepaba a gatas por los cascotes que obstruían la calle; delante de él se descargaron más rayos, que lanzaron al aire grandes fragmentos de pavimento e hicieron añicos muros de cristal de los palacios, que se precipitaron en su camino.
El Renegado no se detuvo y, a la par que se perdía de vista, los relámpagos cayeron de las brillantes nubes sobre Rand, descargándose a ciegas pero con intención de matar. Mientras corría, Rand tejió un escudo a su alrededor. Sobre él rebotaron esquirlas de piedra, en tanto que Rand esquivaba los chisporroteantes rayos azules y saltaba sobre los agujeros que se abrían en el pavimento. El aire estaba electrizado y Rand notó que el vello de los brazos se le ponía de punta y hasta se movía su cabello.
Había algo tejido en la barrera de columnas desplomadas y rotas. Reforzó el escudo a su alrededor. Enormes fragmentos rojos y blancos explotaron cuando se disponía a trepar sobre las ruinas; fue un estallido de luz cegadora que hizo volar los grandes cascotes. A salvo dentro de su burbuja, Rand lo atravesó corriendo, sólo vagamente consciente del retumbo de edificios derrumbándose. Tenía que detener a Asmodean. Esforzándose —y fue un arduo esfuerzo— arrojó más rayos al frente, bolas de fuego que irrumpían desde el suelo, desgarrándolo; cualquier cosa con tal de parar al Renegado. Lo estaba alcanzando. Entró en la plaza sólo una docena de pasos detrás de él. Trató de incrementar su velocidad a la par que redoblaba sus esfuerzos por frenar a Asmodean, y éste no cejaba en su intento de huir al tiempo que procuraba matarlo.
Los ter’angreal y otros objetos valiosos por los que los Aiel habían dado la vida para llevarlos hasta allí salían arrojados al aire por el impacto de relámpagos o eran derribados violentamente por aullantes remolinos de fuego; los fabricados con plata y cristal estallaban en pedazos, y los de metal se desplomaban cuando el suelo se sacudía y se abría en grandes grietas.
Asmodean miró frenéticamente en derredor y corrió, arrojándose sobre lo que, a juzgar por su aspecto, cualquiera habría pensado que era lo más insignificante entre todo aquel caos de fragmentos desperdigados y objetos derribados: la figurilla de un hombre esculpida en piedra blanca, de un palmo de largo, tendido sobre la espalda y sosteniendo una esfera de cristal en una mano levantada. Asmodean la cogió con las dos manos al tiempo que lanzaba un grito de triunfo.
Un instante después, también la aferraron las manos de Rand. Durante una fracción de segundo miró al Renegado a la cara; tenía la misma apariencia que cuando se hacía pasar por juglar excepto por la salvaje desesperación en sus oscuros ojos, un hombre maduro bien parecido, nada que apuntara su condición de Renegado. El fugaz instante pasó y ambos buscaron alcanzar a través de la figurilla, del ter’angreal, uno de los dos sa’angreal más poderosos que habían sido creados.
Vagamente, Rand fue consciente de una gigantesca estatua medio enterrada en el lejano Cairhien, y de la inmensa esfera que sostenía en la mano, reluciente como el sol, palpitando con el Poder Único. Y el Poder que había en su interior se hinchó como todos los mares del mundo en plena tempestad. Con esto podría hacer cualquier cosa, incluso haber curado a aquella niñita muerta. La infección crecía de forma pareja, enroscándose en cada partícula de su ser, filtrándose por cualquier resquicio hasta su alma. Deseó gritar con todas sus fuerzas; deseó estallar. Sin embargo, se limitó a absorber la mitad de lo que el sa’angreal desprendía mientras la otra mitad se vertía en Asmodean.
Forcejearon, tirando hacia uno y hacia otro, tropezando en los fragmentos esparcidos de los ter’angreal. Ninguno de los dos se permitía ceder un ápice ni levantar un solo dedo de la estatuilla por miedo a que el otro aprovechara la debilidad para arrebatársela. Empero, mientras rodaban y rodaban, chocando una vez contra un marco de piedra roja que, a saber cómo, todavía seguía en pie, después contra una estatua de cristal tendida sobre un costado, intacta, de una mujer desnuda estrechando a un niño contra sus senos, mientras luchaban por apoderarse del ter’angreal, la batalla se sostenía también a otro nivel.