—¡Ayúdame! —Asmodean se arrastró hacia ella, tambaleándose, con el rostro alzado transido de temor—. No imaginas lo que ha hecho. Tienes que ayudarme. No habría venido aquí si no fuera por ti.
—¿Y qué ha hecho? —resopló—. Derrotarte como a un perro, sin castigarte ni la mitad de lo que mereces. Tú jamás estuviste destinado a la grandeza, Asmodean, sólo a seguir a quienes son grandes.
De algún modo Rand consiguió ponerse de pie, todavía sujetando la figurilla de piedra y cristal contra su pecho. No podía seguir de rodillas en presencia de la mujer.
—Vosotros, los Elegidos —sabía que zaherirla era peligroso, pero fue incapaz de contenerse—, entregasteis vuestras almas al Oscuro. Permitisteis que se prendiera a vosotros. —¿Cuántas veces había revivido su batalla con Ba’alzemon? ¿Cuántas veces antes de empezar a sospechar lo que eran aquellos hilos negros?—. Le corté los vínculos con el Oscuro, Lanfear. ¡Los corté!
Los ojos de la mujer se desorbitaron por la impresión y fueron de él a Asmodean, que había empezado a sollozar.
—Nunca imaginé que tal cosa fuera posible. ¿Por qué lo hiciste? ¿Planeabas hacerlo volver a la Luz? No has cambiado nada en él.
—Sí, sigue siendo el mismo hombre que se entregó a la Sombra voluntariamente —convino Rand—. Me contaste lo poco que os fiáis los Elegidos unos de otros. ¿Durante cuánto tiempo habría podido mantenerlo en secreto? ¿Cuántos de vosotros no sospecharíais que lo había hecho él mismo de un modo u otro? Me alegro de que pensaras que era imposible; a lo mejor los demás creen lo mismo. Tú me diste la idea, Lanfear. Un hombre que me enseñara a controlar el Poder. Pero no permitiré que me instruya un hombre vinculado al Oscuro. Ahora eso no es preciso. Seguirá siendo el mismo hombre, pero ahora no tiene mucho donde elegir, ¿verdad? Puede quedarse y enseñarme, esperar que me alce con la victoria y ayudarme a obtenerla. O puede quedarse al margen confiando en que el resto de vosotros no aproveche la oportunidad como excusa para volverse contra él. ¿Cuál de las dos opciones crees que escogerá?
Asmodean, a gatas todavía en el suelo, miraba a Rand con ojos enloquecidos; después tendió una mano suplicante hacia Lanfear.
—¡Ellos te creerán! ¡Puedes decirles lo que ha ocurrido! ¡No estaría en esta situación si no fuera por ti! ¡Tienes que decírselo! ¡Soy fiel al Gran Señor de la Oscuridad!
También Lanfear miraba a Rand de hito en hito. Que él recordara, era la primera vez que parecía insegura.
—¿Hasta qué punto recuerdas, Lews Therin? ¿Cuánto hay de ti y cuánto del pastor? Ésta es la clase de plan que habrías concebido cuando… —Respiró hondamente y volvió la cabeza hacia Asmodean—. Sí, claro que me creerán cuando les cuente que te aliaste con Lews Therin. Todos saben que saltas hacia donde crees que está la mayor ventaja. Ahí tienes, Lews Therin, otro pequeño regalo para ti. —Asintió para sí misma con satisfacción—. Ese escudo permitirá el paso de un chorrillo, suficiente para que te enseñe. Se disipará con el tiempo, pero no podrá desafiarte durante meses y, para entonces, sí que no tendrá más opción que permanecer contigo. Nunca fue muy bueno en romper escudos; para ello hay que estar dispuesto a aceptar el dolor, y él jamás fue capaz.
—¡NOOOO! —Asmodean gateó hacia ella—. ¡No puedes hacerme esto! ¡Por favor, Mierin! ¡Por favor!
—¡Me llamo Lanfear! —La ira afeó sus bellos rasgos, y el hombre flotó en el aire, con los brazos y las piernas extendidos; las ropas se apretaron contra su cuerpo y la carne de su rostro se deformó, extendiéndose como mantequilla bajo el impacto de una roca.
Rand no podía dejar que lo matara, pero estaba demasiado agotado para entrar en contacto con la Fuente Verdadera sin ayuda; apenas la notaba, un apagado brillo en el borde de la percepción. Por un instante sus manos se crisparon alrededor del hombre de piedra con la esfera de cristal. Si se conectaba de nuevo con la Fuente a través del gigantesco sa’angreal de Cairhien, el inmenso Poder podría destruirlo. En lugar de ello, buscó el contacto a través del pequeño angreal guardado en su cintura; con él era un débil chorro, un hilillo fino como un cabello en comparación con lo otro, pero estaba demasiado exhausto para absorber más. Lo arrojó entre los dos Renegados, confiando en que, cuando menos, distrajera a la mujer.
Una barra de fuego blanco, de tres metros de alto, hendió el aire entre la pareja cual un manchón borroso surcado por pequeños relámpagos azules, y abrió un surco de un metro de amplitud a todo lo ancho de la plaza, una grieta con los bordes pulidos en la que relucía la tierra y la piedra fundidas; el haz candente impactó en el muro veteado en verde de un palacio y explotó, pero el estruendo quedó ahogado en el retumbo del mármol desplomándose. A un lado del surco ardiente, Asmodean cayó al pavimento, hecho un ovillo, tembloroso, sangrando por la nariz y los oídos; al otro, Lanfear trastabilló hacia atrás, como si hubiera recibido un golpe, y después se giró hacia Rand. El joven se tambaleó, debilitado por el esfuerzo realizado, y volvió a perder contacto con el saidin.
La rabia desfiguró los rasgos de la mujer tan profundamente como antes había hecho con los de Asmodean. Rand estuvo al borde de la muerte durante un instante. Después, la furia se desvaneció con sorprendente rapidez enterrada bajo una seductora sonrisa.
—No, no debo matarlo después de habernos esforzado tanto. —Se acercó más y alargó la mano para acariciarle el cuello, donde el mordisco que le había dado en el sueño se estaba curando; Rand no había querido que Moraine se enterara—. Todavía llevas mi marca. ¿Habré de hacerla permanente?
—¿Hiciste daño a alguien en Alcair Dal o en los campamentos?
Lanfear no perdió la sonrisa un solo momento, pero su caricia cambió y, de manera repentina, los dedos parecieron prestos a desgarrarle la garganta.
—¿A quién te refieres? Creía que ya te habrías dado cuenta de que no amas a esa pequeña campesina. ¿O es esa Aiel de jade?
Una víbora. Una mortífera víbora que lo amaba —«¡La Luz me asista!»—, y a la que no sabía cómo detener si decidía morder, ya fuera a él o a cualquier otro.
—No quiero que nadie salga herido. Todavía las necesito. Puedo utilizarlas. —Era doloroso decir algo así; sobre todo por el fondo de verdad que había en ello. Pero valía la pena un poco de dolor con tal de mantener los colmillos de Lanfear lejos de Egwene y de Moraine, lejos de Aviendha y de cualquiera cercano a él.
Echando hacia atrás la hermosa cabeza, Lanfear soltó una risa que sonaba como campanillas.
—Aún recuerdo cuando eras demasiado blando para utilizar a nadie. ¡Tortuoso en la batalla, duro como una roca y arrogante como las montañas, pero franco y tierno de corazón como una muchachita! No, no he hecho daño a tus preciosas Aes Sedai ni a tus preciosos Aiel. Yo no mato sin un motivo, Lews Therin. Ni siquiera hiero sin un motivo.
Rand puso buen cuidado en no mirar a Asmodean; lívido, respirando con dificultad, el hombre se había incorporado un poco apoyándose en una mano mientras que con la otra se limpiaba la sangre de la boca y la barbilla.
Lanfear se volvió lentamente, recorriendo con la mirada la gran plaza.
—Habéis destruido esta ciudad con tanta efectividad como cualquier ejército. —Pero, aunque pretendiera disimularlo, no eran los palacios desmoronados lo que contemplaba, sino la derruida plaza con los desperdigados despojos de ter’angreal y quién sabía qué más. Las comisuras de sus labios estaban tensas cuando se volvió de nuevo hacia Rand; en sus oscuros ojos había una chispa de rabia contenida.