—Utiliza bien sus enseñanzas, Lews Therin. Los otros siguen ahí fuera. Sammael con su envidia hacia ti, Demandred con su odio y Rahvin con su sed de poder. Su ansia por derribarte no disminuirá sino que se incrementará cuando descubran que tienes eso.
Su mirada pasó fugaz sobre la figurilla que el joven sostenía en las manos; hubo un instante en que Rand creyó que la mujer estaba considerando arrebatárselo, y no para alejar a los otros de él, sino porque con ese ter’angreal quizá sería demasiado poderoso para dejarse manejar por ella. En este momento no estaba seguro de poder impedírselo aunque sólo utilizara las manos. Lanfear sopesó brevemente la conveniencia de dejárselo en su poder y seguidamente hasta dónde llegaba su agotamiento. Por mucho que hablara del amor que le profesaba, no querría estar muy cerca de él cuando recobrara la energía suficiente para utilizar el objeto. Volvió a escudriñar la plaza con una rápida ojeada, los labios prietos, y luego, inopinadamente, se abrió una puerta a su lado, pero no un umbral a las tinieblas, sino a lo que parecía ser la estancia de un palacio en mármol esculpido y con colgaduras de seda blanca.
—¿Cuál de ellas eras? —preguntó Rand cuando la mujer daba un paso hacia el acceso. Lo miró por encima del hombro sonriendo casi con coquetería.
—¿Crees que aguantaría ser la gorda y fea Keille? —Sus manos recorrieron la esbelta redondez de su figura para dar más énfasis a sus palabras—. ¿Pensaste que era Isendre, la delgada y hermosa Isendre? Imaginé que si recelabas en algún momento tus sospechas recaerían en ella. Mi orgullo es suficientemente fuerte para soportar un poco de gordura cuando es necesario. —La sonrisa se convirtió en una mueca—. Isendre creyó que estaba tratando con unos simples Amigos Siniestros. No me sorprendería si en este mismo momento se encontrara en un gran apuro intentando explicar a unas cuantas mujeres Aiel por qué muchos de sus collares y brazaletes de oro están en el fondo de su arcón. En realidad algunos los robó ella misma.
—¡Creí oírte decir que no habías hecho daño a nadie!
—Ahora muestras tu corazón tierno. Cuando quiero yo también sé mostrar la ternura de una mujer. Creo que no podrás salvarla de recibir unos buenos vergajazos que le dejen verdugones. Es lo menos que se merece por las miradas que me ha estado echando. Sin embargo, si regresas enseguida, podrás evitar que la expulsen llevando sólo un odre de agua para salir de esta tierra agostada. Por lo visto, estos Aiel son muy severos con los ladrones. —Soltó una risa divertida y sacudió la cabeza con asombro—. Tan distintos de como eran. Podías abofetear a un Da’shain y lo único que hacía era preguntar qué había hecho mal. Otra bofetada y preguntaba si te había ofendido. No cambiaba de actitud aunque estuvieras golpeándolo todo el día. —Asestó a Asmodean una mirada despectiva y añadió—: Aprende bien y deprisa, Lews Therin. Mi intención es que gobernemos juntos, no que Sammael te mate o que Graendal te incorpore a su colección de jóvenes apuestos. Aprende bien y deprisa —repitió antes de cruzar el umbral a la cámara de mármol y sedas blancas. El acceso dio la impresión de girarse de lado, estrechándose, y desapareció.
Rand respiró hondo por primera vez desde que la mujer había aparecido. Mierin. Un nombre que recordaba de su peregrinaje al pasado entre las columnas de cristal, el de la mujer que había encontrado la prisión del Oscuro en la Era de Leyenda y que había abierto un agujero en ella. ¿Sabía lo que era? ¿Cómo había escapado de aquel infierno de destrucción que él había presenciado? ¿Se habría entregado ya al Oscuro por entonces?
Asmodean intentaba incorporarse con gran esfuerzo, aunque se tambaleó y estuvo a punto de caer otra vez. Ya había dejado de sangrar, pero tenía marcados unos rojos regueros desde los oídos hasta el final del cuello, y un restregón oscuro entre la boca y la barbilla. La chaqueta roja estaba sucia y rota, con las blancas puntillas desgarradas.
—El vínculo que me unía al Gran Señor era lo que me permitía tocar el saidin sin que me afectara la locura —dijo con voz ronca—. Lo único que has conseguido es hacerme tan vulnerable como tú. Podrías dejarme marchar. En realidad no soy un buen maestro, y ella me escogió sólo porque… —Apretó los labios, consciente de haber hablado más de la cuenta.
—Porque no hay nadie más —concluyó Rand la frase, y se dio media vuelta.
Cruzó la ancha plaza tambaleándose ligeramente, buscando un camino entre los amontonados objetos destrozados. Asmodean y él habían salido lanzados a mitad de camino entre el bosque de columnas de cristal y Avendesora. Pedestales de cristal yacían contra estatuas de hombres y mujeres derribadas, algunas hechas pedazos y otras sin una desportilladura. Un gran aro plano de metal plateado había sido lanzado sobre unas sillas de metal y piedra; objetos de formas extrañas, metálicos o de cristal, se mezclaban en un montón junto con fragmentos desprendidos; y un mango de metal negro, semejante a una lanza, se erguía erecto en un equilibrio inverosímil en lo alto de la pila. Toda la plaza estaba en esas condiciones.
Lejos del gran árbol, tras revolver un poco en el amasijo de restos, Rand encontró lo que buscaba. Apartó a puntapiés unos trozos de lo que parecían ser tubos de cristal en espiral, retiró una silla sencillamente tallada y fabricada con cristal azul, y cogió una figurilla de un palmo de alto que representaba una mujer de semblante sereno, esculpida en piedra blanca, que sostenía una esfera transparente en una mano. Intacta. Tan inútil para él como para cualquier hombre del mismo modo que la figura masculina lo era para Lanfear. Consideró la conveniencia de romperla. Sin duda, un golpe contra el pavimento haría añicos la esfera de cristal.
—Eso es lo que estaba buscando. —Asmodean lo había seguido sin que Rand se percatara de ello. Tambaleándose ligeramente se restregó la boca ensangrentada—. Te arrancará el corazón de cuajo con tal de apoderarse de ello.
—O te lo arrancará a ti por ocultárselo. A mí me ama. —«La Luz me asista. ¡Es como ser amado por una loba rabiosa!» Al cabo de un momento colocó la estatuilla femenina en el doblez del brazo, junto con la masculina. Podría ser de utilidad. «Y no quiero destruir nada más».
Al mirar en derredor contempló algo más que la destrucción de objetos. La niebla casi había desaparecido de la derruida ciudad; sólo quedaban unos cuantos jirones de nubes flotando entre los edificios que todavía se sostenían en pie bajo el sol poniente. El suelo del valle se inclinaba marcadamente hacia el sur ahora, y el agua corría desde la fisura que cruzaba la ciudad, ya que la grieta era tan profunda que había llegado al océano oculto en el subsuelo. De hecho, el extremo más bajo del valle empezaba a llenarse. Un lago. Posiblemente acabaría llegando hasta la ciudad formando un lago de unos cinco kilómetros de largo en una tierra donde una charca de tres metros de diámetro era vital para la gente. Ahora vendrían a vivir en este valle. Casi podía ver las montañas del entorno organizadas en terrazas de cultivos. Cuidarían a Avendesora, el último árbol sora. Puede que incluso reconstruyeran Rhuidean. El Yermo tendría una ciudad. Quizá viviera para verlo.
Con la ayuda del angreal, el grueso hombrecillo con su espada, pudo abrir un umbral a la oscuridad. Asmodean lo cruzó con renuencia e hizo un gesto despectivo cuando apareció un sencillo escalón de piedra con la anchura justa para caber los dos en él. Seguía siendo el mismo hombre que se había entregado al Oscuro. Sus miradas de reojo, calculadoras, eran un recordatorio suficiente si es que Rand necesitaba de alguno.