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Sólo se hablaron en dos ocasiones mientras el peldaño flotaba a través de las tinieblas.

—No puedo llamarte Asmodean —dijo Rand una vez. El otro hombre se estremeció.

—Mi nombre es Joar Addam Nesossin —dijo por último. Su actitud era la de alguien que se ha quedado completamente a descubierto o tal vea que ha perdido algo.

—Tampoco puedo usar ése. ¿Quién sabe qué indicio puede quedar de tu nombre en alguna parte? La idea es evitar que cualquiera te mate por ser uno de los Renegados. —Y evitar que alguien supiera que tenía a un Renegado por maestro—. Creo que tendrás que seguir siendo Jasin Natael. El juglar del Dragón Renacido. Ésa es una buena excusa para tenerte cerca.

Natael se encogió y puso mal gesto, pero no dijo nada.

—Lo primero que me enseñarás —añadió al cabo de un rato Rand— es cómo proteger mis sueños para que nadie acceda a ellos.

El hombre se limitó a asentir, la expresión sombría. Rand comprendió que le causaría problemas, pero no serían tan grandes como los derivados de la ignorancia.

El escalón frenó y se detuvo, y Rand volvió a doblar la realidad. El umbral se abrió en la cornisa de Alcair Dal.

Había parado de llover, aunque el suelo del cañón, oscurecido por las sombras de la tarde, estaba todavía mojado y hecho un barrizal por los pies de los Aiel. Menos Aiel que antes; puede que hasta una cuarta parte menos. Pero no estaban luchando. Moraine, Egwene, Aviendha y las Sabias, que se habían unido a los jefes de clan, observaban fijamente la cornisa; los hombres conversaban con Lan. Apartado un trecho, Mat se encontraba en cuclillas, con el sombrero de ala ancha bien calado y la lanza de mango negro apoyada en un hombro; a su alrededor, de pie, se hallaban Adelin y las otras Doncellas. Contemplaron, boquiabiertos, a Rand atravesando el umbral y sus ojos se abrieron aun más cuando vieron que lo seguía Natael, con la chaqueta roja destrozada. Mat se incorporó de un brinco, esbozando una sonrisa, y Aviendha levantó ligeramente la mano en su dirección. Los Aiel que ocupaban el cañón observaban en silencio.

—Adelin, ¿querrás mandar a alguien a la feria y decirles que dejen de azotar a Isendre? —pidió Rand antes de que ninguno de ellos tuviera ocasión de hablar—. No es tan ladrona como piensan.

La mujer rubia parecía estupefacta, pero de inmediato dirigió unas palabras a una de las Doncellas, que salió corriendo.

—¿Cómo lo sabías? —exclamó Egwene.

—¿Dónde has estado? —demandó al mismo tiempo Moraine. Sus grandes y oscuros ojos iban de él a Natael, perdida su calma habitual.

¿Y las Sabias? La rubia Melaine parecía dispuesta a arrancarle las respuestas con sus propias manos. Bair, muy ceñuda, daba la impresión de tener intención de sacárselas a varazos. Y Amys se ajustaba el chal y se atusaba el pálido cabello, sin acabar de decidir si estaba preocupada o aliviada.

Adelin le tendió su chaqueta, todavía mojada. Rand envolvió las dos figurillas de piedra en la prenda. Moraine también las miraba con profundo interés. Rand ignoraba si la Aes Sedai sospechaba siquiera qué eran, pero tenía intención de ocultarlas a los ojos de los demás lo mejor posible. Si no confiaba en el alcance de sus actos con el poder de Callandor, ¿cuánto menos con el del gran sa’angreal? Esperaría hasta haber aprendido más sobre cómo controlarlo; y controlarse a sí mismo.

—¿Qué ha pasado aquí? —inquirió, y la Aes Sedai apretó la boca al ver que pasaba por alto su pregunta. Tampoco Egwene parecía muy complacida.

—Los Shaido se han marchado con Sevanna y Couladin —informó Rhuarc—. Todos los que se han quedado te reconocen como el Car’a’carn.

—Los Shaido no fueron los únicos que huyeron. —El rostro curtido de Han se crispó con una mueca amargada—. Algunos de mis Tomanelle también se marcharon. Y Goshien, y Shaarad y Chareen.

Jheran y Erim asintieron, casi tan hoscos como Han.

—No con los Shaido —retumbó Bael—, pero se fueron. Harán correr la noticia de lo sucedido aquí, de lo que revelaste. Eso no estuvo bien. ¡Vi hombres arrojar sus lanzas y echar a correr!

«Os unirá a todos con unos lazos imposibles de romper y os destruirá».

—Ningún Taardad se marchó —señaló Rhuarc, no con orgullo sino como un simple hecho—. Estamos preparados para ir a donde quieras conducirnos.

A donde quisiera conducirlos. Los problemas no habían acabado con los Shaido, con Couladin y Sevanna. Recorriendo con la mirada las paredes del cañón donde aguardaban los Aiel vio semblantes trastornados, por mucho que hubieran decidido quedarse. ¿Cómo se sentirían los que se habían ido? Empero, los Aiel sólo eran el medio para alcanzar un fin. Tenía que recordarlo. «He de ser aun más duro que ellos».

Jeade’en esperaba junto a la cornisa, al lado del corcel de Mat. Rand hizo una seña a Natael para que permaneciera cerca de él y subió a la silla, con el bulto envuelto en la chaqueta bien cogido debajo del brazo. El antiguo Renegado, crispada la boca, se acercó para situarse junto al estribo izquierdo. Adelin y las Doncellas que quedaban de su guardia de honor bajaron de un salto para formar alrededor de ellos y, sorprendentemente, Aviendha se bajó de la cornisa para ocupar su sitio habitual, junto al estribo derecho. Mat montó en la silla de Puntos de un salto.

Rand miró hacia atrás a los que seguían en el saliente, todos ellos observando, aguardando.

—Será un largo camino de regreso —empezó. Bael giró la cabeza hacia otro lado—. Largo y sangriento. —Los rostros de los Aiel no alteraron su expresión. Egwene hizo intención de tender una mano en su dirección; en sus ojos había dolor, pero él hizo como si no lo viera—. Cuando el resto de los jefes de clan lleguen, empezará.

—Empezó hace mucho tiempo —musitó Rhuarc—. La cuestión es dónde y cómo termina.

Rand no tenía respuesta a eso. Hizo volver grupas al rodado y cabalgó despacio a través del cañón, rodeado por su peculiar séquito. Los Aiel se apartaban para dejarle paso, mirándolo fijamente, aguardando. El frío de la noche empezaba ya a dejarse notar.

Y, cuando la sangre roció la tierra donde nada crecía, brotaron los Vástagos del Dragón, el Pueblo del Dragón, armado para danzar con la muerte. Y él los condujo fuera de las tierras yermas, e hicieron temblar al mundo con la batalla.

Extraído de La Rueda del Tiempo,
de Sulamein so Bhagad,
Cronista Mayor de la Corte del Sol, Cuarta Era.

Glosario

Aclaración sobre las fechas de este glosario

El calendario Tomano (ideado por Toma dur Ahmid) se adoptó aproximadamente dos siglos después de la muerte de los últimos varones Aes Sedai y registró los años transcurridos después del Desmembramiento del Mundo (DD). Muchos anales resultaron destruidos durante las Guerras de los Trollocs, de tal modo que, al concluir éstas, se abrió una discusión respecto al año exacto en que se hallaban en el antiguo sistema. Tiam de Gazar propuso un nuevo calendario, en conmemoración de la supuesta liberación de la amenaza trolloc, en el que los años se señalarían como Año Libre (AL). El calendario Gazariano ganó amplia aceptación veinte años después del final de la guerra. Artur Hawkwing intentó establecer un nuevo anuario que partiría de la fecha de fundación de su imperio (DF, Desde la Fundación), pero únicamente los historiadores hacen referencia a él actualmente. Tras la generalizada destrucción, mortalidad y desintegración de la Guerra de los Cien Años, Uren din Jubai Gaviota Voladora, un erudito de las islas de los Marinos, concibió un cuarto calendario, el cual promulgó el Panarch Farede de Tarabon. El calendario Farede, iniciado a partir de la fecha, arbitrariamente decidida, del fin de la Guerra de los Cien Años, que registra los años de la Nueva Era (NE), es el que se utiliza en la actualidad.