—Así es. ¿Acaso preferís que vuelva a marcharse solo y tengamos que seguirle la pista de nuevo? Esta vez podría morir, o algo peor, antes de que diera con él.
Eso era cierto. Rand apenas sabía lo que hacía. Y Elayne estaba segura de que Moraine no deseaba que perdiera la poca guía que todavía le daba. La poca que él permitía que le diera.
—¿Queréis compartir con nosotras ese plan que tenéis para él? —pidió Egwene. A la joven no le cabía duda de que en ese momento no estaba ayudando nada a suavizar la tensión del ambiente.
—Sí, hacedlo —abundó Elayne, que se sorprendió a sí misma por el tono empleado, fiel reflejo del timbre frío de su amiga. El enfrentamiento no era su estilo si podía evitarse; su madre decía siempre que era mejor guiar a la gente que intentar enderezarla a golpes.
Pero si la actitud de las dos jóvenes molestó a Moraine, ésta no lo acusó.
—Lo haré, siempre y cuando comprendáis que debéis mantenerlo en secreto. Un plan revelado está destinado a fracasar. Sí, veo que lo entendéis.
Elayne sí, desde luego; era un plan peligroso y Moraine no tenía la certeza de que funcionara.
—Sammael está en Illian —continuó la Aes Sedai—. Los tearianos están dispuestos siempre a entrar en guerra con los illianos, y viceversa. Llevan mil años matándose unos a otros, y hablan de ello como otros hombres lo hacen del próximo día festivo. Dudo que ni siquiera la presencia de Sammael cambie las cosas, sobre todo teniendo al Dragón Renacido para conducirlos a la batalla. Tear seguirá a Rand con entusiasmo en esa empresa, y si consigue derrotar a Sammael, él…
—¡Luz! —exclamó Nynaeve—. ¡No sólo queréis que inicie una guerra, queréis que luche con un Renegado! No me extraña que se muestre reticente. No es tan necio, aunque sea hombre.
—Al final tendrá que enfrentarse al Oscuro —apuntó Moraine con voz sosegada—. ¿Creéis de verdad que puede esquivar a los Renegados? En cuanto a la guerra, ya hay conflictos sin que intervenga él, y todos ellos inútiles.
—Cualquier guerra es inútil —empezó Elayne, entonces enmudeció al caer de repente en la cuenta. La tristeza y el pesar debían reflejarse en su semblante, pero también la comprensión. Su madre le había hablado a menudo sobre cómo dirigir una nación con tan buen tino como se la gobernaba, dos cosas muy distintas pero ambas necesarias. Y en ocasiones había que hacer cosas muy desagradables para llevar a cabo tanto lo uno como lo otro, aunque el precio por no hacerlas era aun peor.
Moraine le dirigió una mirada compasiva.
—No siempre resulta agradable, ¿verdad? Supongo que tu madre empezó a enseñarte, tan pronto como fuiste lo bastante mayor para comprender, lo que necesitabas saber para gobernar después de ella. —Moraine se había criado en el Palacio Real de Cairhien, no destinada a reinar pero emparentada con la familia regente, y sin duda había oído ese tipo de lecciones—. A veces se tiene la impresión de que sería mejor vivir en la ignorancia, ser una campesina que desconoce todo lo que está más allá de los límites de sus campos.
—¿Más acertijos? —intervino Nynaeve, despectiva—. La guerra solía ser algo de lo que oía hablar a los buhoneros, algo lejano que en realidad no comprendía. Ahora sé lo que es. Hombres que se matan entre sí. Hombres que se comportan como animales, perdida su condición humana. Pueblos quemados, granjas y campos arrasados. Hambre, enfermedad y muerte, tanto para los inocentes como para los culpables. ¿Qué hace que esta guerra vuestra sea mejor, Moraine? ¿Qué la hace ser más limpia?
—Elayne… —invitó quedamente la Aes Sedai.
La joven sacudió la cabeza —no quería ser la que lo explicara— pero dudaba que ni su propia madre, sentada en el Trono del León, hubiera guardado silencio teniendo los oscuros y apremiantes ojos de Moraine clavados en ella.
—La guerra tendrá lugar tanto si la inicia Rand como si no —dijo de mala gana. Egwene retrocedió un paso, mirándola con tanta incredulidad como la plasmada en el semblante de Nynaeve; tal expresión se borró en los rostros de las dos jóvenes cuando prosiguió—: Los Renegados no se quedarán ociosos, esperando. Sammael no puede ser el único de ellos que haya tomado las riendas de una nación en sus manos, aunque sea el único del que tenemos noticia. Al final vendrán por Rand, tal vez en persona, pero desde luego apoyados por todos los ejércitos que tengan a su mando. ¿Y las naciones libres de los Renegados? ¿Cuántas de ellas se pondrán bajo el estandarte del Dragón y lo seguirán al Tarmon Gai’don, y cuántas de ellas se convencerán de que la caída de la Ciudadela es mentira y que Rand no es más que otro falso Dragón al que hay que derrotar, un falso Dragón tal vez lo bastante poderoso para amenazarlas si no lo atacan antes? De un modo u otro, habrá guerra. —Calló de manera brusca. Había más, pero no podía, no quería hablarles de esa parte.
Moraine no era tan reticente.
—Muy bien —dijo, asintiendo—, pero incompleto. —La mirada que le dirigió a la joven dejaba bien claro que sabía que Elayne había callado lo que ella tenía en mente. Enlazó las manos sobre la cintura con sosiego, y se dirigió a Nynaeve y a Egwene—. No hay nada que haga a esta guerra mejor ni más limpia. Salvo que aglutinará a los tearianos con él, y los illianos acabarán siguiéndolo como ahora lo hacen los tearianos. ¿Cómo no lo van a hacer, una vez que el estandarte del Dragón ondee sobre Illian? Simplemente la noticia de su victoria podría decidir el resultado de las guerras en Tarabon y en Arad Doman a su favor; habrá guerras que terminarán por él.
»De un golpe, será tan fuerte en cuanto a hombres y espadas que sólo una coalición de todas las restantes naciones desde aquí a la Llaga podría derrotarlo, y al mismo tiempo demostrará a los Renegados que no es un pichón cebado al que echar la red. Tiene que hacer el primer movimiento, ser el martillo, no el clavo. —La Aes Sedai hizo una ligera mueca, y un atisbo de su anterior cólera estropeó la calma de la que hacía gala—. Tiene que moverse primero. ¿Y qué hace? Lee. Lee y se enreda en mayores conflictos.
Nynaeve estaba conmocionada, como si estuviera contemplando todas las batallas y las muertes anunciadas; los oscuros ojos de Egwene estaban desorbitados por el horror de la comprensión. Elayne se estremeció al mirarlas. Una de ellas había visto crecer a Rand; la otra había crecido a su lado. Y ahora lo veían a punto de iniciar guerras. No al Dragón Renacido, sino a Rand al’Thor.
La lucha interna de Egwene era patente, y se aferró a la parte más insignificante, lo más inconsecuente de lo dicho por Moraine.
—¿Por qué leer puede ocasionarle conflictos? —preguntó.
—Ha decidido averiguar por sí mismo lo que anuncian las Profecías del Dragón. —Moraine mantenía el gesto frío y tranquilo, pero de repente pareció tan cansada como se sentía la propia Elayne—. Estaban prohibidas en Tear, pero el bibliotecario mayor tenía nueve traducciones distintas guardadas bajo llave en un arcón. Ahora Rand las tiene todas. Hice referencia al verso que venía al caso en esta situación, y él lo citó, tomado de una antigua traducción del kandorés:
—Es aplicable a esta situación como a cualquier otra. —La Aes Sedai hizo una mueca—. Illian en poder de Sammael es indudablemente una ciudad perdida. Dirigir las lanzas tearianas a la guerra, encadenar a Sammael, y habrá cumplido el verso. El antiguo sueño del Dragón Renacido. Pero él no lo verá. Tiene incluso una copia en la Antigua Lengua, como si entendiera más de dos palabras. Persigue sombras, y Sammael o Rahvin o Lanfear podrían cogerlo por el cuello antes de que me dé tiempo a convencerlo de su error.