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—Bien —dijo al tiempo que cogía una silla—, así que has descubierto que estás enamorada de Rand, Elayne, y Egwene que no lo está.

Las dos jóvenes la miraron boquiabiertas, una morena y la otra rubia, pero casi una imagen duplicada de perplejidad.

—Tengo ojos en la cara —continuó Nynaeve con expresión complacida—. Y oídos, cuando no os molestáis en cuchichear. —Tomó un sorbo de su copa—. ¿Qué piensas hacer al respecto? Si esa Berelain le echa la zarpa, no será fácil que lo suelte. ¿Estás segura, Elayne, de que quieres meterte en esto? Sabes lo que es él. Sabes lo que le espera, incluso dejando las Profecías a un lado. La locura. La muerte. ¿Cuánto tiempo le queda? ¿Un año? ¿Dos? ¿O empezará antes de que acabe el verano? Es un hombre que puede encauzar. —Pronunció cada palabra con total crudeza—. Recuerda lo que te enseñaron. Recuerda lo que es.

Elayne levantó la cabeza en un gesto resuelto y sostuvo fijamente la mirada de Nynaeve.

—No me importa. Tal vez debería importarme, pero no es así. Quizá sea una estúpida, pero me da igual. No puedo cambiar mis sentimientos por imposición, Nynaeve.

De improviso, la antigua Zahorí sonrió.

—Tenía que estar segura —dijo cariñosamente—. Tú tenías que estar segura. No es fácil amar a un hombre, pero amar a éste será aún más duro. —Su sonrisa se borró a medida que hablaba—. Todavía no has contestado a mi primera pregunta. ¿Qué piensas hacer? Puede que Berelain parezca frágil, y desde luego se las compone para que los hombres la vean así, pero ten por seguro que no lo es. Luchará por lo que quiere. Y es de las que agarran con fuerza hasta lo que no les interesa, especialmente sólo porque hay otra que quiere lo mismo.

—Me gustaría meterla dentro de un barril —dijo Egwene, que apretó su copa como si fuera el cuello de la Principal—, y mandarla en un barco de vuelta a Mayene. En lo más profundo de la bodega.

La trenza de Nynaeve se meció cuando la mujer sacudió la cabeza.

—Todo eso está muy bien, pero procura discurrir algo que sirva de ayuda. Si no se te ocurre nada, guarda silencio y deja que ella decida lo que tiene que hacer. —Como Egwene le clavó una mirada irritada, añadió—: Ahora es Elayne la que tiene que entendérselas con Rand, no tú. Te has echado a un lado, ¿recuerdas?

El comentario tendría que haber suscitado la sonrisa de Elayne, pero no ocurrió así.

—Se suponía que todo esto tenía que ser diferente. —Suspiró—. Creí que encontraría a un hombre, que aprendería a conocerlo con el transcurso de los meses o los años, y que poco a poco me daría cuenta de que lo amaba. Así es como siempre pensé que pasaría. Apenas conozco a Rand. No he hablado con él más de una docena de veces a lo largo de todo un año. Pero supe que lo amaba cinco minutos después de verlo. —Eso sí que era una tontería. Pero era verdad, y no le importaba que fuera una estupidez. Así se lo diría a su madre a la cara, y a Lini. Bueno, a Lini tal vez no. Lini tenía unos métodos muy drásticos para ocuparse de las tonterías, y creía que Elayne seguía teniendo diez años—. Sin embargo, tal y como están las cosas, ni siquiera tengo derecho a estar enfadada con él. O con Berelain. —Pero lo estaba. «¡Me gustaría darle de bofetadas hasta que los oídos le estuvieran pitando durante un año! ¡Me gustaría ir azotándola todo el camino hasta el barco que la llevara de vuelta a Mayene!» Sólo que no tenía derecho a hacerlo, y eso era lo peor. Estaba fuera de sí, y su tono sonó entre desesperado y suplicante—: ¿Qué puedo hacer? Nunca se ha fijado en mí.

—En Dos Ríos —dijo lentamente Egwene—, si una mujer quiere que un hombre sepa que le interesa, le pone flores en el cabello en Bel Tine o en el Día Solar. O le borda una camisa de fiesta en cualquier otra fecha. O pone empeño en pedirle que baile con ella, y no lo hace con nadie más. —Elayne la miraba con incredulidad, y se apresuró a añadir—: No estoy sugiriendo que le bordes una camisa, pero hay formas de darle a entender lo que sientes por él.

—Pues las mayenienses prefieren ir al grano. —La voz de Elayne sonaba quebrada—. Quizá sea el mejor sistema. Decírselo a las claras. Al menos sabría lo que siento. Al menos, tendría cierto derecho a…

Cogió la copa de vino aromatizado y se lo echó al coleto. ¿Ir al grano? ¿Como cualquier pelandusca mayeniense? Soltó la copa vacía sobre el pequeño tapete y respiró hondo.

—¿Qué dirá mi madre? —musitó.

—Lo que importa es qué vas a hacer cuando tengamos que marcharnos de aquí —intervino Nynaeve, afectuosa—. Ya sea a Tanchico o a la Torre o a cualquier otra parte, tendremos que irnos. ¿Qué harás cuando acabas de decirle que lo amas y tienes que marcharte y dejarlo? ¿Y si te pide que te quedes con él? ¿Y si es eso lo que quieres?

—Me marcharé. —No hubo vacilación en la respuesta de Elayne, aunque sí un timbre de aspereza. Nynaeve no tendría que habérselo preguntado—. Si he de aceptar que es el Dragón Renacido, él tendrá que aceptar lo que soy yo, que tengo mis obligaciones. Deseo ser Aes Sedai, Nynaeve. No es una simple diversión para mí. Y tampoco lo es el trabajo que nosotras tres hemos de realizar. ¿De verdad pensaste que iba a abandonaros a Egwene y a ti?

Egwene se apresuró de asegurarle que tal idea no se le había pasado por la cabeza en ningún momento; y lo mismo hizo Nynaeve, pero lo bastante despacio para preparar la mentira.

Elayne miró a la una y a la otra.

—Para ser sincera, os diré que temía que me dijeseis que era una estúpida por preocuparme por una cosa así cuando tenemos el problema del Ajah Negro.

Un leve parpadeo de Egwene reveló que tal idea se le había ocurrido a la joven.

—Rand no es el único que puede morir el año próximo o al mes que viene —dijo Nynaeve—. También puede pasarnos a nosotras. Los tiempos han cambiado, y nosotras también. Si nos quedamos sentadas pensando en lo que deseamos, puede que no lo veamos cumplido a este lado de la tumba.

Era un planteamiento que tenía poco o nada de tranquilizador, pero Elayne asintió. No era ninguna estúpida. Ojalá el tema del Ajah Negro pudiera solucionarse tan fácilmente. Apretó la copa vacía de plata contra su frente, buscando la frescura del metal. ¿Qué iban a hacer?

7

Jugando con fuego

A la mañana siguiente, cuando el sol apenas apuntaba por encima del horizonte, Egwene se presentó ante la puerta de los aposentos de Rand seguida por una reacia Elayne. La heredera del trono lucía un vestido de seda azul claro con manga larga y escote bajo, de corte teariano, que había accedido a ponerse sólo después de una pequeña discusión. Un collar de zafiros, de un tono profundo como un cielo matutino, y otra sarta del mismo color entretejida en los ondulados cabellos rubio rojizos hacían resaltar el azul de sus ojos. A despecho del pegajoso calor, Egwene llevaba un pañuelo rojo oscuro, grande como un chal, sobre los hombros. Aviendha se lo había proporcionado, así como los zafiros. Era chocante pero, a saber cómo, la Aiel disponía de un considerable surtido de este tipo de cosas.

A pesar de que sabía que estaban allí, Egwene se sobresaltó cuando los guardias Aiel se pusieron de pie con pasmosa rapidez. Elayne dio un respingo, pero enseguida los contempló con aquel aire regio que se le daba tan bien adoptar. No pareció surtir efecto en estos hombres curtidos por el sol. Los seis eran Shae’en M’taal, Soldados de Piedra, y mostraban un aire relajado para ser Aiel, lo que significaba estar echando ojeadas hacia todos lados y parecer dispuestos a moverse en cualquier dirección.

Egwene se irguió también siguiendo la pauta de Elayne; deseó para sus adentros saber hacerlo tan bien como la heredera del trono.

—Deseo… Deseamos comprobar cómo están las heridas del lord Dragón —anunció.

La excusa era absurda y los Aiel se habrían dado cuenta si hubieran conocido bien el funcionamiento de la Curación, pero por suerte tal posibilidad era improbable; poca gente sabía gran cosa al respecto, y seguramente los Aiel menos aún que la mayoría. Egwene no tenía intención de dar explicaciones de su presencia allí —bastaba con su supuesta condición de Aes Sedai—, pero, cuando los Aiel surgieron como si brotaran repentinamente del negro suelo de mármol, a la joven le pareció una buena idea. Y no es que hubieran hecho la menor intención de cerrarles el paso, desde luego, pero estos hombres tan altos y de rostros tan impasibles como si estuvieran tallados en piedra imponían, y sostenían aquellas lanzas cortas y los arcos como si utilizarlos fuera tan natural —y tan simple— como respirar. Sus claros ojos, la escrutadora e intensa mirada prendida en ella, traían a la memoria los cuentos de los implacables y crueles Aiel de rostro velado, de la Guerra de Aiel y de hombres como éstos, que habían destruido hasta el último de los ejércitos enviados contra ellos y que regresaron al Yermo sólo después de combatir durante tres sangrientos días con sus noches contra las naciones aliadas a las puertas de la mismísima Tar Valon hasta llegar a un punto muerto y dejar la batalla en tablas. Faltó poco para que Egwene recurriera al saidar.