Gaul, el jefe de los Soldados de Piedra, asintió en silencio; había respeto en el modo en que miró a Egwene y Elayne. Era un hombre apuesto, a su modo tosco, y algo mayor que Nynaeve, con unos ojos tan verdes y claros como gemas talladas, y largas pestañas tan oscuras que parecían perfilar sus párpados con una raya negra.
—Deben de dolerle. Está de un humor pésimo esta mañana. —Gaul esbozó una sonrisa, un fugaz destello de los blancos dientes, como comprendiendo ese estado de ánimo cuando uno está herido—. Ya ha despachado con cajas destempladas a esos Grandes Señores, y a uno de ellos lo sacó a empujones él mismo. ¿Cómo se llamaba?
—Torean —apuntó otro Aiel, aún más alto. Llevaba el arco corto y curvado con una flecha encajada en actitud casi despreocupada. Sus grises ojos se detuvieron un momento en las dos mujeres para de forma inmediata volver a la vigilancia hacia las columnas de la antesala.
—Sí, Torean —convino Gaul—. Pensé que iría deslizándose por el suelo hasta aquellas bonitas estatuas… —Señaló con la lanza al círculo de tiesos Defensores—. Pero se quedó corto en casi tres metros. Perdí un buen tapiz teariano lleno de halcones bordados en hilo de oro que había apostado con Mangin. —El hombre más alto esbozó una breve y satisfecha sonrisa.
Egwene parpadeó desconcertada al imaginar a Rand echando a empujones a un Gran Señor y haciéndolo rodar por el suelo. Nunca había sido violento; todo lo contrario. ¿Hasta qué punto habría cambiado? Ella había estado demasiado ocupada con Joiya y Amico, y él, con Moraine o Lan o los Grandes Señores, para tener algo más que una conversación de pasada, unas cuantas palabras sobre el hogar y cómo habría sido la fiesta de Bel Tine este año y cómo sería la del Día Solar. Todo muy breve. ¿Cuánto habría cambiado?
—Hemos de verlo —dijo Elayne con un leve temblor en la voz.
Gaul inclinó la cabeza al tiempo que bajaba la punta de la lanza al suelo de mármol negro.
—Por supuesto, Aes Sedai.
Egwene y Elayne entraron en los aposentos de Rand con cierta inquietud; el rostro de la heredera del trono decía de manera inequívoca lo mucho que le costaba dar esos pocos pasos.
No quedaba rastro de la violencia de la noche anterior, a no ser la ausencia de espejos; los recuadros de tono más claro en la madera de los paneles señalaban los lugares donde habían estado colgados. Tampoco es que reinara el orden en el dormitorio, ni mucho menos; había libros por todas partes, encima de cualquier sitio, algunos de ellos abiertos como si los hubieran dejado abandonados a mitad de una página; y la cama seguía sin hacer. Las cortinas carmesí estaban corridas en todas las ventanas, orientadas a poniente y al río, que era la arteria principal de la ciudad. Callandor refulgía como cristal pulido sobre un enorme pedestal dorado con ornamentación excesivamente recargada. Egwene pensó que el pedestal era la cosa más fea que había visto en su vida decorando una habitación, aunque cambió de idea al fijarse en la escultura que representaba dos lobos de plata acosando a un ciervo dorado y que estaba sobre la repisa de la chimenea. La ligera brisa procedente del río mantenía increíblemente fresco el dormitorio en comparación con el resto de la Ciudadela.
Rand estaba en mangas de camisa, arrellanado en un sillón, con una pierna por encima del reposabrazos y un libro encuadernado en cuero apoyado en la rodilla. Al oír el ruido de sus pasos cerró el libro de golpe, lo tiró entre los otros sobre la alfombra, y se puso de pie de un salto, listo para luchar. El gesto ceñudo de su rostro se borró al ver quiénes eran.
Por primera vez desde que estaba en la Ciudadela, Egwene lo miró buscando cambios en él, y los halló. ¿Cuántos meses hacía desde que lo había visto antes de reunirse en Tear? Los suficientes para que su rostro adquiriera una expresión más dura, para que se borrara la franqueza que reflejaba en otros tiempos. También se movía de forma diferente, un poco como Lan, como los Aiel. Con su estatura y su rojizo cabello, y los ojos que ahora parecían azules en lugar de grises al reflejarse la luz en ellos, su apariencia recordaba mucho a la de un Aiel; tanto que despertaba inquietud. Pero, aparte de estos cambios físicos, ¿qué otros había experimentado?
—Creía que erais… otras personas —farfulló a la par que su mirada azorada iba de una muchacha a la otra. Éste era el Rand que Egwene conocía; hasta el rubor que teñía sus mejillas cada vez que sus ojos se posaban en una u otra—. Cierta… gente quiere cosas a las que no puedo avenirme. Cosas a las que no accederé. —Una repentina sospecha le ensombreció el semblante, y su tono se endureció—. ¿Qué queréis? ¿Os ha enviado Moraine? ¿Venís a convencerme de que haga lo que quiere?
—No seas cretino —replicó secamente Egwene sin pensar lo que decía—. ¡Yo no quiero que empieces una guerra!
—Venimos para… —añadió Elayne en tono suplicante—, para ayudarte si está en nuestras manos. —Ésa era una de las razones, y la más fácil de sacar a colación, que se habían planteado durante el desayuno.
—Conocéis sus planes de… —empezó hoscamente Rand, pero enseguida cambió de táctica—. ¿Ayudarme? ¿Cómo? Eso es lo que Moraine me dice siempre.
Egwene, el gesto severo, se cruzó de brazos sujetando el pañuelo con fuerza del mismo modo que solía hacer Nynaeve cuando hablaba con los miembros del Consejo del Pueblo y estaba resuelta a salirse con la suya por muy obstinados que se mostraran. Ya era demasiado tarde para empezar la conversación de otra manera; sólo le quedaba proseguir en la línea marcada con sus primeras palabras.
—Te repito que no seas cretino, Rand al’Thor. Puede que tengas a los tearianos lamiéndote las botas, pero todavía recuerdo cuando Nynaeve te sacudió el trasero con una vara por dejar que Mat te convenciera para robar un jarro de licor de manzana.
Elayne mantuvo la compostura de manera impecable; demasiado impecable, en opinión de Egwene, que dedujo que su amiga estaba haciendo un gran esfuerzo para no prorrumpir en carcajadas. Ni que decir tiene que Rand no lo notó. Los hombres nunca se daban cuenta de esas cosas. El joven le sonrió a Egwene, también a punto de echarse a reír.
—Acabábamos de cumplir trece años —recordó—. Nos encontró dormidos detrás del establo de tu padre, y teníamos un dolor de cabeza tan espantoso que apenas si sentimos los vardascazos que nos propinó. —No era así, ni mucho menos, como lo recordaba Egwene—. Bien distinto de lo que pasó cuando le tiraste aquel cuenco a la cabeza, ¿te acuerdas? Te preparó una infusión de genciana porque llevabas abatida una semana, y tan pronto como probaste un sorbo le tiraste a la cabeza su mejor cuenco. ¡Luz, cómo chillabas! ¿Cuándo fue eso? Hará unos dos años el próximo…
—No estamos aquí para hablar de los viejos tiempos —lo interrumpió Egwene; se ajustó el pañuelo con gesto irritado. Era de lana muy fina, pero aun así daba demasiado calor. En verdad, Rand tenía la mala costumbre de acordarse de cosas de lo más inoportunas.