Pero no podía marcharse sin más. Sería lo mismo que darse por vencida, y ella no era de las que se rendían fácilmente. Tenía intención de hacer aquello para lo que había ido allí —todo— y no iba a dejar que la echara por las buenas. Ni él ni nada.
Los azules ojos de Elayne rebosaban resolución y, cuando Egwene se calló, tomó la palabra con voz mucho más firme.
—Y no nos iremos hasta que hayamos acabado. Dijiste que lo intentarías, así que tienes que hacerlo.
—Lo dije, ¿verdad? —rezongó él al cabo de un momento—. Por lo menos, tomemos asiento.
Evitando mirar las mesas negras de hollín y el trozo de paño metálico caído sobre la alfombra, las condujo, todavía cojeando ligeramente, a unas sillas de respaldo alto que estaban cerca de las ventanas. Tuvieron que quitar los libros que ocupaban los mullidos asientos de seda roja para poder sentarse; en la de Egwene estaba el duodécimo volumen de Los tesoros de la Ciudadela de Tear; un polvoriento libro encuadernado en madera con el título Viajes por el Yermo de Aiel, con diversos comentarios sobre sus salvajes habitantes; y un grueso tomo con encuadernación en piel titulado Tratos con el territorio de Mayene, del 500 al 750 de la Nueva Era. El lote que ocupaba la silla de Elayne era aun más grande, pero Rand se apresuró a quitarlos, junto con los que ocupaban su silla, y los puso todos en el suelo, donde el montón no tardó en desplomarse. Egwene dejó los suyos, ordenados, al lado de los demás.
—¿Qué queréis que haga ahora? —Se sentó al borde de la silla, con las manos sobre las rodillas—. Prometo que esta vez no haré nada que no me hayáis pedido.
Egwene se mordió la lengua para no decirle que esa promesa llegaba un poco tarde. Quizás había sido un poco imprecisa en lo que le había pedido, pero eso no lo disculpaba. Aun así, ello era algo de lo que ocuparse en otro momento. Se dio cuenta de que de nuevo pensaba en él como Rand, simplemente; claro que él actuaba como si acabara de salpicarle de barro su mejor vestido y temiera que no creyese que había sido un accidente. Empero, Egwene no había interrumpido el contacto con el saidar, como tampoco Elayne. Lo contrario habría sido una necedad.
—Esta vez —dijo—, sólo queremos que hables. ¿Cómo te abres a la Fuente Verdadera? Explícanoslo. Hazlo paso a paso, sin prisa.
—Más que abrirme yo diría que es una pugna. —Gruñó—. ¿Paso a paso? Bueno, pues primero imagino una llama, y a continuación vuelco todo en ella: odio, miedo, nerviosismo. Todo. Cuando se han consumido por completo surge un vacío dentro de mi cabeza. Yo estoy en medio de él, pero también soy parte de lo que quiera que sea en lo que estoy concentrado.
—Eso me suena familiar —comentó Egwene—. He oído a tu padre hablar sobre cierta táctica para concentrarse que utiliza en las competiciones de arco para ganar. La llama y el vacío, creo que lo llama.
Rand asintió, al parecer tristemente. La joven imaginó que echaba de menos su hogar y a su padre.
—Tam me lo enseñó, pero Lan también lo usa, con la esgrima. Selene, alguien a quien conocí, lo llamaba la Unidad. Por lo visto hay mucha gente que lo conoce, sea cual sea el nombre que le dé. Pero yo descubrí que estando dentro del vacío percibía el saidin, como una luz atisbada por el rabillo del ojo. En esa nada sólo estamos la luz y yo. Las emociones, y hasta los pensamientos, se quedan fuera. Anteriormente tenía que absorberlo poco a poco, pero ahora me llega de golpe. O la mayor parte. La mayoría de las veces.
—La nada —repitió Elayne, estremecida—. Ausencia de emociones. Eso apenas guarda parecido con lo que hacemos nosotras.
—Oh, ya lo creo que sí —discutió Egwene—. Rand, lo hacemos de un modo un poco diferente, eso es todo. Yo imagino una flor, un capullo de rosa, y me concentro en él hasta que yo soy el capullo. En cierto sentido, es como tu vacío. Los pétalos del capullo se abren a la luz del saidar y dejo que me llene, todo fulgor y calor y vida y éxtasis. Me rindo a él y, al hacerlo, lo controlo. En realidad, ésa fue la parte más difícil de aprender: cómo dominar al saidar sometiéndome a él. Pero ahora parece algo tan natural que ni siquiera pienso en ello. Ésa es la clave, Rand. Estoy segura. Tienes que aprender a rendirte, y…
El joven sacudía la cabeza enérgicamente.
—Eso no se parece en nada a lo que hago yo —protestó—. ¿Dejar que me llene? Tengo que tender la mano hacia el saidin y agarrarlo. A veces no hay nada cuando lo hago, nada que pueda tocar, pero si no lo busco podría quedarme allí para siempre y no ocurriría nada. Me llena, y cómo, una vez que lo he cogido, pero ¿rendirme a él? —Se pasó los dedos por el pelo—. Egwene, si me rindiera, aunque sólo fuera un minuto, el saidin me consumiría. Es como un río de metal fundido, un océano de fuego, toda la luz del sol concentrada en un punto. He de luchar para conseguir que haga lo que quiero, para que no me devore. —Suspiró.
Sin embargo, sé a lo que te refieres con lo de llenarte de vida, incluso con la contaminación que me revuelve el estómago. Los colores son más definidos; los olores, más intensos. Todo es más real, en cierto sentido. No quiero soltarlo una vez que lo tengo, ni siquiera cuando intenta devorarme. Pero, lo demás… Enfréntate a los hechos, Egwene. La Torre tiene razón respecto a esto. Acéptalo como algo incontrovertible, porque lo es.
—Lo aceptaré cuando se me demuestre —objetó ella, aunque en su voz no había la seguridad que quería dar a entender ni la que antes tenía. Lo que Rand había explicado semejaba una versión distorsionada de lo que hacía ella, donde las similitudes destacaban por las diferencias. Pero había semejanzas, y no estaba dispuesta a darse por vencida—. ¿Distingues los flujos por separado? ¿Aire, Agua, Energía, Tierra, Fuego?
—En ocasiones —respondió lentamente—. No por regla general. Me limito a coger lo que necesito. O, más bien, tanteo, la mayoría de las veces. Es muy extraño. De manera esporádica necesito hacer algo, y lo hago, sin más, pero sólo después sé lo que hice o cómo. Es casi como recordar algo que había olvidado. Pero después no se me borra de la memoria. Casi nunca.
—Sin embargo, ahora lo recuerdas —insistió ella—. ¿Cómo prendiste fuego a las mesitas? —En realidad, quería saber cómo había conseguido que bailaran, pues creía conocer un modo utilizando Aire y Agua, pero prefirió empezar con una pregunta más sencilla; encender una vela y apagarla era lo primero que aprendía una novicia.
Una expresión dolida asomó al rostro de Rand.
—No lo sé. —Parecía turbado—. Cuando necesito fuego para encender una lámpara o prender la chimenea, lo hago y ya está, pero no sé cómo. En realidad no necesito pensar para trabajar con fuego.
Tal cosa era comprensible. De los Cinco Poderes, el Fuego y la Tierra habían sido los más predominantes en los varones durante la Era de Leyenda, y el Aire y el Agua en las mujeres; la Energía se había repartido a partes iguales entre unos y otras. Egwene apenas necesitaba pensar para hacer uso del Aire o el Agua una vez que hubo aprendido el modo de realizar cosas con ellos, se entiende. Esta circunstancia, sin embargo, no los hacía avanzar en su propósito.