—No me había dado cuenta de que aún… —Enmudeció y se puso colorado; podría tomar como un insulto que hubiera olvidado su presencia—. Quiero decir… No me… En fin, yo… —Respiró hondo y volvió a empezar—. No soy tan estúpido como pueda parecer, pero no todos los días le dicen a uno que ya no lo aman, mi señora.
—Si vuelves a llamarme así —replicó ella con fingida severidad—, me dirigiré a ti con el título de lord Dragón. Y te haré una reverencia. Hasta la reina de Andor debería hacerla ante ti, y yo sólo soy la heredera del trono.
—¡Luz! No hagáis eso. —La advertencia parecía provocarle una intranquilidad desmedida.
—No lo haré, Rand —dijo en un tono más serio—, si tú me tuteas y me llamas por mi nombre, Elayne. Dilo.
—Elayne. —Lo pronunció con cierto embarazo pero también con agrado, como si saboreara las sílabas.
—Estupendo. —Qué absurdo sentirse tan complacida; al fin y a la postre, sólo había dicho su nombre. Había algo que tenía que saber antes de poder proseguir—: ¿Te dolió mucho? —No era una pregunta clara, comprendió, ya que podía interpretarse en dos sentidos—. Me refiero a lo que te dijo Egwene.
—No. Sí. Algo. Bueno, no lo sé. Las cosas son como son, después de todo. —Su leve sonrisa quitó hierro a su actitud cautelosa—. Vuelvo a hablar como un necio, ¿no es así?
—A mi modo de ver, no.
—Le dije la pura verdad, pero dudo que me creyera. Supongo que yo tampoco quería creerla a ella. Si eso no es una estupidez, no sé qué puede considerarse como tal.
—Si vuelves a repetir que eres un necio, acabaré creyéndolo. —«No va a intentar aferrarse a ella, así que no tendré que preocuparme en ese sentido». Hablaba con tranquilidad y con la ligereza suficiente para que comprendiera que en realidad no lo decía en serio—. Una vez vi a un lord cairhienino que me pareció un necio; llevaba una ridícula chaqueta de rayas que le estaba muy grande y que iba adornada con campanillas. Te consideraría un estúpido si llevaras campanillas.
—Supongo que sí —convino tristemente—. Lo tendré en cuenta. —Esta vez su sonrisa fue más amplia y se reflejó en su rostro.
El nerviosismo la instaba a darse prisa, pero la joven se entretuvo en alisarse los pliegues de la falda. Tenía que ir despacio, andar con pies de plomo. «En caso contrario, me tomaría por una chiquilla tonta. Y tendría razón». El nerviosismo se le había agarrado a la boca del estómago.
—¿Quieres una flor? —preguntó Rand inesperadamente.
—¿Una flor? —Elayne parpadeó, desconcertada.
—Sí. —Fue hacia la cama y cogió un puñado de plumas del cobertor destrozado; se las tendió a la joven—. Anoche hice una para la gobernanta. Cualquiera habría dicho que le había regalado la Ciudadela. Pero la tuya será mucho más bonita —se apresuró a añadir—. Mucho más, lo prometo.
—Rand, yo…
—Tendré cuidado. Sólo hace falta una pizca de Poder. Sólo un hilillo. Y lo haré con mucho cuidado.
Confianza. Debía tener fe en él. Fue una pequeña sorpresa darse cuenta de que, efectivamente, confiaba en Rand.
—Me gustaría mucho.
Pasaron varios segundos durante los cuales Rand contempló fijamente el puñado de plumas, con el entrecejo fruncido. De repente, las dejó caer y se sacudió las manos.
—Flores —dijo—. Ése no es un regalo digno de ti. —Elayne se sintió conmovida; saltaba a la vista que Rand había intentado abrazar el saidin y no lo había conseguido. Disimulando el desengaño con un revuelo de actividad, el joven se dirigió presuroso, todavía cojeando, hacia el paño metálico y empezó a recogerlo—. Esto sí es un regalo digno de la heredera del trono de Andor. Podrías encargar a una costurera que… —Vaciló al no saber qué podría sacar una costurera de un paño de oro y plata de poco más de un metro de largo por sesenta de ancho.
—Estoy segura de que a una costurera se le ocurrirán varias ideas —le dijo diplomáticamente. Sacó de la manga un pañuelo azul claro de seda y se arrodilló para recoger las plumas que él había tirado.
—Las doncellas se encargarán de eso —adujo Rand mientras la joven guardaba el pequeño paquete en la bolsita que colgaba de su cinturón.
—Bueno, esto ya está hecho. —¿Cómo iba a entender él que guardaría las plumas porque había querido hacer una flor con ellas? Rand movió los pies con nerviosismo, sosteniendo el paño metálico como si no supiera qué hacer con él—. La gobernanta debe de tener costureras. Se lo daré a una de ellas. —Rand sonrió animado, y Elayne no vio razón de explicarle que su idea era darlo de regalo. No podía contener el nerviosismo mucho más tiempo—. Rand, ¿te…, te gusto?
—¿Que si me gustas? —Frunció el entrecejo—. Por supuesto que sí. Mucho.
¿Por qué tenía que actuar como si no se enterara de nada?
—Yo siento un gran aprecio por ti, Rand. —La sobresaltó el hecho de decirlo con tanta tranquilidad, ya que el estómago amenazaba con subírsele a la garganta, y tenía las manos heladas—. Más que aprecio. —Ya estaba bien; no pensaba comportarse como una estúpida. «Primero tendrá que decir algo más que gustar». Estuvo en un tris de soltar una risa histérica. «No perderé el control. No dejaré que me vea comportarme como una chiquilla tonta que lo mira arrobada. Ni hablar».
—También yo te aprecio —dijo él lentamente.
—No suelo ser tan atrevida. —Mal. Eso podía hacerle pensar en Berelain. Se había puesto colorado; en efecto, estaba pensando en esa mujer. ¡La Luz lo cegara!—. Tendré que marcharme de Tear dentro de poco, Rand. —Su voz sonaba suave como la seda—. Puede que no vuelva a verte durante meses. —«O nunca», dijo una vocecita en su cabeza, pero Elayne se negó a escucharla—. No podía marcharme sin confesarte lo que siento. Te… Te aprecio mucho.
—Elayne, yo te aprecio a ti. Siento… Quiero… —El rubor de sus mejillas se acrecentó—. Elayne, no sé qué decir, cómo…
De pronto fue ella la que se ruborizó. Rand debía de pensar que intentaba obligarlo a decir algo más. «¿Y no es así?», se burló la misma vocecilla de antes, lo que hizo que el rubor alcanzara la categoría de sofoco.
—Rand, no te pido que… —¡Luz! ¿Cómo decirlo?—. Sólo quería que supieras lo que siento. Eso es todo. —Berelain no se habría parado allí. Berelain ya le habría echado los brazos al cuello a estas alturas. Diciendo para sus adentros que una descocada medio desnuda no iba a ser mejor que la heredera del trono, se acercó a él, le quitó el paño metálico del brazo y lo tiró a la alfombra—. Rand… Rand, quiero que me beses. —Ya estaba. Ya lo había dicho.
—¿Que te bese? —repitió el joven como si no supiera qué significaba tal cosa—. Elayne, no quiero comprometerte más de… Quiero decir, que no es como si estuviéramos prometidos. Y con eso no sugiero que debiéramos estarlo. Es sólo que… Elayne, yo te aprecio. Más que eso. Pero no quiero que pienses que yo…
La joven no pudo menos de reír al verlo tan aturullado, ansioso por explicarse y sin conseguirlo.
—No sé cómo hacéis estas cosas en Dos Ríos, pero en Caemlyn no hay que esperar a estar prometidos para besar a una chica. Y tampoco significa que por hacerlo tengan que prometerse. Claro que, a lo mejor, no sabes cómo…
Rand la estrechó entre sus brazos casi con rudeza, y sus labios se aplastaron contra los suyos. A Elayne empezó a darle vueltas la cabeza, y los dedos de los pies parecieron querer apelotonarse dentro de las zapatillas. Al cabo de un tiempo —no estaba segura de cuánto— fue consciente de estar recostada contra su pecho, sintiendo temblorosas las rodillas, y boqueando para coger aire.
—Perdona que te haya interrumpido —dijo él. Elayne se alegró de advertir un cierto jadeo en su voz—. Sólo soy un torpe pastor de Dos Ríos.
—Eres desmañado —musitó contra su camisa—, y no te has afeitado esta mañana, pero yo no diría que eres torpe.