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—Elayne, yo…

Ella le puso los dedos sobre los labios.

—No quiero oírte decir una sola cosa más si no lo haces de todo corazón —manifestó firmemente—. Ni ahora ni nunca.

Rand asintió, no como si entendiera el porqué, pero al menos sí se dio cuenta de que hablaba en serio. Se atusó el cabello —la sarta de zafiros estaba tan enredada en los mechones que no podría arreglarla a menos que tuviera un espejo—, y rompió el cerco de sus brazos aunque de mala gana; con lo fácil que sería seguir así, pero ya había sido más descarada de lo que habría imaginado nunca. Decir esas cosas que había dicho; pedirle un beso. ¡Pedírselo! Ella no era Berelain.

Berelain. Quizá Min había tenido una visión, y lo que Min veía, ocurría. Pero no pensaba compartirlo con Berelain. Tal vez hacía falta que hablara con más claridad. O al menos con indirectas lo bastante claras.

—Supongo que no te faltará compañía cuando me marche. Recuerda únicamente que algunas mujeres miran a un hombre con el corazón, mientras que otras lo hacen como si fuera un adorno para lucir, igual que un collar o un brazalete. Recuerda que volveré y que soy de las que miran con el corazón. —Al principio, él pareció desconcertado, y después algo alarmado. Había dicho mucho, y muy deprisa. Tenía que distraerlo—. ¿Sabes algo que no has hecho? No has intentado ahuyentarme aduciendo lo peligroso que eres. No lo hagas ahora, porque ya es demasiado tarde.

—Ni siquiera se me ha pasado por la cabeza. —Pero sí se le ocurrió otra cosa, y sus ojos se estrecharon en un gesto desconfiado—. ¿Tramasteis esto entre Egwene y tú?

Elayne se las arregló para adoptar una expresión entre estupefacta y ofendida.

—¿Cómo se te ha ocurrido pensar algo así? ¿Es que imaginas que íbamos a pasarte de una a otra como si fueras un bulto? Me parece que te das demasiada importancia. ¿Sabes que a la gente así se la llama presuntuosa? —Ahora estaba turbado. Estupendo—. ¿Lamentas lo que nos hiciste, Rand?

—No era mi intención asustaros —respondió vacilante—. Egwene me puso furioso, cosa que siempre ha logrado sin tener que esforzarse mucho. Pero eso no me sirve de disculpa, lo sé. Dije que lo sentía, y es verdad. Me dejé dominar por la ira y fíjate en lo que acabó: mesas quemadas y otro cobertor destrozado.

—¿Y… lo del pellizco?

De nuevo se puso colorado, pero a pesar de ello le sostuvo la mirada firmemente.

—No. No, eso no lo lamento. Las dos estabais hablando de mí como si fuera un trozo de madera sin oídos ni sentimientos. Os estuvo bien empleado, a las dos, y no pienso cambiar de opinión.

Se quedó mirándolo unos instantes. El joven se frotó los brazos cuando Elayne abrazó de repente el saidar. No sabía cómo realizar la Curación, pero había aprendido un poco de aquí y otro de allí que le daba cierta idea. Encauzó la energía y calmó el dolor que le había causado con el pellizco. Rand abrió mucho los ojos por la sorpresa, y cambió el peso de uno a otro pie como probando si había dejado de dolerle.

—Por ser sincero —le dijo la joven.

Sonó una llamada en la puerta, y Gaul se asomó. Al principio el Aiel mantuvo agachada la cabeza, pero tras echarles un rápido vistazo la levantó. El rubor tiñó las mejillas de Elayne al ser consciente de que el Aiel temía haber interrumpido algo que no debía ver. Faltó poco para que la heredera del trono entrara de nuevo en contacto con el saidar y le diera una lección.

—Los tearianos está aquí —anunció Gaul—. Los Grandes Señores que esperabais.

—Entonces me marcho —le dijo Elayne a Rand—. Tienes que hablar con ellos sobre… impuestos, ¿no es así? Piensa en lo que te he dicho. —Nada de «piensa en mí», pero estaba segura de que tendría el mismo efecto.

Alzó una mano como si pensara detenerla, pero la joven la esquivó y se escabulló. No estaba dispuesta a montar un espectáculo delante de Gaul. Era un Aiel, pero ¿qué pensaría de ella, perfumada y luciendo zafiros a esa hora de la mañana? Tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para no tirar hacia arriba del escote del vestido.

Los Grandes Señores entraron cuando ella llegaba a la puerta; era un puñado de hombres que ya peinaban canas, con barbas puntiagudas y ataviados con lujosas chaquetas de mangas abullonadas. Le abrieron paso con precipitación y se inclinaron de mala gana; ni sus rostros complacientes ni sus murmullos corteses ocultaron el alivio que sentían por su marcha.

Echó una ojeada hacia atrás desde la puerta. Joven, alto, de hombros anchos, vestido con una sencilla chaqueta verde en medio de los Grandes Señores con sus sedas y perifollos, Rand parecía una cigüeña entre pavos reales; sin embargo, tenía algo, una apostura que ponía de manifiesto que él estaba al mando por propio derecho. Los tearianos lo percibían y, aunque a regañadientes, inclinaron las orgullosas testas ante él. Seguramente Rand pensaba que lo hacían porque era el Dragón Renacido, y puede que ellos también creyeran lo mismo. Pero Elayne conocía hombres, como Gareth Bryne, el capitán general de la guardia de su madre, que habrían dominado una habitación aun vistiendo harapos, sin un título y sin que nadie los conociera. Rand no lo sabría, pero era ese tipo de hombre. No lo era cuando los conoció, pero sí ahora. Cerró la puerta al salir.

Los Aiel que estaban de guardia la miraron de reojo, y el capitán al mando del anillo de los Defensores situado en el centro de la antesala la observó con nerviosismo, pero Elayne no reparó en ellos. Estaba hecho. O, por lo menos, se había dado el primer paso. Disponía de tres días antes de que Joiya y Amico fueran embarcadas en ese barco; cuatro días como mucho para asentarse en los pensamientos de Rand tan firmemente que no hubiera lugar para Berelain. Y, si no tanto, lo bastante firme para estar presente en ellos hasta que tuviera ocasión de hacer algo más. Jamás se le había ocurrido que haría algo así, acechar a un hombre como haría un cazador con un jabalí. Los nervios le atenazaban todavía el estómago, pero por lo menos había conseguido ocultárselo a él. Se le ocurrió que ni una sola vez había pensado en lo que diría su madre. Morgase tenía que aceptar que su hija era ya una mujer; eso era todo.

Los Aiel se inclinaron cuando pasó ante ellos, y la joven respondió con un grácil gesto de la cabeza que habría enorgullecido a su regia madre. Hasta el capitán teariano la observaba como si advirtiera la serenidad que irradiaba ahora. La joven dudaba que nunca más sintiera el pinchazo de los nervios en el estómago. Por culpa del Ajah Negro, tal vez, pero no por Rand.

Sin hacer caso al semicírculo de ansiosos Grandes Señores, Rand contempló, maravillado, cómo se cerraba la puerta detrás de Elayne. El que un sueño se hiciera realidad, aunque sólo fuera en parte, le producía inquietud. Un baño en el Bosque de las Aguas era una cosa, pero otra era soñar con que ella viniera a él así. Se había mostrado tan sosegada, tan segura de sí misma, mientras que él no dejaba de balbucir. Y Egwene, sincerándose y haciéndose eco de sus propios pensamientos, preocupada sólo de que pudiera herirlo. ¿Por qué las mujeres se venían abajo o montaban en cólera por una nimiedad y sin embargo ni siquiera pestañeaban con lo que dejaba boquiabierto a un hombre?

—Mi señor Dragón… —murmuró Sunamon, más tímidamente de lo que era habitual en él. La noticia ya debía de haberse propagado por la Ciudadela aquella mañana; el primer grupo casi había salido corriendo de la habitación, y no parecía probable que Torean se dejara ver o hiciera sus sucias insinuaciones estando Rand presente.

Sunamon esbozó una sonrisa zalamera que contuvo de inmediato al tiempo que se secó el sudor de sus regordetas manos cuando Rand volvió la vista hacia él. Los demás simularon no ver las mesitas quemadas ni el cobertor destrozado ni las informes masas medio derretidas sobre la repisa de la chimenea que antes eran dos lobos y un ciervo. A los Grandes Señores se les daba muy bien ver sólo lo que querían ver. Carleon y Tedosian, que hacían gala de una falsa modestia pretendiendo quedar en un segundo plano, cosa de todo punto imposible con sus orondas anatomías, ni siquiera se daban cuenta de que resultaba chocante su empeño manifiesto de no mirarse el uno al otro. Claro que Rand no habría reparado en el detalle a no ser por la nota de Thom que encontró en un bolsillo de la chaqueta que acababan de traerle limpia.