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Estar callado no era propio de él, del Mat que Egwene conocía. A excepción de su excelente chaqueta roja —arrugada como si hubiera dormido con ella puesta— no parecía diferente del antiguo Mat, pero sin duda todos ellos habían cambiado. Su silencio resultaba incómodo.

—¿Te preocupa algo ocurrido anoche? —le preguntó finalmente.

Mat perdió el ritmo del paso un momento.

—¿Lo sabes? Bueno, es lógico que lo sepas. No, no me preocupa. Tampoco fue para tanto. En cualquier caso, ya ha pasado, y me trae al fresco.

Egwene fingió creerle.

—Nynaeve y yo apenas te vemos. —Eso era una estimación más que generosa.

—He estado ocupado —masculló encogiéndose de hombros con desasosiego y mirando a cualquier parte menos a ella.

—¿Con los dados?

—No, cartas. —Una doncella rellenita que iba cargada con toallas les hizo una reverencia, miró a Egwene y, pensando por lo visto que la joven no la estaba mirando, le guiñó el ojo a Mat. Él le sonrió—. He estado muy ocupado jugando a las cartas.

Egwene enarcó las cejas manifiestamente. La doncella debía de tener por lo menos diez años más que Nynaeve.

—Entiendo. Deben de llevar mucho tiempo esas cosas. Jugar a las cartas, quiero decir. Demasiado para que dediques unos minutos a los viejos amigos.

—La última vez que estuve contigo, Nynaeve y tú me atasteis con el Poder como si fuera un cochino listo para llevar al mercado y así poder rebuscar en mi habitación tanto como quisisteis. Los amigos no se roban entre sí. —Hizo una mueca—. Además, estás siempre con esa engreída Elayne, que va apuntando con la nariz al cielo. O con Moraine. No me gusta… —Carraspeó para aclararse la garganta y la miró de soslayo—. No me gusta hacerte perder el tiempo. Estás muy ocupada, por lo que he oído comentar. Interrogando a las Amigas Siniestras y haciendo toda clase de cosas importantes, imagino. Sabes que los tearianos creen que eres una Aes Sedai, ¿verdad?

Sacudió la cabeza tristemente. Lo que a Mat no le gustaba eran las Aes Sedai. Por mucho mundo que viera, jamás cambiaría su manera de pensar.

—Yo no considero robar el recuperar algo que se había prestado —le respondió.

—No recuerdo que dijeras nada sobre que fuera un préstamo. Ah, ¿para qué me sirve a mí una carta de la Amyrlin? Sólo para ocasionarme problemas. Pero podrías habérmela pedido.

Egwene se contuvo para no recalcar que era eso exactamente lo que habían hecho. No quería discutir ni que se marchara de mal humor. Aunque él no lo admitiría, desde luego. Esta vez dejaría que se saliera con la suya, sin discutir su versión.

—Bueno, me alegro de que sigas queriendo hablar conmigo. ¿Hay alguna razón especial hoy?

Mat se pasó los dedos entre el pelo y masculló entre dientes. Lo que le estaba haciendo falta era que su madre lo cogiera por la oreja y le diera una buena charla. Egwene se exhortó a tener paciencia. Podía hacerlo cuando se lo proponía. No diría una sola palabra si él no hablaba antes, aunque reventara.

El pasillo desembocó en una galería con columnas de mármol blanco que se asomaba a uno de los contados jardines de la Ciudadela. Unas grandes flores blancas cuajaban las copas de unos cuantos árboles pequeños de hojas suculentas y soltaban un aroma más dulce que los macizos de rosas rojas y amarillas. La leve brisa no conseguía mover las colgaduras de la parte interior del muro, pero sí aliviaba el creciente bochorno matinal. Mat tomó asiento en la ancha balaustrada, con la espalda apoyada en una columna y el pie encaramado delante de él. Contempló un momento el jardín antes de hablar.

—Yo… necesito consejo.

¿Le estaba pidiendo consejo a ella? Lo miró sin salir de su asombro.

—Haré cuanto pueda para ayudarte —musitó. Mat volvió la cabeza hacia ella, y Egwene se esforzó para adoptar una actitud sosegada lo más parecida posible a la que tendría una Aes Sedai—. ¿Sobre qué necesitas consejo?

—No lo sé.

Había una caída de nueve metros al jardín. Además, allí abajo había hombres quitando malas hierbas entre los rosales. Si lo empujaba, con un poco de suerte caería encima de uno de ellos. De uno de los jardineros, no de un rosal.

—Entonces ¿cómo voy a aconsejarte? —preguntó.

—Estoy… decidiendo qué hacer.

Parecía turbado y, en opinión de Egwene, tenía motivos para estarlo.

—Confío en que no estarás pensando en marcharte. Sabes lo importante que eres. No puedes escapar a tu destino, Mat.

—¿Crees que no lo sé? Dudo incluso que pudiera marcharme aun en el caso de que Moraine me dijera que me fuera. Créeme, Egwene, no voy a ninguna parte. Sólo quiero saber qué va a pasar. —Sacudió la cabeza bruscamente, y el timbre de su voz se tornó tenso—. ¿Qué es lo siguiente? ¿Qué se esconde en esas lagunas de mi memoria? Hay partes de mi vida que ni siquiera están ahí, no existen, como si nunca hubieran ocurrido. ¿Por qué de repente empiezo a mascullar en una jerga que no entiendo? La gente dice que es la Antigua Lengua, pero para mí sólo es un galimatías. Quiero saber, Egwene, tengo que saber, antes de que me vuelva tan loco como Rand.

—Rand no está loco —replicó de manera automática. Así que Mat no intentaba escapar. Aquello era una agradable sorpresa; siempre había eludido las responsabilidades, pero su voz dejaba traslucir dolor y preocupación. Mat nunca se había preocupado o no había demostrado que lo estuviera—. No conozco las respuestas, Mat —respondió dulcemente—. Quizá Moraine…

—¡No! —Se puso de pie de un salto—. ¡Nada de Aes Sedai! Quiero decir… Tú eres diferente. Te conozco, y no eres… ¿No te enseñaron en la Torre algún truco que sirviera para este caso?

—Oh, no, Mat, cuánto lo siento. De veras.

La risa que soltó el joven le recordó a Egwene su infancia juntos. Así se había reído siempre cuando sus mayores expectativas se iban al garete.

—En fin, supongo que no importa. Todavía queda la Torre como último recurso. No te des por ofendida. —Era quejarse por una astilla clavada en un dedo y soportar la cura de una pierna rota como si fuera algo nimio.

—Puede que haya un modo —dijo Egwene lentamente—. Si Moraine da su visto bueno, cosa que probablemente hará.

—¡Moraine! ¿Es que no has escuchado una sola palabra de lo que te he dicho? No quiero que Moraine se entrometa. ¿Qué modo?

Mat siempre había sido impulsivo. Pero sólo quería lo mismo que ella: saber. Ojalá actuara alguna vez con un poco de sentido común y prudencia. En ese momento pasó por la galería una noble teariana de oscuras trenzas enroscadas a la cabeza y vestido amarillo que le dejaba los hombros al aire; les hizo una ligera reverencia mirándolos inexpresivamente y siguió rápidamente su camino con la espalda muy recta. Egwene la siguió con la mirada hasta que se encontró a bastante distancia para no oírlos. Volvían a estar solos, a no ser que contaran los jardineros que trabajaban allá abajo. Mat la observaba expectante.

Al final le habló del ter’angreal, el retorcido umbral que ofrecía respuestas al otro lado. Puso especial énfasis en los peligros que entrañaba: las consecuencias de hacer preguntas necias o que estuvieran relacionadas con la Sombra; y los posibles peligros desconocidos incluso por las Aes Sedai. Se sentía muy halagada de que hubiera recurrido a ella, pero su amigo tenía que demostrar un poco de sentido común.

—Tienes que recordar, Mat, que las preguntas frívolas pueden acarrearte la muerte, así que si decides utilizarlo tendrás que actuar con seriedad, para variar. Y no debes hacer ninguna pregunta que esté relacionada con la Sombra.

El joven la escuchaba con creciente incredulidad y, cuando Egwene terminó de hablar, exclamó:

—¿Tres preguntas? Es decir, que entras como Bili, el del cuento, pasas una noche allí y cuando vuelves han transcurrido diez años y llevas una bolsa que siempre está llena de oro y…