—Matrim Cauthon —espetó—, por una vez en tu vida no te comportes como un necio. Sabes muy bien que los ter’angreal no son cuentos y que hay que estar advertido del peligro que conllevan. Tal vez las respuestas que buscas se encuentran dentro de éste, pero no se te ocurra intentarlo hasta que Moraine diga que puedes hacerlo. Tienes que prometérmelo o te juro que te llevaré ante ella como una trucha ensartada en una cuerda. Sabes que soy capaz de hacerlo.
Mat resopló con desdén.
—Sería un necio si lo intentara, me dé o no Moraine su permiso. ¿Que me meta en un condenado ter’angreal? Me seduce tanto como tener algo que ver con el Poder. Olvídalo.
—Es lo único que se me ocurre, Mat.
—Gracias, pero no —repuso firmemente—. Prefiero no tener opción a probar con ésa.
A despecho de su tono displicente, Egwene deseó rodearlo con el brazo y animarlo, pero seguramente él haría algún comentario chusco a sus expensas e intentaría tomarle el pelo. Era incorregible desde el día en que nació. Pero había acudido a ella buscando ayuda.
—Lo siento, Mat. ¿Qué vas a hacer?
—Oh, jugar a las cartas, supongo. Si es que alguien quiere jugar conmigo. Echar partidas de damas con Thom. Los dados en las tabernas. Al menos todavía puedo ir a la ciudad. —Su mirada fue hacia una sirvienta que pasaba, una muchacha delgada de oscuros ojos, más o menos de su edad—. Encontraré algo con lo que ocupar las horas.
Egwene sentía unas ganas tremendas de darle una bofetada, pero en lugar de ello dijo con desconfianza:
—Mat, de verdad no estás pensando marcharte, ¿no?
—Y, si así fuera, ¿se lo dirías a Moraine? —Levantó las manos previniendo el posible cachete de su amiga—. No será menester. Ya te lo he dicho, no pienso marcharme. Y no fingiré que no me gustaría, pero no lo haré. ¿Te basta con eso? —Frunció la frente en un gesto pensativo—. Egwene, ¿alguna vez deseas estar de vuelta en casa? ¿Que nada de esto hubiera pasado?
Era una pregunta sorprendente viniendo de él, pero la joven sabía la respuesta.
—No. A pesar de todo lo ocurrido, no. ¿Y tú?
—Sería un tonto si lo deseara, ¿no crees? —Se echó a reír—. Me gustan las ciudades, y ésta servirá de momento. Egwene, no le contarás a Moraine lo que hemos hablado, ¿verdad? Lo de pedir consejo y todo lo demás, ya sabes.
—¿Por qué no quieres que se lo cuente? —preguntó, desconfiada. Al fin y al cabo, la persona que tenía delante era Mat. Él se encogió de hombros, turbado.
—He procurado mantenerme lejos de ella con más empeño aún que de… En fin, que la he estado evitando, especialmente cuando quería hurgar dentro de mi cabeza. Si le cuentas lo que hemos hablado a lo mejor piensa que estoy dando mi brazo a torcer. No se lo dirás, ¿verdad?
—No lo haré si me prometes que no te acercarás al ter’angreal sin antes pedirle permiso. Ahora me arrepiento de haberte hablado de ello.
—Lo prometo. —Sonrió—. No me acercaré a esa cosa a menos que mi vida dependa de ello, lo juro —terminó con fingida solemnidad.
Egwene sacudió la cabeza. Por mucho que cambiara todo, Mat seguiría siendo el mismo.
9
Decisiones
Hubo tres días de bochorno en los que el calor y la humedad dejaron aplanados incluso a los tearianos. La ciudad se sumió en una especie de letargo que aún era más acusado en la Ciudadela. Las criadas parecían a punto de dormirse mientras trabajaban, y la gobernanta les tiraba de las trenzas con frustración, pero ni siquiera ella tenía fuerza suficiente para darles en los nudillos o tirarles de la oreja. Los Defensores de la Ciudadela dormitaban en sus puestos como velas medio derretidas, y los oficiales mostraban mucho más interés en una copa de vino frío que en hacer las rondas. Los Grandes Señores pasaban la mayor parte del tiempo en sus aposentos y dormían durante las horas más calurosas del día; unos cuantos se marcharon de la Ciudadela buscando la relativa frescura de las haciendas que poseían en el lejano este, en las estribaciones de la Columna Vertebral del Mundo. Cosa curiosa, los forasteros, a los que afectaba el calor más que a nadie, eran los únicos cuya actividad no había bajado de ritmo por no decir que era aun más febril. El terrible calor no los agobiaba tanto como el imparable transcurrir de las horas.
Mat no tardó en descubrir que no se había equivocado respecto a la reacción de los jóvenes nobles que estaban presentes cuando los naipes trataron de matarlo. No sólo lo esquivaban sino que divulgaron lo ocurrido, a menudo tergiversándolo, entre sus amigos; cualquiera de la Ciudadela que dispusiera de dos monedas lo esquivaba cuando se encontraba con él tras mascullar unas palabras de disculpa. Los rumores habían trascendido fuera del círculo de nobles, y más de una criada que había aceptado gustosa sus abrazos ahora también lo rechazaba; incluso dos de ellas, muy nerviosas, llegaron a decirle que habían oído comentar que era peligroso quedarse a solas con él. Perrin estaba absorto en sus propios problemas, y Thom solía desaparecer como por arte de magia; Mat no tenía la menor idea de qué era lo que tenía tan ocupado al juglar, pero no había forma de localizarlo, ni de noche ni de día. Por el contrario, a Moraine, la persona que Mat habría querido que se olvidara de él, se la encontraba cada vez que se daba la vuelta; o se cruzaba con él o pasaba a lo lejos por un pasillo, pero sus ojos se clavaban en los del joven cada vez que se veían, y por su expresión habríase dicho que sabía lo que Mat estaba pensando y lo que quería, pero que conocía el modo de conseguir en cambio que hiciera lo que quería ella. Aun así, nada de esto influyó en cierto aspecto de su conducta: siguió encontrando excusas para retrasar la partida un día más. A su modo de ver, no le había prometido a Egwene que se quedaría. Pero lo hizo.
En una ocasión bajó con una lámpara a las entrañas de la Ciudadela, a lo que llamaban la Gran Reserva, y llegó a la puerta carcomida que había al final del estrecho corredor. Sin traspasar el umbral del oscuro cuarto escudriñó las borrosas formas cubiertas con fundas polvorientas, las cajas y los barriles amontonados sin orden cuyas tapas servían de repisas para infinidad de estatuillas y tallas y extraños objetos de cristal y de metal; fueron suficientes unos minutos para que saliera presuroso de allí.
—¡Tendría que ser un redomado majadero para intentar algo así! —rezongó.
No obstante, nada le impedía deambular por la ciudad; y no había la menor posibilidad de encontrarse con Moraine en las tabernas del Maule, el barrio portuario, ni en las posadas de Chalm, donde las trastiendas y almacenes eran a menudo unos lugares sucios, escasamente iluminados y abarrotados de gente, donde se consumía vino barato y mala cerveza, había alguna que otra pelea, y se jugaban interminables partidas de dados. Las apuestas eran pequeñas comparadas con las que acostumbraba hacer, pero ése no era el motivo de que acabara regresando siempre a la Ciudadela al cabo de unas horas. Procuraba no pensar qué era lo que lo impelía a volver allí, cerca de Rand.
Perrin veía a Mat de vez en cuando en las tabernas del puerto, bebiendo vino barato en exceso y jugando a los dados como si no le importara gran cosa perder o ganar; en una ocasión sacó un cuchillo con presteza cuando un fornido marinero comentó con insistencia la frecuencia con que ganaba. No era propio de Mat ser tan irascible, pero Perrin lo eludió en lugar de preguntarle por qué estaba de tan mal humor; no había ido allí para beber ni jugar a los dados, y los que pensaron provocarlo para iniciar una pelea cambiaron de idea al fijarse bien en sus anchos y fornidos hombros, y en sus ojos. En cambio invitaba a cerveza barata a los marineros vestidos con amplios pantalones de cuero y a los marchantes que lucían finas cadenas de plata sobre las pecheras de sus chaquetas y a cualquier hombre que tuviera aspecto de proceder de un país lejano. Iba a la caza de rumores, algo que pudiera alejar a Faile de Tear. De él.