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—Un Hombre Gris. —Rand inhaló como si hiciera horas que no respiraba. El hombre muerto a sus pies estaba sucio, desangrándose sobre la alfombra, pero ya no resultaba difícil mantener los ojos en él. Siempre ocurría lo mismo con los asesinos de la Sombra; cuando se reparaba en ellos, casi siempre era demasiado tarde—. Esto no tiene sentido. Podrías haberme matado sin dificultad. ¿Por qué distraerme para que un Hombre Gris cayera sobre mí a hurtadillas?

Lanfear lo miraba con cautela.

—No utilizo los servicios de los Sin Alma. Te dije que existen… diferencias entre los Elegidos. Por lo visto me equivoqué en un día en mis cálculos, pero todavía hay tiempo para que vengas conmigo. A aprender. A vivir. Esa espada… —resopló casi con sorna—. No sabes ni la décima parte de lo que puedes hacer. Ven conmigo, y aprende. ¿O es que tienes intención de intentar matarme ahora? Te liberé para que te defendieras.

El timbre de su voz, su actitud, ponían de manifiesto que esperaba un ataque o, al menos, que estaba preparada para responder a él, pero no fue eso lo que detuvo a Rand, como tampoco el que ella hubiera roto las ataduras. Era uno de los Renegados; había servido al mal durante tanto tiempo que a su lado una hermana Negra parecía un recién nacido. No obstante, era una mujer. Rand se llamó a sí mismo estúpido de doce maneras diferentes, pero era incapaz de hacerlo. Tal vez si ella intentara matarlo, aunque sólo tal vez. Pero Lanfear se limitaba a estar allí plantada, observando, esperando. Sin duda lista para hacer cosas con el Poder que él ni siquiera sabía que fueran posibles, en caso de que intentara sorprenderla. Rand había conseguido aislar a Elayne y a Egwene, pero aquello había sido una de esas cosas que realizaba sin pensar, como si fuera algo que tuviera olvidado en algún rincón de su mente. Y sólo recordaba lo que había hecho, no cómo. Por lo menos estaba conectado con el saidin; Lanfear no volvería a sorprenderlo de ese modo. La náusea en el estómago por la contaminación no importaba; el saidin era vida, tal vez en más de un sentido.

Una repentina idea afloró a su mente, abrasadora como una fuente termal. Los Aiel. Hasta para un Hombre Gris habría sido de todo punto imposible escabullirse a través de unas puertas guardadas por media docena de Aiel.

—¿Qué les hiciste? —demandó con voz rechinante mientras retrocedía hacia la puerta sin quitar ojo a la mujer. Si utilizaba el Poder a lo mejor captaba algo que lo pusiera sobre aviso—. ¿Qué les hiciste a los Aiel que estaban de guardia?

—Nada —replicó fríamente—. No salgas ahí fuera. Esto podría ser una prueba para ver hasta qué punto eres vulnerable, pero hasta una prueba te mataría si actúas como un necio.

Rand abrió de golpe la hoja izquierda de la puerta y se encontró con una escena dantesca.

10

La Ciudadela resiste

A los pies de Rand yacían los cuerpos de los Aiel, enredados con los cadáveres de tres hombres de aspecto corriente vestidos con chaquetas y calzones anodinos. Hombres de aspecto corriente, excepto que seis Aiel, toda la guardia, habían sido asesinados, algunos evidentemente antes de que se dieran cuenta de lo que pasaba, y que cada uno de esos hombres corrientes tenía como mínimo dos lanzas Aiel ensartadas.

Pero eso no era todo, ni mucho menos. Nada más abrir la puerta lo asaltó el estruendo de la batalla: gritos, aullidos, el choque metálico de armas entre las columnas de piedra roja. Los Defensores de la antesala estaban luchando a vida o muerte bajo las lámparas doradas contra figuras corpulentas embutidas en cotas de malla negras, figuras mucho más altas que ellos, como hombres gigantescos pero con rostros deformes de los que crecían cuernos o plumas, con hocicos o picos en lugar de boca y nariz. Trollocs. Muchos caminaban sobre garras o pezuñas y otros sobre pies calzados con botas. Mataban a los hombres con extrañas hachas, lanzas con la punta retorcida y espadas semejantes a cimitarras con la parte curvada al lado contrario. Y con ellos estaba un Myrddraal, un ser de apariencia humana pero con la piel tan blanca como la de un cadáver, vestido con una armadura negra.

En alguna parte de la Ciudadela resonó el toque de alarma de un gong y al momento cesó con letal instantaneidad. Otro lo reemplazó, y lo secundó otro, y otro más, con tañidos estrepitosos.

Los Defensores luchaban y todavía superaban en número a los trollocs, pero había más hombres muertos que monstruos. Rand vio cómo el Myrddraal arrancaba la mitad del rostro al capitán teariano con la mano desnuda mientras que con la otra atravesaba con una mortífera hoja negra la garganta de un Defensor y esquivaba las arremetidas de las lanzas de los otros Defensores como una serpiente. Los soldados tearianos se enfrentaban a lo que creían que sólo eran historias de viajeros para asustar a los niños; estaban a punto de dejarse vencer por el pánico. Un hombre que había perdido su yelmo tiró la lanza e intentó huir, pero la enorme hacha de un trolloc le hendió la cabeza como un melón. Entonces otro de los soldados miró al Myrddraal y salió corriendo lanzando alaridos. El Myrddraal se movió, sinuoso y veloz como un relámpago, para interceptarlo. Dentro de un momento todos los hombres saldrían huyendo.

—¡Fado! —gritó Rand—. ¡Inténtalo conmigo, Fado!

El Myrddraal se paró como si no se hubiera movido del sitio y su rostro lívido, carente de ojos, se volvió hacia él. Una oleada de miedo acosó a Rand bajo aquella mirada y resbaló sobre la burbuja de fría calma que lo envolvía cuando estaba en contacto con el saidin; en las Tierras Fronterizas decían: «La mirada de los Seres de Cuencas Vacías es puro terror». Hubo un tiempo en que creyó que los Fados cabalgaban a lomos de las sombras como si éstas fueran caballos y que se esfumaban cuando cambiaban de dirección. Esas extrañas creencias no andaban muy desencaminadas.

El Myrddraal se deslizó hacia él, y Rand saltó por encima de los cadáveres apilados a la puerta para hacerle frente; sus botas resbalaron en la sangre al tocar el suelo de negro mármol.

—¡Todos por la Ciudadela! —gritó mientras saltaba—. ¡La Ciudadela resiste! —Eran los gritos de guerra que había oído la noche en que la Ciudadela no resistió.

Creyó escuchar un insultante grito, «¡Necio!», procedente del dormitorio, pero no tenía tiempo para preocuparse por Lanfear ni por lo que la mujer hiciera. El resbalón estuvo a punto de costarle la vida; la espada reluciente apenas si desvió la negra del Myrddraal cuando el joven todavía luchaba para recuperar el equilibrio.

—¡Por la Ciudadela! ¡La Ciudadela resiste! —Tenía que mantener unidos a los Defensores o en caso contrario se encontraría luchando solo contra el Fado y veinte trollocs—. ¡La Ciudadela resiste!

—¡La Ciudadela resiste! —oyó que alguien le hacía eco, y después llegaron otros—: ¡La Ciudadela resiste!

El Fado se movía con la rápida gracilidad de una serpiente, ilusión que reforzaban las láminas superpuestas en el peto de la armadura negra. Empero, ni siquiera una víbora atacaba tan rápido. Durante un tiempo Rand tuvo que emplearse a fondo para que la hoja negra no alcanzara su desprotegido cuerpo. Aquel metal oscuro ocasionaba heridas que se infestaban y que eran casi tan difíciles de curar como la que ahora martirizaba su costado. Cada vez que el negro metal forjado en Thakan’dar, en las entrañas de Shayol Ghul, chocaba con la hoja amarillo rojiza forjada con el Poder, saltaban destellos como relámpagos que iluminaban la antesala, un fogonazo blanco azulado que hacía daño a los ojos.