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—Esta vez morirás —le dijo el Myrddraal con aquella voz rasposa que semejaba hojas secas quebrándose—. Entregaré tu cuerpo a los trollocs para que lo devoren y tomaré a tus mujeres para mí.

Rand luchaba con tanta frialdad como siempre, y con idéntica desesperación. El Fado sabía cómo utilizar una espada. Entonces surgió la ocasión de golpear directamente a la espada enemiga, no sólo desviarla. La hoja reluciente hendió la negra con un siseo semejante al del hielo al caer sobre metal al rojo vivo. Su siguiente arremetida separó aquella cabeza sin ojos de los hombros; el impacto del golpe al hender hueso repercutió en sus brazos. Del cuello decapitado brotó un surtidor de sangre negra. Aun así, el ser no se desplomó. La figura descabezada avanzó a trompicones asestando estocadas al azar.

En el momento en que la cabeza del Myrddraal rodó por el suelo, también cayeron los restantes trollocs, aullando, pateando y dándose tirones a la cabeza con sus peludas manos. Era el punto débil de los Myrddraal y los trollocs. Puesto que los Fados no se fiaban de estas criaturas, a menudo las vinculaban a ellos de algún modo que Rand no entendía y que aparentemente aseguraban la lealtad de los trollocs; pero los que estaban vinculados a un Myrddraal no sobrevivían mucho a la muerte de éste.

Los Defensores que seguían en pie, menos de dos docenas, no esperaron. De dos en dos o de tres en tres se lanzaron sobre los trollocs y los ensartaron repetidamente con las lanzas hasta que dejaron de moverse. Algunos de ellos derribaron al Myrddraal, pero el ser siguió agitándose por mucho que le hincaran las lanzas. Al cesar los aullidos de los trollocs se oyeron los gemidos y los sollozos de los hombres heridos. Seguía habiendo más soldados humanos que Engendros de la Sombra caídos en el suelo. El mármol negro estaba resbaladizo por la sangre, casi invisible sobre la oscura piedra.

—Dejadlo —les dijo Rand a los Defensores que intentaban rematar al Myrddraal—. Ya está muerto. Si se mueve es porque los Fados se resisten a admitir la derrota. —Lan se lo había explicado hacía… Le pareció que había sido mucho tiempo atrás. Ésta no era la primera vez que veía la reacción de un Myrddraal al morir—. Ocupaos de los heridos.

Los soldados contemplaron un momento más la figura decapitada que seguía retorciéndose a pesar de que el torso estaba cosido a lanzadas; estremecidos, se apartaron al tiempo que mascullaban algo sobre los Perseguidores. Así llamaban a los Fados en Tear, en los cuentos pensados para niños. Algunos empezaron a buscar supervivientes entre los hombres caídos; a los que no estaban en condiciones de sostenerse por su propio pie los apartaban a un lado, y ayudaban a levantarse a los que estaban en condiciones de hacerlo. Muchos, demasiados, quedaron tendidos donde estaban. Por el momento lo único que podía hacerse por los heridos era un rápido vendaje con tiras de sus propias camisas ensangrentadas.

Los tearianos habían perdido su apariencia gallarda; los petos y espaldares de sus armaduras ya no brillaban, y presentaban abolladuras y rasponazos; los bonitos uniformes negros y dorados parecían andrajos, desgarrados y manchados de sangre. Algunos habían perdido el yelmo, y no pocos se apoyaban en las lanzas como si fuera lo único que los sostenía de pie; y tal vez lo era. Respiraban entre jadeos, y la expresión de sus rostros era esa mezcla de puro miedo y ciega insensibilidad que afecta a los hombres en la batalla. Miraban a Rand con nerviosismo, ojeadas huidizas y temerosas, como si hubiera sido él el que había hecho aparecer a estas criaturas de la Llaga.

—Limpiad las puntas de las lanzas —les dijo—. La sangre de un Fado corroe el acero como si fuera ácido si se la deja actuar el tiempo suficiente.

Los soldados obedecieron lentamente, de mala gana, utilizando lo que tenían a mano: las mangas de las chaquetas de sus compañeros muertos.

El sonido de más combates llegaba por los pasillos; gritos distantes, el apagado choque metálico de las armas. Lo habían obedecido en dos ocasiones, y era el momento de comprobar si lo hacían otra vez. Les dio la espalda y miró a través de la antesala en la dirección de donde procedía el ruido de la batalla.

—Seguidme —ordenó. Levantó la espada de fuego para recordarles quién era, confiando en que ese recordatorio no indujera a alguno a clavarle la lanza en la espalda, pero tenía que correr el riesgo—. ¡La Ciudadela resiste! ¡Por la Ciudadela!

Durante unos segundos sus pasos resonantes fueron los únicos que se oyeron en la estancia de las columnas; después, más pisadas se sumaron a su espalda.

—¡Por la Ciudadela! —gritó un soldado.

—¡Por la Ciudadela y por el lord Dragón! —añadió otro.

—¡Por la Ciudadela y por el lord Dragón! —corearon más voces.

Rand apretó el paso hasta convertirlo en trote y condujo a su ensangrentada tropa de veintitrés hombres hacia la parte inferior de la Ciudadela.

El joven se preguntó dónde estaría Lanfear y qué papel había jugado en esto, pero no tuvo mucho tiempo para perderse en elucubraciones. Empezaron a encontrar cadáveres por los pasillos de la fortaleza tendidos en charcos de su propia sangre, uno aquí, dos o tres un poco más adelante; Defensores, sirvientes, Aiel. También había mujeres, nobles con camisones de lino y criadas con ropas de lana por igual, que habían encontrado la muerte mientras huían. A los trollocs les daba igual a quién mataban, y además disfrutaban con ello. Y los Myrddraal eran aun peores; los Semihombres se recreaban infligiendo dolor y muerte.

Más abajo de la fortaleza, la Ciudadela de Tear era un hervidero. Grupos de trollocs corrían desmandados por los pasillos, a veces dirigidos por un Myrddraal y a veces solos, luchando contra Aiel o Defensores, asesinando a los desarmados, persiguiendo a otros a los que matar. Rand condujo a su reducida tropa contra cualquier Engendro de la Sombra que se cruzaba en su camino; su espada hendía con igual facilidad carne y cotas de malla negras. Sólo los Aiel se enfrentaban a un Fado sin encogerse; los Aiel y Rand. El joven pasaba de largo a los trollocs para llegar a los Fados; en ocasiones el Myrddraal de turno arrastraba a una o dos docenas de trollocs a la muerte con él, y otras veces, ninguno.

Algunos Defensores de su tropa cayeron para ya no levantarse nunca, pero se les unieron Aiel y su número casi se duplicó. Grupos de hombres se dividían en feroces combates que se alejaban en la distancia levantando un estruendo de gritos y estrépito metálico que recordaba una forja en la que todos se hubieran vuelto locos. Otros hombres se sumaron al grupo de Rand, se separaron, fueron reemplazados, y así hasta que no quedó ninguno de los que habían empezado con él. De vez en cuando luchaba solo o corría por un pasillo que estaba vacío a excepción de él y los muertos, siguiendo el sonido de combates distantes.

En una ocasión en que estaba acompañado por dos Defensores en una galería de columnas que se asomaba a un amplio vestíbulo con muchas puertas vio a Moraine y a Lan rodeados de trollocs. La Aes Sedai aguantaba firme, con la cabeza erguida como una reina de fábula, y las criaturas bestiales estallaban en llamas a su alrededor, aunque enseguida las reemplazaban otras que entraban en tropel por una u otra puerta. La espada de Lan daba cuenta de los trollocs que escapaban al fuego de Moraine. El Guardián tenía sangre en ambos lados de la cara, pero se movía entre las bestias con tanta frialdad como si estuviera practicando delante de un espejo. Entonces uno de los trollocs de hocico lobuno arremetió con una lanza teariana contra la espalda de Moraine. Lan giró sobre sí mismo, como si tuviera ojos en la nuca, y seccionó por la rodilla la pierna del trolloc. El ser cayó, aullando de dolor, pero se las compuso para asestar un lanzazo al Guardián en el mismo momento en que otro trolloc descargaba torpemente un golpe con la parte plana del hacha en la cabeza de Lan, cuyas rodillas se doblaron por el impacto.