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Rand no pudo hacer nada porque en ese instante cinco trollocs cayeron sobre él y sus dos compañeros como una pesadilla de hocicos, colmillos de jabalí y cuernos de carnero que los sacó de la galería por el simple empuje de su embestida. Cinco trollocs no habrían tenido mucha dificultad para acabar con tres hombres, excepto porque uno de ellos era Rand y blandía una espada que cortaba sus cotas de malla como si fueran de paño. Uno de los Defensores murió y el otro desapareció en pos de un trolloc herido, el único superviviente de los cinco. Cuando Rand regresó presuroso a la galería percibió un fuerte hedor a carne quemada procedente del piso inferior; en el suelo había muchos cadáveres calcinados, pero ni rastro de Moraine o de Lan.

Así se dirimía la contienda por la Ciudadela; o por la vida de Rand. Las luchas estallaban en un punto y se desplazaban hacia otro sitio o finalizaban cuando uno de los bandos era derrotado. Los hombres no combatían únicamente contra trollocs y Myrddraal; también lo hacían contra otros hombres. Había Amigos Siniestros entre las filas de los Engendros de la Sombra, unos tipos vestidos con ropas toscas que tenían pinta de antiguos soldados y de camorristas de taberna. Parecían tan atemorizados por los trollocs como los propios tearianos, pero mataban tan indiscriminadamente como ellos allí donde se les presentaba la oportunidad. De hecho, en dos ocasiones Rand vio trollocs luchando contra trollocs; la única explicación que se le ocurrió era que los Myrddraal habían perdido el control sobre ellos y su naturaleza sanguinaria había prevalecido sobre todo lo demás. Que se mataran si querían; él no iba a impedírselo.

Entonces, solo de nuevo, giró en una esquina y se dio de bruces con tres trollocs tan corpulentos como él pero mucho más altos. Uno de ellos, que tenía un pico de águila sobresaliendo de un rostro por lo demás humano, estaba cortando un brazo al cadáver de una noble teariana mientras que los otros dos lo observaban anhelantes, lamiéndose los hocicos. Los trollocs comían cualquier cosa mientras fuera carne. El encuentro sorprendió a Rand tanto como a ellos, pero el joven fue el primero en reaccionar.

El del pico de águila se desplomó con un corte transversal que abría cota de malla y músculos por igual. La maniobra de esgrima llamada El lagarto en el espino tendría que haber dado buena cuenta de los otros dos, pero Rand se tambaleó cuando el primer trolloc caído, en una de sus sacudidas, le dio un golpe en el pie que le hizo perder el equilibrio, y la espada sólo hendió la cota de malla de un adversario; el traspié lo puso justo en el camino del trolloc moribundo cuyo hocico lobuno chascó en el aire al lanzarle una dentellada. El monstruoso ser lo arrastró en su caída y lo aplastó contra las baldosas con el peso de su corpachón, inmovilizando la espada y el brazo con el que la manejaba. El que seguía de pie levantó el hacha al tiempo que una mueca maligna dejaba a la vista sus colmillos de jabalí. Rand bregó desesperadamente para moverse, para poder respirar.

Una espada curvada hendió el hocico del trolloc del hacha y se hundió hasta la garganta.

El trolloc que había aparecido tan de improviso forcejeó para sacar el arma y le gruñó enseñando los dientes de cabra y agitando las orejas bajo los cuernos. Entonces se marchó corriendo; las pezuñas repicaron sobre las baldosas.

Rand salió trabajosamente de debajo del peso muerto del trolloc, medio atontado. «Me ha salvado un trolloc. ¡Un trolloc!» La sangre de las bestias, densa y oscura, lo cubría. Al fondo del largo pasillo, en dirección contraria por la que había huido el trolloc cabruno, saltaron destellos blanco azulados al aparecer dos Fados que luchaban entre sí en un vertiginoso remolino de acometidas y paradas. Uno retrocedió hacia un corredor lateral obligado por el violento ataque del otro, y la relampagueante luz se perdió de vista. «Me he vuelto loco. Tiene que ser eso. Estoy loco y esto sólo es producto de mi mente delirante».

—Pusiste todo en peligro al lanzarte ciegamente a la batalla con esa… esa espada.

Rand se volvió hacia Lanfear. De nuevo su aspecto era el de una muchachita de la misma edad que él o incluso más joven. Se recogió el repulgo de la blanca falda para pasar por encima del cuerpo descuartizado de la noble teariana; por la impasibilidad de su semblante habríase dicho que saltaba sobre un tronco caído.

—Construyes un chozo pudiendo tener palacios de mármol con sólo chascar los dedos —continuó—. Estaba en tus manos apoderarte de las vidas y las almas de los trollocs sin apenas esfuerzo y, en cambio, ha faltado poco para que te maten. Tienes que aprender. Únete a mí.

—¿Esto fue obra tuya? —demandó—. Lo del trolloc que me salvó la vida, lo de los Myrddraal luchando entre sí, ¿has sido tú?

Lanfear lo observó un instante antes de sacudir ligeramente la cabeza, como lamentándolo.

—Si reconozco que te he ayudado esperarás que lo haga de nuevo, y tal cosa no sólo sería un error flagrante, sino mortífero. Ninguno de los otros sabe con certeza de qué lado estoy, y me gusta que sea así. No esperes que te preste ayuda abiertamente.

—¿Que no espere tu ayuda? —bramó—. Quieres que me entregue a la Sombra. No conseguirás que olvide lo que eres con palabras amables. —Encauzó el Poder y la mujer se estrelló contra una pared con bastante fuerza para hacerle soltar un gemido. La mantuvo allí, con los brazos en cruz contra un tapiz que representaba una escena de caza, a varios centímetros del suelo y con el vestido extendido y estirado. ¿Cómo había aislado a Egwene y a Elayne? Tenía que recordarlo.

De repente salió lanzado por el aire y fue a estrellarse contra la pared opuesta a la que estaba Lanfear, aplastado como un insecto por algo que casi le cortaba la respiración.

La mujer no parecía tener problemas en ese sentido.

—Cualquier cosa que hagas, Lews Therin, también la hago yo. Y mejor. —A pesar de estar atrapada contra la pared se mostraba impertérrita. La algarabía de un combate sonó en alguna parte, cerca, y después se perdió en la distancia—. Utilizas la mitad de la más pequeña fracción de tu capacidad real, y te apartas de lo que te permitiría aplastar a todos cuantos se te opusieran. ¿Dónde está Callandor, Lews Therin? ¿Sigue en tu dormitorio, como un adorno inútil? ¿Crees que tu mano es la única que puede blandirla ahora que has roto el escudo que la hacía inaccesible a los demás? Si es Sammael el que está aquí, la tomará y la utilizará contra ti. Hasta Moghedien la cogería para impedirte usarla; sería muy provechoso para ella negociar su entrega con cualquiera de los varones Elegidos.

Rand se debatía contra lo que quiera que lo tenía inmovilizado, pero sólo conseguía girar la cabeza a uno y otro lado. Imaginar a Callandor en manos de uno de los Renegados lo volvía medio loco de miedo y frustración. Encauzó de nuevo en un intento de romper las ataduras que lo sujetaban, pero fue en vano. Y entonces, de repente, desaparecieron; Rand salió lanzado hacia adelante, todavía forcejeando, antes de darse cuenta de que estaba libre. Y no como consecuencia de nada que hubiera hecho él.

Miró a Lanfear. Seguía colgada allí, tan tranquila y apacible como si estuviera tomando el aire en la orilla de un río. Obviamente su intención era engatusarlo, convencerlo, ablandarlo. Rand no estaba seguro de qué hacer con los flujos que la sujetaban. Si los ataba y la dejaba allí, era muy capaz de echar abajo media Ciudadela intentando liberarse; eso si algún trolloc no la mataba antes creyendo que era una mujer de la fortaleza. Tal posibilidad no tendría que desasosegarlo —al fin y al cabo, sería la muerte de uno de los Renegados—, pero la idea de abandonar a una mujer, o a cualquier persona, indefensa a la brutalidad de los trollocs le repugnaba. Una ojeada a su calma imperturbable acabó con sus dudas; nadie ni nada le haría daño mientras pudiera encauzar. Si encontrara a Moraine para que la aislara…

De nuevo fue Lanfear quien decidió por él. El impacto de los flujos al partirse lo sacudió brutalmente; la mujer descendió suavemente al suelo y se apartó de la pared al tiempo que se arreglaba los pliegues de la falda con absoluta tranquilidad. Rand no daba crédito a sus ojos.