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—No puedes hacer eso —exclamó tontamente, y ella sonrió.

—No necesito ver un flujo para desenredarlo siempre y cuando sepa qué es y dónde está. ¿Te das cuenta? Tienes mucho que aprender. Pero me gustas así. Siempre fuiste demasiado porfiado y seguro de ti mismo para sentirme cómoda a tu lado. Era mejor cuando te mostrabas algo inseguro. Entonces ¿te olvidas de Callandor?

Rand seguía vacilando. Allí había un Renegado y no había nada que él pudiera hacer al respecto. Se volvió y corrió en busca de Callandor. La risa de Lanfear lo siguió pasillo adelante.

Esta vez no se desvió para combatir contra trollocs o Myrddraal ni aminoró la marcha mientras subía a los pisos altos de la Ciudadela a menos que le salieran al paso. En tales casos su espada de fuego despejaba su camino. Vio a Perrin y a Faile, él con el hacha y ella guardándole la espalda con sus cuchillos; los trollocs se mostraban igualmente reacios a enfrentarse a los ojos amarillos del joven como a la gran hoja del hacha que manejaba. Rand los dejó atrás sin dedicarles más de una mirada; si uno de los Renegados cogía a Callandor ninguno de ellos viviría para ver el siguiente amanecer.

Falto de respiración atravesó la antesala de columnas saltando por encima de los cadáveres de Defensores y trollocs que seguían tirados en el suelo en su afán por llegar hasta Callandor. Abrió de un empellón las puertas. La Espada que no es una Espada se encontraba en su soporte dorado e incrustado de joyas, reflectando los rayos del sol poniente. Esperándolo.

Ahora que la tenía a la vista, a salvo, era reacio a tocarla. La había utilizado una sola vez con el propósito para el que había sido creada. Sabía lo que le esperaba cuando volviera a cogerla, a usarla para absorber el Poder de la Fuente Verdadera hasta unos límites que ningún ser humano podría alcanzar por sí mismo. Le costó un esfuerzo ímprobo abandonar la espada de fuego; cuando desapareció estuvo a punto de hacerla materializarse otra vez.

Rodeó el cadáver del Hombre Gris arrastrando los pies, y puso las manos sobre la empuñadura de Callandor lentamente. Estaba fría, como un cristal que llevara mucho tiempo en la oscuridad, pero no tenía tan suave el tacto como para que los dedos resbalaran sobre ella.

Algo lo hizo levantar la vista. En la puerta había un Fado, indeciso, con las cuencas vacías prendidas en Callandor.

Rand absorbió el saidin a través de Callandor. La Espada que no es una Espada refulgió fieramente en sus manos como si éstas sostuvieran la luz de mediodía. El poder lo hinchió penetrando en él como un rayo demoledor. La infección recorrió su cuerpo como una negra oleada; por sus venas corría lava ardiente; el frío de su interior habría congelado el sol. Tenía que usarlo o reventaría como un melón podrido.

El Myrddraal dio media vuelta, dispuesto a huir, y súbitamente las ropas negras y la armadura cayeron al suelo; únicamente quedaron motitas flotando en el aire.

Rand ni siquiera fue consciente de haber encauzado hasta que todo hubo acabado; habría sido incapaz de decir lo que había hecho aunque en ello le fuera la vida. Pero nada lo amenazaría mientras sostuviera a Callandor en sus manos. El Poder palpitaba dentro de él como el latido del mundo. Con Callandor en sus manos cualquier cosa era posible. El Poder lo martilleaba con la fuerza de un mazo que demolería montañas. Un hilo de la energía encauzada barrió de un soplo los restos flotantes del Myrddraal así como las ropas y la armadura hacia el centro de la antesala; un hilillo de flujo incineró ambas cosas. Salió del dormitorio para dar caza a quienes habían venido a cazarlo a él.

Algunos habían llegado hasta la antesala. Otro Fado y un puñado de acobardados trollocs estaban plantados delante de las columnas al lado opuesto, contemplando fijamente las cenizas que flotaban en el aire, los últimos fragmentos del Myrddraal y su atuendo. Los trollocs aullaron como alimañas al ver a Rand con la relampagueante Callandor en sus manos. El Fado se quedó paralizado por la impresión. Rand no les dio ocasión de escapar; manteniendo deliberadamente el acompasado y lento ritmo de sus pasos hacia ellos, encauzó, y el fuego surgió del negro mármol bajo los Engendros de la Sombra tan abrasador que tuvo que levantar una mano para resguardarse la cara. Cuando llegó allí las llamas se habían consumido y en el mármol sólo quedaban unos círculos deslustrados.

Regresó a los pisos bajos de la Ciudadela, y todos los trollocs y Myrddraal que vio fueron consumidos por una llamarada. Los abrasó mientras luchaban con Aiel o tearianos y mataban sirvientes que intentaban defenderse con lanzas o espadas que habían cogido a los muertos. Los carbonizó mientras corrían, ya fuera en pos de más víctimas o huyendo de él. Empezó a avanzar más deprisa, primero trotando y finalmente corriendo, y dejó atrás a los heridos, que a menudo yacían desatendidos, y dejó atrás a los muertos. No era bastante; no se movía suficientemente deprisa. A pesar de que mataba trollocs a puñados, seguían quedando más que continuaban asesinando en su afán por escapar.

Se frenó en seco en un ancho pasillo, rodeado de muertos. Tenía que hacer algo; algo más efectivo. El Poder se deslizaba por sus huesos, la pura esencia del fuego. Algo más. El Poder lo heló hasta la médula. Algo que los matara a todos a la vez, de golpe. La mácula del saidin lo abrumó cual una montaña de restos putrefactos que amenazaba con enterrar su alma. Levantó a Callandor y bebió en la Fuente Verdadera, absorbió energía hasta que tuvo la impresión de que debería bramar gritos de fuego helado. Tenía que matarlos a todos.

Debajo del techo y justo por encima de su cabeza el aire empezó a girar más y más deprisa en un torbellino, arremolinándose en franjas rojas, negras y plateadas. Se espesó y se hundió hacia adentro, reduciéndose, comprimiéndose, aullando mientras giraba y se reducía más y más.

El sudor corría por el rostro de Rand, que lo miraba fijamente. No tenía ni idea de qué era, pero aquellos flujos incontables lo unían a la masa; era un peso que aumentaba a medida que esa cosa se retraía y comprimía sobre sí misma. El resplandor de Callandor seguía aumentando, demasiado brillante para mirarlo directamente; cerró los ojos, y la luz pareció abrasarle las pupilas a través de los párpados. El Poder fluía por él como un torrente inmensurable que amenazaba con arrastrarlo hacia el remolino. Tenía que soltarlo. Tenía que hacerlo. Se obligó a abrir los ojos, y fue como mirar todas las tormentas del mundo concentradas en una bola del tamaño de la cabeza de un trolloc. Tenía que…, tenía…

«Ahora». La idea flotó como una risa restallante en el límite de su conciencia. Cortó los flujos que salían de él y soltó el remolino, que todavía rotaba y aullaba como un taladro perforando hueso. «Ahora».

Y saltaron los rayos, relampagueando a lo largo del techo a izquierda y derecha cual riachuelos de plata. Un Myrddraal salió de un corredor lateral y, antes de que tuviera tiempo de dar otro paso, se precipitó sobre él una docena de llameantes descargas que lo hicieron saltar en pedazos. Los otros rayos continuaron desplazándose, desplegándose por cada bifurcación del corredor, reemplazados por más y más que brotaban del núcleo en fracciones de segundo.

Rand no tenía la más remota idea de lo que había hecho o cómo funcionaba. Sólo le quedaba aguantar allí, vibrando con el Poder que lo henchía, necesitando utilizarlo. Aunque lo destruyera. Percibía la muerte de trollocs y Myrddraal, sentía a los rayos descargarse y matar. Rand se sentía capaz de matarlos en todas partes, en cualquier rincón del mundo. Lo sabía. Con Callandor podía hacer cualquier cosa. Y supo con igual certeza que intentarlo acabaría con su vida.