Los rayos perdieron intensidad y se apagaron con el último Engendro de la Sombra; la masa giratoria implosionó con el seco estampido de una onda de aire invertida. Pero Callandor continuaba resplandeciendo como el sol, y él se sacudía con la fuerza del Poder.
Moraine estaba allí, a una docena de pasos, mirándolo intensamente. Sus ropas estaban limpias y arregladas, cada pliegue de la falda de seda azul en su sitio, pero tenía el cabello despeinado. Parecía cansada… e impresionada.
—¿Cómo…? De no haberlo visto no habría creído posible lo que has hecho, Rand. —Lan apareció por el pasillo casi trotando, con la espada en la mano, el rostro ensangrentado, la chaqueta desgarrada. Sin quitar los ojos de Rand, Moraine levantó una mano y detuvo al Guardián a corta distancia de ella. Y a cierta distancia de Rand. Como si fuera demasiado peligroso para que incluso Lan se acercara a él—. ¿Estás… bien, Rand?
El joven apartó los ojos de la Aes Sedai con esfuerzo. Su mirada se detuvo en el cuerpo de una chiquilla de cabello oscuro, casi una niña, que yacía despatarrada en el suelo, boca arriba, con los ojos muy abiertos y fijos en el techo; la sangre oscurecía la pechera de su vestido. Tristemente, se inclinó para apartar los mechones de pelo caídos sobre la cara. «¡Luz, es una niña! Actué demasiado tarde. ¿Por qué no lo hice antes? ¡Es sólo una niña!»
—Me encargaré de que alguien se ocupe de ella, Rand —dijo Moraine suavemente—. Tú no puedes ayudarla ahora.
La mano que sostenía Callandor tembló tan violentamente que casi dejó escapar la espada.
—Con esto puedo hacer cualquier cosa. —Su voz le sonaba áspera, dura—. ¡Cualquier cosa!
—¡Rand! —El tono de Moraine era apremiante.
No quiso escucharla. El Poder estaba dentro de él. Callandor resplandecía, y él era el Poder. Encauzó la energía y dirigió los flujos hacia el cuerpo de la chiquilla, buscando, tanteando; la pequeña se incorporó de golpe, con una rigidez antinatural en los brazos y las piernas.
—¡Rand, no puedes hacer esto! ¡No!
«Aire. Necesita respirar». El pecho de la niña empezó a subir y a bajar. «El corazón. Tiene que latir». La sangre, ya oscura y espesa, manó de la herida del pecho. «¡Vive! ¡Vive, maldita sea! ¡No fue mi intención llegar demasiado tarde!» Sus ojos lo miraban vidriosos, sin vida. Las lágrimas corrieron por las mejillas de Rand.
—¡Tiene que vivir! Cúrala, Moraine, yo no sé cómo hacerlo. ¡Cúrala!
—La muerte es irremediable, Rand. No eres el Creador.
Sin apartar la mirada de aquellos ojos muertos, Rand retiró lentamente los flujos. El cuerpo se derrumbó, rígido. Un cadáver. Rand echó la cabeza hacia atrás y soltó un alarido salvaje, como un trolloc. Llamas trenzadas chisporrotearon contra paredes y techo al descargar su frustración y su pena.
Lenta, muy lentamente, soltó el saidin, lo empujó lejos de sí; fue como retirar un peñasco, como renunciar a la vida. La fuerza abandonó su cuerpo junto con el Poder. Sin embargo, la infección permaneció cual una mácula que lo hundía con el peso de su oscuridad. Tuvo que plantar la punta de Callandor en las baldosas del suelo y apoyarse en ella para sostenerse en pie.
—¿Y los otros? —Le costaba trabajo hablar; le dolía la garganta—. Elayne, Perrin y los demás. ¿También actué demasiado tarde para ellos?
—No llegaste tarde —repuso Moraine, serena, pero no se acercó más. Lan parecía listo para plantarse de un salto ante ella—. No te culp…
—¿Están vivos? —preguntó a voz en grito Rand.
—Lo están —le aseguró la Aes Sedai.
Asintió con alivio. Procuraba no mirar el cadáver de la niña. Tres días retrasando una decisión para disfrutar de unos cuantos besos robados. Si hubiera actuado tres días antes… Pero había aprendido cosas en esos días que podría utilizar; si era capaz de hacerlas encajar. Todo parecía estar condicionado por ese «si». Al menos, no había sido demasiado tarde para sus amigos.
—¿Cómo entraron los trollocs? Dudo que escalaran las murallas como hicieron los Aiel, habiendo aún luz del sol. ¿Ha anochecido ya? —Sacudió la cabeza para despejar la bruma que lo embotaba—. Bah, no importa. Los trollocs. ¿Cómo entraron?
Fue Lan el que respondió.
—Ocho grandes barcazas de las que cargan grano amarraron en los muelles de la Ciudadela a última hora de la tarde. Por lo visto a nadie le llamó la atención que unas barcazas cargadas con trigo vinieran río abajo. —Su voz rebosaba cólera—. Ni por qué atracaban en la Ciudadela. Ni por qué las tripulaciones dejaron cerradas las escotillas hasta que el sol casi se había puesto. También llegó una caravana de treinta carretas, hará unas dos horas, que supuestamente traían cosas del campo pertenecientes a un noble u otro que regresa a la Ciudadela. Cuando las lonas se retiraron, las carretas también estaban llenas de Semihombres y de trollocs. Si entraron por algún otro sitio, no lo sé. Todavía.
Rand volvió a asentir, y el esfuerzo le dobló las rodillas. Al punto Lan estaba a su lado; pasó el brazo del joven por encima de sus hombros y lo sostuvo. Moraine tomó su rostro entre las manos. Una sensación de frío le recorrió todo el cuerpo; no el helor penetrante de una Curación completa, sino una especie de frescor que arrastraba el agotamiento a su paso. O casi todo el agotamiento. Algo quedó, como si hubiera estado el día entero trabajando con la azada en el campo de tabaco. Se retiró del apoyo que ya no precisaba. Lan lo observó atentamente para ver si realmente podía sostenerse por sí mismo; o quizá porque el Guardián no estaba seguro de hasta qué punto era peligroso o hasta dónde llegaba su cordura.
—No te libré de todo el cansancio a propósito —explicó Moraine—. Necesitas dormir esta noche.
Dormir. Había demasiado que hacer para echarse a dormir. Sin embargo, asintió una vez más. No quería tenerla pegada a él como una sombra.
—Lanfear estuvo aquí —le dijo—. Esto no ha sido obra de ella. Me lo aseguró, y la creo. No parecéis sorprendida, Moraine. —¿La sorprendería la oferta de Lanfear? ¿La sorprendería algo?—. Estuvimos hablando. No intentó matarme ni yo a ella. Y vos no estáis sorprendida.
—Dudo que pudieras matarla. Todavía. —Sus oscuros ojos lanzaron un fugaz vistazo, apenas perceptible, a Callandor—. Sin ayuda, no. Y también dudo que ella intente matarte. Todavía. No sabemos gran cosa sobre los Renegados, y de Lanfear la que menos, pero sí sabemos que amó a Lews Therin Telamon. Decir que no corres peligro por ella sería decir demasiado. Hay muchas cosas con las que podría hacerte tanto daño como quitándote la vida, pero no creo que intente matarte mientras crea que puede recobrar a Lews Therin.
Lanfear lo quería. La Hija de la Noche, a quien las madres que sólo creían a medias en ella utilizaban para amedrentar a sus hijos. A él sí lo asustaba, desde luego. La idea casi lo hizo reír. Siempre se había sentido culpable por mirar a otra mujer que no fuera Egwene, y Egwene no lo quería, pero la heredera del trono de Andor quería besarlo, por lo menos, y una Renegada afirmaba que lo amaba. Era casi hilarante. Pero sólo casi. Lanfear parecía estar celosa de Elayne, esa remilgada de cabello pálido, como la había llamado. Era una locura. Todo era una locura.
—Mañana. —Empezó a alejarse de ellos.
—¿Mañana, qué? —preguntó Moraine.
—Mañana os diré lo que voy a hacer. —Parte de ello, desde luego. Imaginar la cara que pondría Moraine si le contaba todo le dio ganas de echarse a reír. Aunque tampoco él lo sabía todo. Aún. Sin saberlo, Lanfear le había proporcionado casi la última pieza del rompecabezas. Le quedaba dar un paso más, esa misma noche. La mano con la que sostenía a Callandor junto al costado tembló. Con ella podría hacer cualquier cosa. «Aún no estoy loco. No lo bastante para hacer eso»—. Hasta mañana. Que tengáis buena noche, si la Luz quiere.